Evangelio

La libertad humana. Domingo VII de Pascua (B)

Joseph Evans comenta las lecturas del domingo VII de Pascua.

Joseph Evans·9 de mayo de 2024·Tiempo de lectura: 2 minutos

La Iglesia siempre tendrá que enfrentarse a la hostilidad del mundo y a la infidelidad de algunos de sus miembros. Son realidades duras, pero tenemos que afrontarlas, y Jesús nos advierte de ellas en el Evangelio de hoy. Recordando la traición de Judas, Jesús reza por la fidelidad de los futuros discípulos, pero no nos oculta lo que llama el “odio” del mundo. “Yo les he dado tu palabra”, ruega al Padre, “y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. 

La primera lectura trata temas similares. Después de la Resurrección, Pedro, como primer Papa, ve la necesidad de completar el número de los Doce tras la traición y el suicidio de Judas. Esto estaba predicho en las Escrituras, dice, al igual que Jesús en el Evangelio, aunque deja claro que esto no excusa a Judas. No fue un instrumento ciego del destino. Actuó libremente. “Ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura”. Judas pudo haber sido un hijo de Dios. Se hizo a sí mismo un hijo de perdición, un condenado al infierno. Así pues, que Dios conozca de antemano el pecado humano no significa que lo provoque o nos obligue a cometerlo. Los padres lo entienden perfectamente: conociendo tan bien a sus hijos, pueden adivinar cómo reaccionarán en determinadas circunstancias. Pero no les obligan a hacerlo. La única diferencia entre nosotros y Dios es que, mientras que nosotros sólo podemos adivinar, Él sabe.

Así pues, Cristo, como Dios, prevé la resistencia del mundo y las defecciones dentro de la Iglesia. Esta es la triste historia de la humanidad. Triste pero no trágica. En primer lugar, porque los seres humanos siguen ejerciendo la libertad. No se trata de un destino pagano en el que estamos condenados de antemano. Nuestras acciones deciden nuestro destino. Luego, porque, en última instancia, si queremos, pertenecemos a Dios: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. Y en tercer lugar, porque Cristo nos ha dado el don de la verdad: “Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”. Cristo no pide a su Padre que aleje a sus discípulos del mundo -más bien nos ha enviado a él-, sino sólo que “los guarde del maligno”. Sí, la hostilidad de fuera y las deserciones de dentro, pero también las realidades mayores de nuestra libertad, nuestra pertenencia a Dios y su protección, y el don de la verdad. Por eso, a pesar de todo, Jesús puede rezar por sus discípulos para que “tengan en sí mismos mi alegría cumplida”.

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