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El sacerdote y la Eucaristía (y III)

Como anuncié al comienzo de estos artículos para PALABRA sobre “El sacerdote y la Eucaristía”, me he referido sucesivamente a la Eucaristía como lugar donde el sacerdote se ofrece a Dios y se configura con Cristo, y a la santificación como finalidad de la Eucaristía. En esta ocasión me centraré en las disposiciones para participar en ella.

Cardenal Robert Sarah·20 de enero de 2017·Tiempo de lectura: 6 minutos

¿Cómo celebrar fructuosamente la Eucaristía?
Concretamente: en lo que se refiere al sacerdote y a los fieles, ¿cuáles son las disposiciones sacerdotales y espirituales requeridas para celebrar y participar fructuosamente en la Eucaristía? La Epístola a los Filipenses recuerda el carácter irreprochable y puro que define la identidad cristiana. San Pablo exhorta a los filipenses diciéndoles: “Cualquier cosas que hagáis… así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo… Y si mi sangre se ha de derramar, rociando el sacrificio litúrgico que es vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría; por vuestra parte estad alegres y alegraos conmigo” (Fil 2, 14-18). Pablo no pide a la comunidad de Filipos que se alegre por los sufrimientos que soporta, ni ante la posibilidad de sufrir una muerte violenta, como si para el Apóstol se tratase de algo bueno; les pide que se alegren en la medida en que sus sufrimientos y todas las pruebas de la vida son signo de su oblación real en el Amor del Señor y por Amor a Él. El sacerdote debe aceptar con alegría los sufrimientos y las pruebas sufridas en nombre de la fe en Jesús, y ha de estar dispuesto a llegar hasta la entrega de su vida por el rebaño, en unión con Cristo, que ha dado su vida por nuestra salvación.

La gracia sacerdotal suscita, en efecto, la caridad pastoral del sacerdote. Ciertamente el sacerdote celebra válidamente la Eucaristía por virtud del Orden, del carácter que ha recibido el día de su ordenación presbiteral y que permanece –a causa de la indefectible fidelidad de Cristo a su Iglesia– cualquiera que sea su situación espiritual o el peso de sus pecados personales. Pero repito: la fecundidad de sus celebraciones eucarísticas se verá gravemente obstaculizada si su situación espiritual es mala. El escándalo del sacerdote puede dañar mucho al Pueblo de Dios, y se vería gravemente entorpecida la santificación personal y la de los fieles, que es su finalidad.

Sacramento del Orden y santidad de vida
Pero no podemos separar esta finalidad santificante y el sacramento del Orden. El sacerdote debe buscar ardientemente y debe esforzarse por llevar una vida santa. Tiene que procurar con constancia llegar a ser Ipse Christus, conocer la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es nuestra santificación (cfr. 1 Tes 4, 3). Ha de tener una gran veneración al Sacramento del Orden, y recordar que el sacerdocio es un Sacramento: comunica la gracia santificante a quien tiene el privilegio de ser ordenado sacerdote. Como decía con fuerza el Papa Francisco dirigiéndose a los sacerdotes y religiosos de Kenia, “la Iglesia no es una empresa, no es una ONG, la Iglesia es un misterio, es el misterio de la mirada de Jesús sobre cada uno, que le dice: ‘Vení’. Queda claro, el que llama es Jesús. Se entra por la puerta, no por la ventana, y se sigue el camino de Jesús” (26-XI-2015).

Además, el sacramento del Orden aumenta la gracia bautismal, haciendo que crezcan en el sacerdote el Amor a Dios y la caridad pastoral, a imitación de Jesucristo, el Buen Pastor. San Juan Pablo II ha desarrollado esta caridad pastoral de modo claro y admirable en la Exhortación Apostólica post-sinodal “Pastores Dabo Vobis”, apoyándose en la primera Carta de San Pedro: “Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una ‘potestad espiritual’, que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia.

Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral… La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss; Mc 10, 43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de ‘tiranizar’ la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los ‘ancianos’ de la comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser ‘modelo’ de la grey del Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral” (Pastores dabo vobis, 21).

Entrega desinteresada
Como Buenos Pastores, dice Pedro, los “ancianos” (presbyteroi) deben mantener la cohesión y la comunión fraterna del rebaño, así como garantizarle seguridad y el necesario alimento. Las dificultades de la tarea podrían conducir al desánimo o al desaliento. Hay que volver siempre a adoptar la resolución de servir de manera entregada y desinteresada. “Todo el que se dejó elegir por Jesús es para servir, para servir al pueblo de Dios, para servir a los más pobres, a los más descartados, a los más humildes, para servir a los niños y a los ancianos, para servir también a la gente que no es consciente de la soberbia y del pecado que lleva dentro, para servir a Jesús. Dejarse elegir por Jesús es dejarse elegir para servir, no para hacerse servir” (Francisco, 26-XI-2015).

Por eso, a ejemplo del “Pastor Supremo”, Cristo mismo, que ha lavado los pies a sus discípulos (Jn 13, 15-17), los “ancianos” –es decir, los sacerdotes– deben evitar todo espíritu de codicia y de dominación (Mt 20, 25-28) y ponerse con sencillez y dedicación, en cambio, al servicio de la comunidad que les ha sido confiada, “convirtiéndoos en modelos del rebaño” (1 Pe 5, 3). Así recibirán la recompensa de quien es el Único Pastor de la comunidad cristiana. Por tanto, necesitamos intentar conformarnos con Cristo, el Pastor Supremo. Nuestra configuración con Cristo nos permitirá actuar sacramentalmente en nombre de Cristo, Cabeza y Pastor. “Pedro llama a Jesús el ‘supremo Pastor’ (1 Pe 5, 4), porque su obra y misión continúan en la Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn 21, 15-17) y sus sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a través de los presbíteros. En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, buen Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral” (Pastores dabo vobis, 22).

Preparación para la celebración
Para concluir, querría compartir una convicción que me parece esencial: siendo la Eucaristía tan vital para todo cristiano, y particularmente para todo sacerdote, es importante que nos preparemos bien antes de cada celebración eucarística, en el silencio y la adoración. En nuestra preparación debemos implicar a toda la comunidad cristiana.

Y cuando el sacerdote preside la celebración eucarística, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y debe hacer sentir a los fieles la presencia vida de Cristo con su manera de comportarse y de pronunciar la palabra divina. Debe tomar a los fieles de la mano e introducirlos en la experiencia concreta del rito; conducirlos al encuentro con Cristo a través de los gestos y las oraciones. No podemos olvidar que la liturgia, “al ser acción de Cristo, impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura” (Francisco, 18-II-014). De ahí que el sacerdote, ejerciendo la tarea de mistagogo –pues la catequesis litúrgica tiene como objetivo introducir a los fieles en el misterio de Cristo e iniciarlos en las riquezas que en cada cristiano significan y realizan los sacramentos–, no habla en su propio nombre, sino que se hace eco de las palabras de Cristo y de la Iglesia.

Un gran estupor y admiración “ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: ‘Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros’. El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia, 5).

Tomémonos tiempo para prepararnos, antes y después de cada celebración eucarística, y concedámonos unos instantes preciosos para dar gracias y adorar. Como recordaba el Papa Francisco, a vivir la Santa Misa “nos ayuda, nos introduce, estar en adoración delante del Señor eucarístico en el sagrario y recibir el sacramento de la reconciliación” (30-V-2013). En realidad la Adoración eucarística es la contemplación del Rostro radiante de Cristo resucitado, y a través del Resucitado podemos contemplar la belleza de la Trinidad y la dulzura divina presente en medio de nosotros. Que haya un tiempo de silencio y de oración intensa antes y después de cada celebración eucarística, para conversar con Cristo. Y al reclinarnos sobre el pecho de Jesús, como el discípulo que Él amaba, experimentaremos la profundidad de su corazón (cf. Jn 13, 25). Entonces cantaremos con el salmista: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre… Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él” (Ps 34, 4.6.9).

El autorCardenal Robert Sarah

Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos desde 2014 hasta el 2021

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