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La pequeña Ana

El misterio de Fátima y su relación con Juan Pablo II nos sigue impresionando. Juan Ignacio Izquierdo escribe un relato que mezcla las dimensiones natural y sobrenatural, los sentidos externos e internos, para ayudarnos a comprender mejor la enorme fuerza de estos episodios.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·12 de mayo de 2022·Tiempo de lectura: 7 minutos
fatima

En la noche nublada y fría del 12 de mayo de 2022, en Fátima, Anita se sentó en el suelo húmedo de la explanada del Santuario. Allí, sumergida entre miles de peregrinos como una mochila arrojada en un campo de maíz, ella suspiraba abrazada a su muñeca. El coro de los peregrinos era tan masivo y emocionante, «Aveee, ave; Ave Mariaaa», que los ángeles abrían las ventanas del cielo y sacaban sus farolas para iluminar la noche. 

Arantxa estaba de puntillas para seguir el paso de la procesión. Cuando iba a pasar frente al sitio donde estaban ellas, ella flexionó las piernas hasta apoyarse en los talones y quedó a la altura de la pequeña rubiecita de ojos azules que había adoptado hacía dos meses. Le encendió la vela con el fuego que tenía en la suya y le explicó con gestos que debía levantarse para mirar a la Virgen pasar. Anita, sin embargo, se quedó tan tranquila, apagó su vela recién encendida con un soplido inocente y siguió jugando con su muñeca en el suelo. 

Cuando Arantxa decidió hacerse cargo de la pequeña ucraniana no la tuvo fácil: su marido y sus hijos se mostraron bastante escépticos e intentaron disuadirla con todo tipo de protestas. Pero ella insistió en que tenían el deber de acogerla “como si la misma Virgen se las hubiera enviado”, y con ese argumento más o menos los convenció. Sabían poco sobre la niña: sólo su nombre, que su padre estaba desaparecido y poco más. En este tiempo, Arantxa, su marido y sus cuatro niños se esforzaban por ser hospitalarios: habían intentado descubrir los gustos de comida de la pequeña, le compraron ropa nueva para que hiciera juego con sus ojitos azules, probaron todo tipo de muecas para sacarle una sonrisa… pero Anita seguía arrastrando los pies por la casa. Como último recurso antes de tirar la toalla, Arantxa se la había llevado a Fátima. 

Después de la noche de velas, mientras la pequeña dormía en el alojamiento de Fátima, Arantxa se desveló pensando en el día siguiente: era el aniversario de la primera aparición de la Virgen a los pastorcitos y, tan importante como eso, también del intento de asesinato a Juan Pablo II en el Vaticano, hace 41 años, como su edad. Pidió a la Virgen que confortara a la pequeña y que intercediera por ella. Con esa confianza concilió el sueño. 

La mañana del 13 de mayo se mostró espléndida: un sol entusiasmado, pocas nubes, brisa refrescante y sonrisas por doquier entre los miles de peregrinos que querían rezar el rosario y participar en la Misa. Anita, sin embargo, se volvió a sentar en el suelo nada más llegar a su sitio en la explanada y dejó caer su mirada melancólica en la muñeca: en esos ojos hechos con botones, en su vestido azul-amarillo y en alguna cosa que guardaba dentro del bolsillo canguro que tenía ese vestido. 

— ¿Sabes quién es Ella? —le preguntó Arantxa, de buen ánimo, señalando la imagen de la Virgen que veían a lo lejos entre la gente— ¿No? Claro… si tampoco me entiendes el español. No te preocupes.

El tiempo pasó tranquilamente, acabó la ceremonia, la gente se empezó a ir y Arantxa respiró hondo para postergar la desilusión. Tenía un nudo en la garganta. Había dado su máximo, pero la niebla que ensombrecía la mirada de Anita parecía aún más densa que antes. “Pues nada, hice lo que pude”, se dijo. “Hablaré con Caritas. Quizá en otro ambiente, con otra familia… sí, con otras personas le irá mejor”.

— ¿Hola? —Una señora de rostro curtido y cordial, de andar encorvado pero decidido y cubierta por un chal, se volvió hacia ellas— He visto que la muñeca de la niña tiene los colores de Ucrania. 

— ¿Perdón? —Arantxa se sintió algo confusa con la intromisión.

— Sí, digo, esa muñeca me ha llamado la atención. ¿Es la niña, ya sabe… ucraniana? —preguntó la señora, con el tono frágil de una abuelita cariñosa.

— Pues… sí, lo es, ¿por qué lo pregunta? —respondió Arantxa más confiada. 

— Porque yo también lo soy. Aunque ya llevo tiempo en España…

— ¡Ostras!

Conversaron y se entendieron de lo más bien. Al final, cuando Arantxa pidió a la señora que explicara a la niña quién era la Virgen, la mayor parte de los peregrinos se habían dispersado. Se acercaron, por tanto, a la Capelinha y quedaron a una mejor distancia para contemplar la imagen de Nuestra Señora. Se sentaron en buenas sillas, la niña quedó en medio de las dos, y la anciana comenzó el relato, en ucraniano: 

— Pocos años antes de que nacieras, mi corazón, tuvimos un Papa eslavo. Polaco, y se llamaba Juan Pablo II. Era guapo, ¡vaya que lo era!, fuerte y quería mucho a los niños. Pero tenía enemigos poderosos, entre ellos, los jefes de Rusia.

La niña abrió los ojos, y la anciana prosiguió:

— Un día como hoy, pero hace 41 años, el Papa salió a dar una vuelta en su jeep sin techo por la Plaza San Pedro del Vaticano; verás, es un espacio casi tan grande como éste. El Papa tenía ¿qué?, ¿60 años? Por ahí, y quería saludar a la gente de cerca. Al él no le importaba exponerse al peligro, porque no temía la muerte. Otro señor conducía y él iba de pie saludando a las miles de personas que le sonreían y lo aclamaban. Cuando terminó de dar la vuelta, el Papa quiso repetir el giro por la Plaza. ¡Ah!, ¿por qué lo hizo? —suspiró—. Quizá fue porque vio a una madre levantar a su bebé sobre su cabeza y quiso ir a hacerle la señal de la cruz en la frente. Lo hizo, siguió su camino y, en la siguiente curva, un joven turco de 23 años contratado por los rusos bajó su cámara fotográfica y levantó en su lugar una pistola… 

La niña escuchaba el relato con los ojos tan abiertos que se podía ver la tormenta que albergaban. Sus emociones se mezclaban y, mientras oía, iba recreando las escenas en su cabecita. Imaginó a un hombre guapo, fuerte y que quería mucho a los niños, es decir, a alguien parecido a su padre, pero con sotana blanca. El hombre veía a la multitud que lo aclamaba desde abajo del jeep, pero no a los cientos de ángeles que lo vitoreaban desde arriba y por los lados. En la curva de la muerte había una concentración de tinieblas, nubes de humo y fuego, una oscuridad llena de gemidos, como ocurre en un hospital después de un bombardeo. De pronto, en medio de esa zona infernal, una sombra con ojos enrojecidos levantó una pistola pesada y ¡pam, pam, pam! Disparó tres balas: una se perdió, otra dañó el dedo que más cruces había dibujado en la frente de los niños, y la tercera impactó en el estómago de su papá, perdón, del Papa… 

La oscuridad se expandió por la Plaza como una potente onda expansiva, los ángeles se cubrieron con las alas y todos los seres vivos del planeta sintieron una punzada en el corazón. Sin embargo, en el instante en que la bala iniciaba a perforar la piel del Papa, él se adelantó a la muerte con una invocación pronunciada en polaco: “Maryjo, moja matko” (María, Madre mía)

Esas palabras detuvieron el tiempo.

Las nubes se desplazaron para abrir un espacio rectangular y por ahí bajó un ascensor invisible, como de un edificio de aire que rascaba el cielo. Dentro venía una dama luminosa y de serenísimo semblante, vestida de azul, bella como una azucena, con talante majestuoso como de cisne del Paraíso. Cuando quedaron a una altura de unos 2 metros respecto del Papa, la Señora miró hacia arriba y llamó: 

 Jesús, ¿ves esta bala?

Entonces, a través de otro rectángulo que se abría entre las nubes, descendió Jesús, con su cuerpo glorioso también, acompañado por dos niños vestidos de pastores y que rezaban el rosario de rodillas. La más pequeña, de la edad de Anita, repetía con tristeza: “¡Coitadinho Santo Padre!” (¡Pobre Santo Padre!). No habían llegado aún a situarse junto a María, cuando Jesús respondió:

— Madre, es hora de que Karol venga a descansar con nosotros.

— ¿Tan pronto? Pero si él quiere sufrir unos años más por la conversión de los pecadores —dijo la Reina del cielo, con voz más dulce que la miel—. Pero dime lo que piensas, haré lo que quieras Tú.

Jesús dudó primero, y luego sonrió. Era su madre quien se lo pedía…

— Bien. Será herido, porque así lo han querido los hombres, pero no permitamos que muera. 

La Virgen descendió como un rayo, dejando una estela aromática en el ambiente, y abrazó al Papa con ternura. Las tinieblas se dispersaron como una jauría de lobos despavoridos. Entonces, mientras Santa María sostenía a su hijo, con su finísimo dedo tocó la parte de atrás de la bala. Lo suficiente como para desviar su curso y evitar que dañara algún órgano vital. 

El tiempo recuperó su ritmo natural, la Virgen dejó al Papa en brazos del monseñor que lo acompañaba y se volvió a elevar hasta ponerse junto a su Hijo y los pastorcitos. Jesús comentó, con una mano en la barbilla: “Una mano maternal guio la trayectoria del proyectil y el Papa agonizante se detuvo en el umbral de la muerte”. 

— ¿Entonces el Papa se salvó? —Preguntó la niña en ucraniano. Eran las primeras palabras que Arantxa le oía. 

— Sí. La bala lo atravesó, pero quedó en el suelo del jeep sin haberle matado. De hecho el Papa la regaló al santuario unos años después y aquí decidieron ponerla en la corona de la Virgen. Fíjate bien, la verás si te acercas. 

La niña se levantó de su asiento con su muñeca. Con paso tembloroso recorrió la distancia que la separaba hasta Nuestra Señora. Arantxa y la abuelita la siguieron con la mirada desde sus asientos. La niña levantó su manita para tocar el cristal. El guardia de seguridad que estaba ahí la dejó hacer, quizá porque se compadeció al ver a una niña que lloraba como lloran las ancianas, y además porque la niña miraba a la Virgen con una intensidad más propia de una hipnotizada. Después de unos minutos de misteriosa conexión, de pronto, Anita se enfadó y gritó a Nuestra Señora: 

— Егоїст! (¡Egoísta!)

El guardia y las señoras se sobresaltaron. Ana se inclinó sobre su muñequita y extrajo una fotografía del bolsillo frontal que tenía en el vestido azul-amarillo. La extendió sobre la palma de la mano para alisarla, la besó tres veces y la dejó en medio de las flores más cercanas a los pies de la Virgen. Luego volvió a su asiento, ensimismada, y con un movimiento inesperado ofreció su muñeca a Arantxa. Ella no entendió nada, pero la aceptó.

— ¿Qué te dijo la Virgen? —Preguntó la abuela en su idioma, intuyendo algo.

— Que mi padre está descansando con Ella. ¡Ahora la Virgen lo tiene para ella sola, es una egoísta! También está ahí Juan Pablo II, que me quiso hacer la señal de la cruz en la frente, pero yo le dije que no, porque le podría doler el dedo. Por eso dejé la foto de papá entre las flores, para que la Virgen no se olvide de darle besos de mi parte —Parecía querer llorar, pero no tenía más lágrimas para eso; en cambio, se acercó a Arantxa y frente a ella los labios le temblaron.

— Dime, no tengas vergüenza… —le imploró.

Un inquietante temblor recorría todas las facciones de la niña, como si deliberara sobre cómo decir algo importante. De pronto, saltó de cabeza al regazo de Arantxa y allí se quedó durante la siguiente media hora, abandonada y recogida, repitiendo muchas veces una palabra desgarrada que, con el tiempo, sería cada día más suave: 

— Mamá.

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