Cultura

Charles Péguy o el mandamiento de la esperanza

Se cumple este año el 150 aniversario del nacimiento del pensador y, sobre todo, poeta Charles Péguy que, con sus macropoemas, revolucionó el lenguaje poético moderno sobre la base de una poesía repetitiva, cargada de imágenes, de honda significación teológica y atenta a los misterios de la ternura del corazón de Dios. 

Carmelo Guillén·24 de octubre de 2023·Tiempo de lectura: 5 minutos
peguy

Como un san Pablo tras su conversión al cristianismo, Charles Péguy fue un hombre sospechoso tanto para el bando socialista como para la Iglesia católica en Francia de su época, quienes, a pesar de las diferencias en uno u otro caso, supieron ver en él a un excelente poeta y pensador. 

El Nobel de Literatura Romain Rolland, por ejemplo, asevera tras la lectura de algunas de sus obras: “Después de Péguy no acierto a leer otra cosa. ¡Cómo suenan a vacío los más grandes de hoy comparados con él! Espiritualmente estoy en el polo opuesto, pero lo admiro sin reservas”, y el novelista Alain-Fournier lo encomia así: “Es sencillamente maravilloso […]. Sé lo que digo al afirmar que, después de Dostoyevski, no ha habido hombre de Dios tan brillante”. 

Y es que su arrolladora personalidad llevó al prestigioso teólogo católico Hans Urs von Balthasar a incluirlo en el volumen 3,“Estilos laicales”, de su magna obra Gloria, junto a Dante, san Juan de la Cruz, Pascal o Hopkins entre otros, teniéndolo como uno de los máximos exponentes de la estética teológica de todos los tiempos: “La estética y la ética”, –explica–, “son para Péguy idénticas en el fondo, y lo son en virtud de la encarnación de Dios en Cristo: lo espiritual debe hacerse carne, lo invisible debe mostrarse en la forma”. De esta manera, el propio Péguy había escrito: “Lo sobrenatural es a la vez carnal / Y el árbol de la gracia enraíza en lo hondo / Y penetra en el suelo y escudriña hasta el fondo. Y el árbol de la raza es también eternal. / / Y la eternidad misma está en lo temporal […] / Y el tiempo mismo es un tiempo intemporal”.

Los “misterios” de Péguy

 Como poeta se le conoce principalmente por sus “misterios”: El misterio de la caridad de Juana de Arco (reelaboración de otra obra anterior), El pórtico del misterio de la segunda virtud y El misterio de los santos inocentes, que constituyen en sí mismos un solo texto y que, de hecho, en España, se han publicado en un único volumen. Los tres deberían ser la primera incursión en su obra. Según Javier del Prado Biezma, estudioso de Péguy, estos poemarios se asientan en la esencialidad del hombre occidental. 

En sentido genérico, cualquier “misterio” tiene su referencia más viva en la Edad Media y es un tipo de drama religioso que se representaba en los tres pórticos de las catedrales medievales, llevando a escena pasajes de las Sagradas Escrituras, fundamentalmente en torno a la figura de Jesucristo, de la Virgen o de los santos, pero también asuntos teológicos encarnados en elementos abstractos. En el caso de estas piezas de Péguy, el pórtico principal lo ocupa la virtud teologal de la esperanza, y los laterales la fe y la caridad respectivamente. (En España tenemos dos muestras de este subgénero dramático en el (fragmento del) Auto de los Reyes Magos (s. XII) y en el Misterio de Elche, que aún se sigue representando). 

Caleidoscopio perspectivista 

Cuando se empiezan a leer los “misterios”, se descubre que su autor vuelve constantemente sobre los mismos motivos, repite las mismas palabras, como si nos encontrásemos con una tuerca pasada de rosca que no permite avanzar en su recorrido, de ahí que esta incursión literaria requiera por parte del lector cierta pericia y complicidad para llevar a cabo su lectura hasta el final. Es un aviso para quien la quiera acometer. Por otra parte, Péguy revive versos de un misterio en cualquiera de los otros dos, Así, partiendo de tres personajes: Jeannette, Hauviette y Madame Gervaise (esta última encarna al mismísimo Dios), que llevan las voces proféticas en los tres “misterios”, se permite desarrollar todo su pensamiento teológico-poético con el deseo de orientar la vida del hombre a que fomente la virtud de la esperanza. Para ello parte de la idea de que las tres virtudes son criaturas de Dios: “La Fe es una Esposa fiel. / La Caridad es una madre […] o una hermana mayor que es como una madre […]” y “la Esperanza es una niñita de nada”. Con esa apoyatura, Péguy hace uso de textos catequéticos del tipo pregunta-respuesta: “El sacerdote ministro de Dios dice: / ¿Cuáles son las virtudes teologales? / El niño responde:/ Las tres virtudes teologales son la Fe, la Esperanza y la Caridad. -¿Por qué se llaman virtudes teologales la Fe, la Esperanza y la Caridad?- La Fe, la Esperanza y la Caridad se llaman virtudes teologales porque se refieren directamente a Dios”; a la vez, incorpora literalmente pasajes de los Evangelios o del Antiguo Testamento, u oraciones de la piedad popular o frases en latín. Todo un pastiche, si se me permite hablar así, con el que crea un caleidoscopio perspectivista, rasgo fundamental de su estilo literario, algo que, con el paso del tiempo, se podrá ver también en otros poetas, como es el caso de T. S. Eliot, autor de La tierra baldía.

La esperanza cristiana

En la construcción del edificio catedralicio de las virtudes, la esperanza tira de sus hermanas mayores, de ahí que ocupe el espacio central y se perciba como un símbolo del futuro: “Qué haría uno, que sería uno, Dios mío, sin los niños. Qué vendría uno a ser”, escribe Péguy. Y continúa: “Y sus dos hermanas mayores saben bien que sin ella no serían sino servidoras de un día”. Características de esta virtud son: (1) Es la preferida de Dios: “La fe que más me gusta, dice Dios, es la esperanza”; de hecho, se pregunta Péguy: ¿por qué hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por cien justos? Y se responde: porque Dios ve cumplida su esperanza; la suya se adelanta antes que la tengamos nosotros. (2) Esta segunda virtud se renueva constantemente al ser más briosa que cualquier experiencia negativa, hasta el punto de que le sorprende al mismo Dios. (3) Es la que el Creador aprecia más en los seres humanos, siendo la más difícil de practicar, “la única difícil […]. Para esperar, hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido, recibido una gran gracia”. (4) Para asimilarla y darle su importancia, hay que mirar a los niños, que son “el mandamiento mismo de la esperanza”. Por último, (5) no tiene una intención ni contenidos propios: ella es más bien un estilo y un método, que coinciden con el de la infancia, donde el instante se vive en plenitud. 

Abarcar la poesía de Péguy

Cuando se cala en el desarrollo de estas consideraciones, se descubre la vigencia y hondura de la poesía de Péguy; una poesía atemporal que entrelaza la virtud de la esperanza no solo con las otras dos sino con los conceptos de gracia y naturaleza, con el sentido del pecado, con la figura de Jesucristo, con la de la Virgen María: “Literalmente”, –escribe–, “la primera después de Dios. Después del Creador […]. / La que se encuentra descendiendo, no bien se desciende de Dios, / En la celeste jerarquía, con la de su esposo san José, con la del resto de los santos y, cómo no, con la del hombre terreno y pecador, al que Dios espera: “Dios, que es todo, ha tenido algo que esperar, de él, de ese pecador. De esa nada. De nosotros”. Una poesía que no se acaba de descubrir nunca del todo y que apunta siempre a la interrelación de lo humano y lo divino, a “que lo eterno no carezca de lo temporal”, para lo cual: “Como los fieles se pasan de mano en mano el agua bendita, / Así nos debemos pasar los fieles de corazón en corazón la palabra de Dios. / Nos debemos pasar de mano en mano, de corazón en corazón la divina / Esperanza”.

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