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La vida nueva en Cristo. Prefacios Pascuales (II)

El Prefacio constituye la primera parte de la Plegaria Eucarística. Con ocasión de la Pascua de Resurrección, se explican en tres artículos los cinco prefacios pascuales. Tras el primer texto introductorio y sobre el primer Prefacio, hoy se abordan el segundo y el tercer Prefacio de Pascua: la vida divina en nosotros por la gracia, y la mediación de Cristo.

Giovanni Zaccaria·15 de abril de 2023·Tiempo de lectura: 4 minutos
vigilia pascual

El título del segundo prefacio pascual (De vita nova in Christo) dirige nuestra mirada a los efectos de la Pascua de Cristo en la vida de los creyentes. En efecto, por el sacrificio de Cristo en la cruz, los hijos de la luz nacen a la vida eterna y se abren a los creyentes las puertas del reino de los cielos. 

La expresión hijos de la luz hace referencia a Lc 16, 8, pero sobre todo a Jn 12, 36: “Mientras tengáis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz”, e indica a los que creen en la divinidad de Cristo. De hecho, el pasaje de Juan citado trata de la revelación última dada por la voz del Padre desde el cielo (“Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: ‘¡Yo lo he glorificado y lo glorificaré otra vez!’” (Jn 12, 28) y la ofrecida por el Misterio pascual (“Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32): Cristo es la luz del mundo porque es el Hijo unigénito del Padre, como revelan la voz del cielo y la Cruz; sólo creyendo en Él se llega a ser hijo de la luz y nace un mundo nuevo, caracterizado por la vida eterna. 

La expresión “vida eterna” no designa en primer lugar la vida después de la muerte, sino la vida nueva en Cristo: sólo Dios es eterno y, por tanto, sólo la vida de Dios es eterna; en este sentido, “vida eterna” es sinónimo de vida de Dios. En efecto, la fe en Cristo crucificado y resucitado y la vida sacramental permiten a Dios habitar en el creyente; de este modo se manifiesta la vida de la gracia, que no es otra cosa que la vida divina en nosotros. Se comprende así lo que quiere decir Jesús cuando afirma: “El que cree tiene vida eterna (…) El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6, 47-54): es el amanecer de un mundo nuevo, como subraya el verbo oriuntur, que se refiere precisamente al comienzo de un nuevo día.

Además, las puertas del paraíso, que se habían cerrado como consecuencia del pecado original (Gn 3, 23-24), se han vuelto a abrir gracias a la muerte y resurrección de Cristo: la comunión con Dios vuelve a ser posible y el plan original de salvación vuelve a estar al alcance de todos. Sin embargo, el prefacio subraya que esto es posible para los fieles (fidelibus): gracias al Bautismo estamos inmersos en la muerte y resurrección de Cristo y, por tanto, podemos entrar en comunión con Él y disfrutar de la vida eterna que Dios nos comunica.

Por último, el prefacio cita la doctrina paulina de la muerte de Cristo como causa de nuestra redención y su resurrección como causa de la nuestra. Es lo que expone San Pablo en Rom 5, 10-17 y 2 Cor 5, 14-15: “Porque el amor de Cristo nos posee; y sabemos que uno murió por todos, por eso murieron todos. Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.

Tercer Prefacio: mediación continua de Cristo

El tercer prefacio se centra en la mediación continua de Cristo, efecto de su resurrección. De hecho, el título (De Christo vivente et semper interpellante pro nobis) cita Heb 7, 25: “Por tanto, puede salvar perfectamente a los que por él se acercan a Dios, pues siempre está vivo para interceder por ellos”. Esta es la condición propia de Cristo, que en virtud de la resurrección en primer lugar ya no puede morir, la muerte ya no tiene poder sobre él (Rm 6, 9); él es el Viviente, el que vive para siempre, según la visión del Apocalipsis: “Yo soy el Primero y el Último, y el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre”. 

Sin embargo, esta condición suya no le aleja de nosotros, como podría parecer, ya que nos caracterizamos precisamente por la finitud. Su vida eterna es, de hecho, una vida constantemente entregada por nosotros, sus hermanos: él es el Cordero sacrificado por nuestra salvación. Inmolado ciertamente de una vez para siempre, pero que, al mismo tiempo, intercede continuamente por nosotros. 

En efecto, sentado a la derecha del Padre, no ha renunciado a su papel de mediador: el sacerdocio de Cristo es un sacerdocio eterno y Él es el único mediador de la alianza nueva y eterna. Esta es una de las características más significativas del sacerdocio de Cristo: mientras que en el Antiguo Testamento víctima y sacerdote eran necesariamente distintos, en la Nueva Alianza coinciden. 

Sacerdocio eterno de Cristo 

En efecto, Cristo es sacerdote no en la línea hereditaria del sacerdocio de Aarón, sino “según el orden de Melquisedec” (Hb 5, 4-6). Precisamente porque es de origen divino, este sacerdocio es único y eterno; en efecto, realiza perfecta y definitivamente con su propio sacrificio la mediación que sólo estaba prefigurada en los antiguos sacrificios. Por tanto, a partir del Misterio pascual, no hay más que un sacerdote, una víctima y un sacrificio.

Aquí se comprende también la otra expresión que encontramos en este prefacio: semper vivit occisus, que se refiere también al Apocalipsis, donde se presenta al Cordero inmolado pero al mismo tiempo erguido: es la condición aparentemente paradójica de Cristo muerto y resucitado, que vive en la eternidad.

San Pedro Crisólogo, comentando Rom 12, 1, a propósito del sacrificio que debe llegar a ser cada creyente, dice: “Hermanos, este sacrificio desciende del modelo de Cristo, que inmoló vitalmente su propio cuerpo por la vida del mundo. Y verdaderamente hizo de su propio cuerpo una víctima viva El que, habiendo sido inmolado, vive”.

El autorGiovanni Zaccaria

Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

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