“Busqué al Señor; él me respondió y me libró de todos mis temores”: el Salmo 33 expresa el espíritu de Elías después de la prueba del desánimo. Hizo matar a cientos de profetas de Baal, derrotados en la prueba del fuego en el monte Carmelo, aplicando la Torá que condenaba a muerte a los idólatras. Pero la reina Jezabel le hace saber que quiere el mismo final para él. Huye y es asaltado por el miedo y el cansancio de vivir. “Ya basta, Señor, quítame la vida”, su mirada lo deprime: “No soy mejor que mis padres”.
Pero Dios no le pidió que fuera mejor, ni que se juzgara a sí mismo, sino que se dejara alimentar por él. El pan cocido sobre piedras que le entrega el ángel es un anticipo de la Eucaristía. Le da fuerzas para caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte Horeb. Es el monte Sinaí, donde tiene sus raíces el pueblo de Israel, allí Elías rejuvenece su vocación.
Elías tuvo una crisis de fe y los Efesios viven la crisis en la vida de Cristo que han recibido: Pablo los exhorta a no “entristecer al Espíritu Santo” y a hacer desaparecer “de ellos toda amargura, ira, indignación, gritos y calumnias, con toda clase de maldad”, y ser “imitadores de Dios” y “benévolos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó en Cristo”.
Introducidos por estos dos ejemplos de crisis, llegamos al murmullo de los judíos que no creen que Jesús pueda ser el “pan del cielo”; para ellos su humanidad es obstáculo para comprender su naturaleza divina. Dicen que es “el hijo de José”, y que conocen a su padre y a su madre: la realidad contrasta con la convicción de que el Mesías debe bajar del cielo sin ninguna genealogía terrenal. José y María son los testigos de que Jesús es el Hijo de Dios. Pero no es el momento de revelar el misterio de su nacimiento.
Jesús les insta: “No murmuréis entre vosotros”. Ese verbo remite a la murmuración de sus padres en el desierto contra Moisés. Al mismo tiempo, quitándoles la culpa, les revela que sólo con la atracción que el Padre regala se puede ir hacia él con fe. A pesar de su obstinación, Jesús procede en revelarse como “el pan de vida” y “el pan vivo que ha bajado del cielo”, dejando que el Padre les pueda otorgar a su libertad la atracción hacia él. “Si alguno come este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. En el idioma semítico, la palabra “carne” significa toda la persona viva. Al comerlo, nos llega todo Jesucristo y toda su vida: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Al comer el pan que da vida, Jesús nos ayuda a superar el desánimo y el miedo que tuvo Elías, las dificultades y vicios de los Efesios y la incredulidad de los judíos.
La homilía sobre las lecturas del domingo XIX
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.