El domingo de la Misericordia nos ofrece tres imágenes de la Iglesia. La primera es el tercer retrato de la comunidad cristiana en los Hechos. Se nota que crece visiblemente, muy unida a los apóstoles que cumplen señales y prodigios sobre los enfermos. Se los traen en multitudes, con atormentados por espíritus inmundos, para que sean sanados, aunque solo por la sombra de Pedro que pasa. Y todos se curan. La misericordia de Dios en la Iglesia de los comienzos se manifiesta en la atención a los débiles y frágiles gracias a un poder que los apóstoles recibieron de Dios. Y a través de esta misericordia la Iglesia crece. El sol es Cristo, que ilumina a Pedro cuya sombra paterna cubre, protege y cura con la fuerza que del sol emana.
Juan es exiliado en Patmos: es una época de persecución, quizás la de Diocleciano (95 d.C). En sus palabras por única vez en el Nuevo Testamento el octavo día es llamado “el día del Señor”, dies dominicus, domingo. En ese día Juan es tomado por el Espíritu del Señor que le pide que escriba las visiones que recibe. El libro tendrá la tarea de consolar a la Iglesia que ya tiene décadas de experiencia en las que, a los retratos de serena belleza de los primeros capítulos de los Hechos, ha añadido relatos de duras pruebas y persecuciones. La misericordia de Dios consola a su Iglesia en las pruebas, con las visiones de Juan a través del Apocalipsis.
El Evangelio nos hace volver a la noche de Pascua. La Iglesia naciente está encerrada por miedo a los judíos. Jesús se manifiesta y trae consigo el don de la paz. Muestra los signos de la pasión en su cuerpo para confirmarles su identidad, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo creador: el Espíritu es el don de la Cruz y de la Resurrección y es él quien realiza el perdón de los pecados cuyo poder Jesús entrega esa noche a la Iglesia. La posibilidad de no perdonar se puede entender con lo que dijo Jesús sobre el Paráclito en la Última Cena: “Cuando venga Él demostrará la culpa del mundo en cuanto al pecado… porque no creen en mí”. Es el pecado contra el Espíritu Santo, el cierre del corazón que no deja entrar la luz de Cristo. Sin embargo la historia de Tomás, ocho días después, demuestra la voluntad de Jesús de salir al encuentro de cada uno y de transformar la obstinación en no creer y no confiar en lo que han visto, en el más alto acto de fe de todo el Nuevo Testamento. Tomás también quería mirar y también tocar. Gracias a su debilidad y obstinación en querer ver al Resucitado, podemos creer hoy apoyados en su testimonio y recibir la bienaventuranza y la paz del contacto con las llagas de Cristo que tanto amaron los santos, y recibir de él el perdón y la misericordia para nuestras llagas.
La homilía sobre las lecturas del II domingo de Pascua
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.