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Con Darth Vader en el tren

Tenemos experiencia de que la dinámica "pasión, muerte y resurrección" tiene un cierto paralelo con nuestra vida cotidiana. En este relato, el autor replica ese itinerario en un episodio de la vida de don Giorgio, aunque con un simpático toque de humor.

Juan Ignacio Izquierdo Hübner·25 de abril de 2022·Tiempo de lectura: 5 minutos
Darth vader

Era domingo, caía la noche y don Giorgio viajaba a casa de su madre para pasar la Pasquetta con ella. Había celebrado tres Misas largas y anhelaba reencontrarse con su almohada. La deseaba no tanto por la marca que tenía bordada en la funda, ‘Michelangelo’, como por lo mullido del relleno, pues sospechaba que la elección del personaje (su madre se la había regalado) podría estar aludiendo al artista en el mejor de los casos, o a una de las Tortugas Ninja, con quien el sacerdote comparte ciertas similitudes físicas no reconocidas por él (buen estado físico, hasta aquí perfecto, pero también calvicie y baja estatura).

Subió al tren interurbano Roma-Viterbo, encontró por milagro un asiento libre por el lado del pasillo y se derrumbó contra el respaldo de plástico verde. El vagón olía a pan, sudor y tabaco. Se quitó el alzacuellos, estiró un poco las piernas en el espacio que le dejaban las tres señoras que lo rodeaban con sus paquetes, una a su lado y las otras dos en frente, y engañó a su sentido del deber sacando el Evangelio del maletín. Como era previsible, no pudo leer más que una línea: el sueño se le subía a la cabeza como la espuma, los párpados tendían a juntarse, sus pies se entumecían y la cabeza se le caía adelante y atrás como a un guitarrista de rock and roll

El sacerdote estaba alcanzando una paz relativa: el aroma a focaccia que ascendía bailando desde el paquete de la señora del lado lo aturdía, lo transportaba a su infancia; digamos que funcionaba como la vara de Moisés con la roca del Horeb, le hacía agua la boca.

Pero la vida es difícil. En la siguiente estación, una pandilla de 5 o 6 adolescentes vestidos de raperos, un atuendo más llamativo que el clergyman que el sacerdote llevaba debajo del forro polar, irrumpió en el vagón con una vulgaridad que hería la noche. Venían agitados, hedían a amaro o ron, jugaban a golpes y reían con estridencia. Don Giorgio los miró de reojo y al ver que extraían unas botellas de las mochilas para brindar, se preguntó si el clink-clink de los vidrios entrechocándose podría ser equivalente al sonido de las campanas de Satán. Inmediatamente se corrigió y formuló un juicio más benévolo: «Es solo un grupo de niños que desconoce la amistad, cuánto me gustaría poder enseñárselas…». 

Tuvo, en todo caso, un mal presentimiento: midió las fuerzas de los muchachos, las comparó con las que le quedaban a él y guardó el Evangelio para adoptar la arcana estrategia de hacerse el dormido.

Los chicos conquistaron el espacio central del vagón y los pasajeros toleraron su arrogancia alejándose y subiendo el volumen de los auriculares. El líder de la pandilla, un joven alto vestido con una sudadera blanca de talla más apropiada para una toga, gafas de sol y que se peinaba el flequillo de su melena rubia con la mano como en un tic nervioso, de pronto, levantó el brazo y señaló a don Giorgio con su dedo índice, en una postura similar a la de Jesús en el cuadro “Vocazione di san Matteo”, de Caravaggio, solo que esta elección parecía tener el significado contrario. Luego, el melenas bajó el dedo, esbozó una sonrisa cruel y conspiró con sus compinches. El sacerdote se empezó a preocupar, pues todavía le quedaban unas cuantas estaciones para llegar a su destino.

Los chicos parecieron decidirse. Fruncieron las cejas, se cuadraron y avanzaron con paso militar hacia el asiento del sacerdote mientras canturreaban, emulando con los labios el sonido de trombones y trompetas que interpretaban la marcha imperial de Star Wars“Tan, tan, tan, ¡tan-ta-tan!, ¡tan-ta-tan!; tin, tin, tin, ¡tín-ti-tin!, ¡tin-ti-tín! …”. Don Giorgio quedó situado en medio del espectáculo, no tenía ganas de pelear y se mantuvo en su estrategia de fingir el sueño. Los jóvenes, por su parte, percibieron algunas sonrisas cómplices entre los pasajeros, quienes al oír las campanas de la diversión habían reconectado con el presente. 

Los muchachos marchaban de un lado a otro por el pasillo, aumentando la intensidad de la provocación para conseguir su objetivo: subieron el volumen del canto, dejaron caer algunos insultos y zapatearon el suelo. Hasta que uno, desvergonzado o ingenuo, se atrevió a más y zarandeó el hombro de don Giorgio. La situación se volvió insostenible y el sacerdote abrió los ojos. Se imaginó a sí mismo como a un dragón que es perturbado en el corazón de la montaña donde custodia el tesoro; sin embargo los chavales solo vieron a un sacerdote cansado, bajo, aunque en buena forma física, de cabeza redonda y ojos celestes, de una edad similar a la de sus padres. Uno comentó que parecía un pingüino extraviado y rieron.

El ragazzo jefe apuró con un trago lo que quedaba en su botella y se enfrentó al párroco:

— Levántate.

El tren estaba frenando y don Giorgio se levantó… no para aceptar el duelo, sino para explicar, con su mejor sonrisa, que, “¡vaya coincidencia!”, debía bajar del tren. El joven alto, sin embargo, le cerró el paso. Don Giorgio se volteó hacia el otro lado del pasillo y se encontró con los demás pandilleros que también le sacaban pecho. 

— ¿Qué haces a estas horas por aquí?, ¿y de negro?… ¡eh!, ¿acaso te disfrazaste de Darth Vader? —rugió el líder mientras peinaba su melena con los dedos e inclinaba la cabeza hacia atrás, como haciendo gárgaras para celebrar su ingenio. Los demás de la pandilla lo acompañaron con estrépito de hienas alienadas.

Don Giorgio se sentía en su propio Vía Crucis. “Pero Cristo resucitó —se dijo—, y yo lo debo representar también en esa versión…”. De pronto, se le iluminó la bombilla. Se cubrió la boca con una mano y se puso a respirar con dificultad, como si llevara un tanque de oxígeno. Los jóvenes no se inmutaron, pero la gente del vagón se sintió incómoda. Entonces don Giorgio levantó la mirada y, entre inhalaciones y exhalaciones carraspeadas, intentó hablar: 

— Ghh, uhh, ghh, uhh.

— ¿Qué te pasa? —preguntó el chaval con un ligero quiebre de temor.

— Ghh, uhh, ghh, uhh.

— ¡Qué pasa!

— Yo —ghh— soy-tu-padre.

Las puertas se cerraron. Por dos o tres segundos el silencio llenó cada espacio del vagón; esos instantes que todo comediante ha sufrido en el intervalo que media entre la broma y el juicio del público. 

Sonó un aplauso austero por parte de la señora que custodiaba la focaccia, rompiendo el hielo. Las demás señoras que rodeaban a don Giorgio siguieron su ejemplo. Otros pasajeros se quitaron los auriculares y buscaron los ojos de los jóvenes para reprocharles su exceso… El ambiente se había endurecido, pero esa densidad se comenzó a derretir con las risas de los pasajeros de atrás, que ya comentaban la ingeniosa estratagema del sacerdote. Los jóvenes, al ver que el público los traicionaba y que el hechizo de la intimidación se había roto, perdieron su seguridad y se amontonaron junto a la puerta con los brazos cruzados y la cabeza gacha, rumiando su fracaso. Se bajaron en la estación siguiente, empujándose y culpándose unos a otros. 

El sacerdote volvió a su asiento y pidió permiso a la señora situada junto a la ventana para mirar el andén a través del vidrio. Vio al león ofuscado, rabiando como un pequeño tirano y rezó por él. El tren avanzaba otra vez, pero don Giorgio seguía atento… En el último momento, tres muchachos de la pandilla volvieron la cabeza, encontraron a don Giorgio y, cautelosamente, le sonrieron. Bien. Quizá los encontraría otro día, y entonces los invitaría a conversar un poco. El primer tema sería la amistad, ¡qué falta les hace!

— ¿Quiere un poco de focaccia? —preguntó la mujer, que se había dado cuenta del efecto que producía su aroma en el sacerdote.

— Sí, gracias —Miró sigilosamente las opciones que había dentro de la bolsa y añadió, con picardía—, me encanta la que tiene aceitunas. Pero coma usted también y así me acompaña.

Ella se alegró y le hizo caso. Don Giorgio tomó el pan, lo apretó ligeramente con los dedos para sentir su frescor y lo saboreó, soñando, optimista, con el futuro de esos muchachos, y con el merecido descanso que disfrutaría con su madre al día siguiente.

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