Martin Buber (1878-1965), pensador judío austriaco, se sentía unido a una generación de pensadores creyentes (Gabriel Marcel, Maritain, Haecker, Scheler, Ebner y otros) que desde distintos orígenes destacaban lo personal, ante al contexto ideológico de principios del siglo XX. Por un lado, frente a la tradición liberal ilustrada que, después de construir desde grandes ideales de libertad, o las instituciones políticas de Occidente, se veía desgastada por el realismo políticos y sin norte, al hundirse el optimismo por el progreso en la barbarie de la primera guerra mundial (1914-1918). Por otro lado, estaban las utópicas teorías socialistas del XIX concretándose en poderosos estados policiales (nacismo y comunismo) con inmensas ganas de comerse el mundo.
Todos estos pensadores percibían en las dos corrientes, hijas de la modernidad, graves desviaciones antropológicas. En el liberalismo político, lamentaban el olvido de la dimensión social de las personas en favor de las libertades individuales convertidas así en egoístas. En los totalitarismos, les horroriza el sacrificio de la libertad y del valor de las personas en beneficio del sistema. Ante eso, defienden la plenitud del ser humano, al mismo tiempo personal y social: por eso pueden ser considerados personalistas. Martin Buber es el exponente más importante de lo que podría llamarse “personalismo dialógico”.
Además, todos coinciden en calificar esos errores como excesos de abstracción del racionalismo moderno. Y les parece necesario orientar la mirada hacia la existencia concreta, que es donde se aprecia el valor de cada persona. En ese sentido, no en el de Nietzsche o Heidegger, pueden ser considerados también “existencialistas”.
Un poco de su vida y obra
Martín Buber nació en Viena (1878). Al separarse sus padres, su primera educación dependió de su abuelo, Salomón, toda una personalidad: próspero industrial, jefe de la comunidad judía de Leópolis y estudioso de las tradiciones rabínicas. Desde los 14 años, lo educa su padre en Viena.
Leyó a Kant y Nietzsche, se alejó de la práctica judía y estudió filosofía (1896). Más tarde se interesó por Kierkegaard, que le ayudó a pensar la relación con Dios, aunque no le gustara su individualismo. Desde 1898, se incorporó al movimiento sionista, donde mantuvo hasta el final una posición moderada.
Con eso renovó sus amistades judías, especialmente Rosenzweig, y recuperó el interés por la tradición judía y por la Biblia (hizo una traducción alemana). Se entusiasmaron por el hasidismo, corriente espiritual judía amante de la sabiduría y a la que le gusta expresarse con parábolas y cuentos. Tradujo bastantes cosas y lo cultivó durante toda su vida. Llegaría a ser el exponente más importante de esta tradición espiritual.
Desde 1923 a 1933 fue Profesor de Filosofía de la Religión Judía en Frankfurt e inició un amplio estudio sobre El Reino de Dios, del que solo publicaría la primera parte (1932). En 1938 se trasladó a Palestina, donde ejerció como profesor de Filosofía Social de la Universidad Hebrea, de Jerusalén, hasta que se retiró en 1951. Era una personalidad muy respetada y partidaria de soluciones pacíficas, lo que le creó algunas dificultades en Israel.
La más importante es, sin duda, Yo y tú (Ich und Du, 1923), que después acompañaría con otros escritos recogidos en El principio dialógico (Das dialogische Prinzip, 1962). Además, el ensayo Qué es el hombre (Das Problem des Menschen, 1942), que es su obra filosófica más difundida. Tiene una interesante recopilación de escritos sobre filosofía de la religión, El eclipse de Dios (Eclipse of God, 1952). Su pensamiento social se recoge en Caminos de utopía (Pfade in Utopia, 1950), donde critica las sucesivas utopías políticas socialistas, y propone un nuevo modelo de comunidad que influyó en los Kibutzs israelíes.
Se le considera el tercer gran pensador judío después de Filón de Alejandría (20 aC-45 dC) y Maimónides (1138-1204). O el cuarto, si incluimos a Spinoza (1632-1677), que se alejó de la fe judía.
El estilo de Yo y Tú
Yo y tú no es un texto de filosofía convencional. Buber intenta formular experiencias que el vocabulario filosófico convencional ha orillado. Quiere mostrar lo más profundo de la persona, y encuentra que se logra mejor acercándose a la experiencia que alejándose con la abstracción.
El vocabulario básico yo-tú alude, efectivamente a la experiencia de su uso, donde nos hacemos presentes y apelamos al otro. En esto, depende lejanamente de Feuerbach (que lo usó) y cercanamente de los Fragmentos de Ferdinand Ebner (1882-1931). Este autor, maestro de escuela, católico con una fe recuperada y una vida breve, enfermiza y un tanto difícil, estaba fascinado por el misterio de la palabra (y del Verbo) como manifestación e instrumento del espíritu. Y se había fijado en la fuerza de los pronombres personales con los que las personas se sitúan.
El libro se divide tres partes. En la primera analiza el vocabulario básico y la relación fundamental que es la interpersonal (Yo y Tú). En la segunda, trata las relaciones con el “ello” (con lo impersonal) y los distintos modos en que el “ello” se constituye. Y en la tercera, habla de la relación fundante y original (Urbeziehung) con el “Tú eterno” (Dios); relación intuida y presente en las demás relaciones. En 1957 le añadió un epílogo para responder a algunas dudas.
El vocabulario de la relación
Comienza así: “Para el ser humano el mundo es doble, según su propia doble actitud ante él. La actitud del ser humano es doble según la duplicidad de las palabras básicas que él puede pronunciar”. Hay dos actitudes distintas que se expresan en dos modos de referirse a la realidad. Sigue: “Las palabras básicas no son palabras aisladas, sino pares de palabras. Una palabra básica es el par Yo-Tú. La otra palabra básica es el par Yo-Ello, donde, sin cambiar la palabra básica, en lugar de Ello, pueden entrar también las palabras Él o Ella”.
Esta observación es muy importante para entender lo que sigue. La expresión (o palabra básica) “Yo-tú” representa una actitud ante la realidad, y la expresión “Yo-Ello”, otra. “Por eso también el Yo del ser humano es doble. Pues el Yo de la palabra básica Yo-Tú es distinto del de la palabra básica Yo-Ello”.
Conviene advertir que la distinción entre las relaciones no es tanto por el tipo de objetos, como por la actitud del sujeto. En los dos modos de referirse a la realidad (frente a un tú o a un “ello”) el sujeto toma actitudes distintas y, por eso, se constituye como sujeto de manera distinta: “Las palabras básicas” -dice el siguiente punto- “no expresan algo que estuviera fuera de ellas, sino que, pronunciadas, fundan un modo de existencia” del que las pronuncia: “La Palabra básica Yo-Tú sólo se puede decir con todo el ser”, porque el sujeto se sitúa como persona. En cambio, “la palabra básica Yo-Ello nunca puede ser dicha con todo el ser”, porque en esa relación no pongo todo lo que soy como persona.
La relación “Yo y Tú” es la relación de un ser espiritual con otro. Además, es la relación primaria, la primera en el tiempo, la que lleva al niño a adquirir conciencia de sí mismo, a hablar, a constituirse como un “yo” frente a los demás, y a reconocer en los demás otros “yo”.
La relación Yo-Ello
Es la relación con las cosas, pero también con las personas que no tratamos como personas. “Tres son las esferas en las que se alcanza el mundo de la relación. La primera: la vida con la naturaleza. Allí la relación oscila en la oscuridad y por debajo del nivel lingüístico. Las criaturas se mueven ante nosotros, pero no pueden llegar a nosotros, y nuestro decirles Tú se queda en el umbral del lenguaje. La segunda: la vida con el ser humano. Allí la relación es clara y lingüística. Podemos dar y aceptar el Tú. La tercera: la vida con los seres espirituales. Allí la relación está envuelta en nubes […]. No percibimos ningún Tú, y sin embargo nos sentimos interpelados”. Se refiere probablemente a los difuntos y quizá a los ángeles. Y concluye: “En cada una de las esferas avistamos la orla del Tú eterno […], en todo percibimos un soplo que llega de Él, en cada Tú dirigimos la palabra a lo eterno, en cada esfera a su manera”.
Es verdad que ordinariamente objetivamos el mundo. En ese sentido: “En cuanto experiencia, el mundo pertenece a la palabra básica Yo-Ello”. Sin embargo, hay una actitud de contemplación que percibe trascendencia y entonces apunta a una relación del tipo “Yo-Tú”, aunque no llegue a alcanzarla del todo: “El árbol no es una impresión, ni un juego de mi representación, ni una simple disposición anímica, sino que posee existencia corporal, y tiene que ver conmigo como yo con él, aunque de forma distinta. No intentéis debilitar el sentido de la relación: relación es reciprocidad”. En mi relación con el árbol, no llega a haber propiamente reciprocidad, pero hay trascendencia, en primer lugar del ser del árbol, que no depende de mí, pero también por su hermosura, su originalidad única y, en el fondo, por su Creador.
El Tú eterno
Buber se extiende sobre la precariedad del Tú humano, que nunca llega a estabilizarse del todo, porque las relaciones reales son más o menos transitorias y fugaces. Por eso, en toda relación auténtica con los demás hombres, que son un tú finito y limitado, hay una “nostalgia” de Dios; “en cada tú, nos dirigimos al Tú eterno”; “el sentido del tú… no puede saciarse hasta que encuentra al Tú infinito”. En cada tú busco un anhelo de plenitud (de afecto y comprensión) que sólo el Tú eterno puede colmar. Por eso, Tú es el nombre adecuado de Dios.
Al mismo tiempo, el Tú eterno es el que funda las demás relaciones, imperfectas y parciales. En el primer párrafo de la tercera parte, se lee: “Las líneas de las relaciones, prolongadas, se encuentran en el Tú eterno. Cada Tú singular es una mirada hacia el Tú eterno. A través de cada Tú singular la palabra básica se dirige hacia el Tú eterno. De esta acción mediadora del Tú de todos los seres procede el cumplimiento de las relaciones entre ellos, o en caso contrario el no cumplimiento. El Tú innato se realiza en cada relación, pero no se plenifica en ninguna. Únicamente se plenifica en la relación inmediata con el Tú que por su esencia no puede convertirse en ello”.
En el pensamiento de Buber, que era judío practicante, se aprecia el eco de la doctrina de la creación: “La designación de Dios como persona es imprescindible para todo aquel que como yo con el término ‘Dios’ […] designa a Aquel que […] por medio de actos creacionales, reveladores, salvíficos, se nos aparece a nosotros los seres humanos en una relación inmediata y de este modo nos posibilita entrar en relación con Él, en una relación inmediata”.
Influencia en la teología
Cualquier pensador de tradición judeocristiana al que llega el pensamiento de Buber queda cautivado por el mensaje. No es una temática muy extensa. Ahí está la cuestión.
Otros asuntos han acaparado el interés de la antropología: el conocimiento o la libertad política. Estos han tenido inmensos desarrollos a partir del emblemático “pienso luego existo” de Descartes. Con él, inadvertidamente, se ponía el punto de partida en la teoría del conocimiento, que es un tipo de relación particular del ser humano con el mundo. Desde entonces, la filosofía se orientaría hacia el idealismo (res cogitans), mientras las ciencias se dedicaban a la materia (res extensa).
El mérito de Buber ha sido llamar la atención sobre la dimensión constitutiva del ser humano, que es la relación con el otro. Además, sostenida por la relación con Dios. No es de extrañar que tuviera una acogida teológica temprana y casi universal. Desde Guardini a Von Balthasar o Ratzinger o Juan Pablo II. Además se uniría a la distinción que hace Maritain entre persona e individuo, y a su recuperación de la idea de persona divina en santo Tomás de Aquino, como “relación subsistente”. Y se reforzaría con la idea de Iglesia como “comunión de personas”. Así cuajó un “personalismo teológico” que es clave en la doctrina trinitaria, en la eclesiología, en la antropología cristiana, en la renovación de la moral fundamental (Steinbüchel, aunque depende más de Ebner).