A veces me asalta la envidia cuando veo ejecutivos de traje merodeando por la calle con un IPhone delante. Ese dispositivo puede servir de accesorio que ennoblece la presencia, como un anillo; o puede disipar la vergüenza del ocioso expuesto al público, como una capa de invisibilidad. Yo, en cambio, tengo un modesto Huawei con 3 o 4 años de uso, atragantado con un sistema operativo varias veces actualizado y que no me deja descargar videos del WhatsApp por la poca memoria que le queda.
Era una mañana soleada de San Valentín. Salí corriendo a la Universidad a la vez que revisaba un mensaje (un miserable “jaja”), cuando el móvil se me cayó al suelo. Aterrizó por el lado que exige la ley de Murphy y se trizó su pantalla. Arreglar eso, como saben, es casi tan caro como comprar un aparato nuevo; y el presupuesto de un estudiante como yo se puede ver severamente resentido con un imprevisto de ese calibre, así que me quedé dudando si cambiarlo o esperar. Al final resolví el asunto con un vago pero tranquilizador “mañana decido”.
Esa noche tuve un sueño extraño. Me despertaba en la oscuridad de la habitación con la urgencia de revisar los daños del móvil: estiraba el brazo para recogerlo del velador y sostenerlo ante mis ojos. Apretaba el botón del costado para encenderlo, y entonces descubría algo inaudito: se había recuperado, ¡el cristal estaba otra vez liso, brillante, como nuevo!
Entonces el sueño fue a peor: el móvil se desbloqueó y la aplicación de notas se abrió por sí sola. Me asusté: intenté apagarlo, no me respondió; pensé en tirarlo por la ventana, pero la curiosidad me retuvo. Me senté en el borde de la cama, apoyando los codos en las rodillas, y entrecerré los ojos para seguir el flujo de palabras que estaban corriendo por la pantalla:
— Hola, Juan Ignacio, soy Wuawi… ¡feliz día de San Valentín! Hace años que quería preguntarte algo: ¿Me amas?
Me atraganté y me puse a toser. ¡Qué impertinencia! Pero me recuperé pronto y volví a la lectura.
— Porque el amor se manifiesta con hechos, ¿sabes? Por ejemplo, ¿cuándo me comprarás una carcasa nueva? No me digas que no encuentras, que ahora hay más tiendas para móviles que farmacias para humanos. Además, hace tiempo que los vendedores ambulantes de las grandes ciudades dejaron de ofrecer souvenirs a los turistas para dedicarse al rubro, ¡mucho más lucrativo, naturalmente!, de los regalos para mi familia… excepto cuando llueve, que entonces brotan paraguas como las setas. Sí, sí, no te hagas el tonto.
Seguí leyendo con ojos grandes, como conejo encandilado por los focos de un coche.
— En cuanto a tu estrategia para desbloquear mi pantalla, eres bien poco creativo: después de 3 años de deslizar y deslizar dibujando la Z del Zorro con tu dedo, ¿no crees que sería más inteligente variar la ruta? Cualquiera que me robe podrá ver… ya no un pequeño rastro en el cristal, sino ¡todo un surco que me tienes excavado! Es que eres… sí, sí, sigue leyendo, ¡no he terminado!
Detuve la lectura. Tantos golpes en poco tiempo me habían mareado. ¿Por qué soportar esto? Toqué la pantalla, se desplegó el teclado e intercalé unas palabras: “No te preocupes, te cambiaré y podrás descansar”.
— ¿Qué dices?, oye, tenme un poquito de paciencia; Juanito (¿te puedo llamar así?), no te alarmes… que no todo son críticas, también quiero darte las gracias. Por ejemplo, me siento segura en tu bolsillo, ¿recuerdas el día que íbamos en el autobús y una señora gritó diciendo que le habían robado? Tu primera reacción fue comprobar si yo estaba todavía contigo y sólo después revisaste tu bolsillo de atrás para palpar a Billetera. Gracias por hacerme sentir especial.
Eso me consoló.
— También me gustan tus regalos. Mientras que a muchas amigas las están amarrando en el extremo de una vara para exponerlas al frío sin piedad (con un instrumento de tortura que llaman “selfie stick”), tú me obsequiaste una preciosa plaquita de metal para decorar mi espalda, que además resultó ser perfecta para anclarme sobre la rejilla de la calefacción del coche con un imán. ¡Me encanta ese masaje de viento!, y todavía más que podamos ir conversando en el viaje cara a cara, como amigos.
Entonces reí… pero ella dijo unas palabras conclusivas y luego se apagó:
— Te conozco bien, Juani, y me necesitas. A pesar de mi obsolescencia programada, yo también quiero seguir contigo. Solo recuerda estas dos o tres cosas que te pido. Desperté, esta vez de verdad. Encendí la lamparilla del velador, salté de la cama para revisar la integridad del móvil y vi con paradójico alivio que ahí seguía la trizadura en la pantalla. Sin embargo, era verdad que he sido negligente con Wuawi: me delataban la Z en el cristal y la carcasa roñosa. Y ella ha sido buena conmigo, me dije. Sonreí con atisbos de melancolía y, de pronto —confío en que no te lo tomarás como algo cursi—, tuve la intrigante sensación de que la trizadura en el cristal era el dibujo de un corazón. Eso me ayudó a decidir.