Cultura

El amor según Kierkegaard

En “Las obras del amor”, Sören Kierkegaard insiste en la concepción cristiana del amor frente a la pagana. Afirma que, para el cristianismo, Dios es amor y sin amor todo es banal.

Santiago Leyra Curiá·28 de marzo de 2023·Tiempo de lectura: 4 minutos
Kierkegaard

Estatua de Kierkegaard (Wikimedia Commons / Arne List)

En “Las obras del amor”, de 29-IX-1847, Sören Kierkegaard insiste en la concepción cristiana del amor frente a la pagana. Afirma que, para el cristianismo, Dios es amor y sin amor todo es banal. Dios es la fuente del amor en la más profunda e insondable intimidad de la persona humana.

Solo el que ama participa del amor y bebe de su misma fuente y, así, “el absolutamente Otro” se hace próximo porque en toda relación amorosa verdadera aparece Dios: el amor verdadero no es una relación entre una persona y otra, sino más bien una relación persona –Dios– persona; Dios es “el Común Denominador”.

El libro del célebre autor danés se divide en una primera parte, que trata del origen del amor, y de una segunda parte, que trata de las características del amor.

Comienza con una oración en la que, entre otras cosas, dice:

“¿Cómo podría hablarse rectamente del amor si quedases olvidado Tú, oh Dios, de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra? ¡Tú que no has regateado nada, sino que lo diste todo por amor… ¡Tú que revelaste lo que es el amor!”

En la primera parte dice que el amor surge del interior del hombre del mismo modo que un lago se nutre del manantial oculto. Este manantial es infinito porque es Dios mismo.

El amor en el mundo se manifiesta temporalmente, pero su fuente es eterna. Dios nos está manteniendo continuamente con su acción amorosa. Si este amor se retirase un solo instante, todo volvería al caos.

En la segunda parte, profundiza en la idea de que guardar amorosamente en la memoria a los difuntos constituye el acto de amor humano “más desinteresado”, el más libre y el más fiel de todos.

Por eso aconseja Kierkegaard: “recuerda así a algún difunto y cabalmente con ello aprenderás a amar a los vivos con un amor desinteresado, libre y fiel”. 

Eternidad y libertad

Las obras del amor manifiestan la eternidad de Dios y son prueba de su existencia. Por amor, Dios crea, se encarna y se manifiesta a los hombres.

Nuestro amor nos asemeja a Él y nos hace partícipes de su vida, pues es “la fuente de agua que salta hasta la vida eterna”.  

Dios nos ha otorgado la libertad porque solo un amor libre es verdadero amor. A Él le debemos una correspondencia de amor absoluta. Solo hay un ser a quien el hombre puede amar más que a sí mismo. Este ser no es otro que Dios, a quien hay que amar no como a uno mismo, sino con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.

Como el origen del amor es oculto “la vida secreta del amor se conoce por los frutos”, por las obras.

Solo podemos hablar de verdaderas obras de amor cuando es el amor de Dios lo que nos mueve a obrar desde lo más profundo de nuestro ser. Aunque no siempre las buenas obras son reflejo del amor, el amor se manifiesta en las buenas obras.

Para Kierkegaard solo podemos ser cristianos auténticos si nos convertimos en personas singulares y estamos dispuestos a sufrir por la verdad.

En cambio, la mediocridad, la inteligencia mundana, “¡está eternamente excluida y aborrecida en el cielo, más que cualquier vicio y delito, pues en su esencia pertenece, más que ninguna otra cosa a este mundo vil y más que ninguna otra cosa está alejada del cielo y de lo eterno!”.

Existe una enorme distancia entre el eros griego y el ágape cristiano que aparece con el Nuevo Testamento.

El primero es un amor de deseo que tiende a la posesión de la persona amada; en el ágape, se ama al otro en cuanto otro, el amante se alegra de la existencia de la persona amada y quiere su bien.

La persona próxima a quien amamos no es un ser abstracto sino un ser concreto a quien las circunstancias de la vida han colocado cerca de nosotros. Hay que amarle como a sí mismo.  

Amor cristiano y amor pagano

El amor tiene un doble objeto: el bien que se quiere y el sujeto para quien se quiere ese bien. 

El amor verdadero, cristiano, es respetuoso con la persona amada ya que se quiere el bien para ella y tiene un fundamento divino, jamás envejece porque no es según la carne sino según el espíritu, no es finito sino infinito.

Amar verdaderamente es un deber, ese deber hace que la abnegación sea la forma esencial del cristianismo; amar es obedecer a la ley divina que manda amar por amor de Dios, no por amor al deber, como en Kant.

El amor pagano es egoísta y posesivo, no surge del manantial eterno ni está ligado a la eternidad, es hijo de la temporalidad; es un amor rebelde contra el Amor, lucha contra toda dependencia, no reconoce ni la renuncia ni la abnegación ni el deber. Es un amor caduco.

Si una persona cesa de amar es señal clarísima de que jamás amó. La mediocridad y la inteligencia mundana están eternamente excluidas del cielo pues pertenecen esencialmente al mundo caduco.

La persona humana alcanza su yo al autorrealizarse como único ante Dios. Desesperar consiste en querer ser el que no se es y en no querer ser el que se es.

El hombre estético todavía no es un individuo; el hombre ético empieza a presentar las características del individuo singular y comienza a estar en condiciones de descubrir la verdad.

La primera condición de la religiosidad es ser un individuo singular porque es imposible edificar o ser edificado en masa, aún más imposible que estar enamorado en masa (“Mi punto de vista sobre mi actividad como escritor”, 1848).

Si nos convertimos en personas singulares, dispuestas a sufrir por la verdad, podemos aspirar a ser cristianos auténticos.

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica
Banner publicidad
Banner publicidad