El 6 de diciembre de 1944, por voluntad de Pío XII, llegó a Roncalli, que representaba a la Santa Sede en Bulgaria (1925), Turquía y Grecia (1931), un telegrama que lo nombraba nuncio en París. No se trataba de una promoción, sino de apagar un fuego. Recién terminada la segunda guerra mundial, la nueva cabeza de la República francesa, el general De Gaulle, católico, pedía que se cambiase el nuncio Valeri, por demasiado afecto al régimen de Pétain. Y urgía que fuera antes de Navidad, cuando tradicionalmente se recibía al cuerpo diplomático y el nuncio actuaba como decano. Además, el gobierno francés exigía renovar por el mismo motivo a 30 obispos de Francia.
Angelo Roncalli tenía entonces 63 años. Pasaría nueve en París, hasta ser elegido Patriarca de Venecia (1953) y después Papa (1958), con el nombre de Juan XXIII.
Años fecundos y complejos
Aquellos años de posguerra en Francia fueron, desde el punto de vista cristiano, de una riqueza extraordinaria. Surgió una magnífica floración de intelectuales y teólogos cristianos, y también de iniciativas apostólicas, que renovaron el panorama del catolicismo francés. Ya había empezado tras la primera guerra mundial.
Esto, entre grandes tensiones culturales y políticas. Por un lado, la que mantenían el amplio sector de los católicos tradicionales, refractarios a la República, orgullosos del pasado católico de Francia y heridos por las arbitrariedades republicanas laicistas que ya duraban 150 años. Y por otro, la tentación que el comunismo suponía para el catolicismo con sensibilidad social y el clero joven, ya que buscaba incorporarlos a su proyecto político.
En este contexto todo se confundía y se politizaba con facilidad y surgían tensiones inesperadas. La Santa Sede –el Santo Oficio- recibió en esos años cientos de denuncias francesas, y se creó un clima de sospecha frente a la llamada “Nouvelle Théologie” que dificultaba el debido discernimiento y complicó mucho la vida de algunos grandes teólogos como De Lubac y Congar. En 1950, se separó a De Lubac de Fourvière.
Génesis de Verdadera y falsa Reforma
El 17 de agosto de 1950 el Padre General de los dominicos, Manuel Suárez, de visita en París, se entrevistó con Yves Marie Congar (1904-1995) para hablar de la reedición de Cristianos desunidos (1937), el pionero ensayo que había escrito Congar sobre el ecumenismo católico. En aquel momento el tema estaba en sus inicios, y solo maduraría con la voluntad del Concilio Vaticano II, convirtiéndose en una misión de la Iglesia. Pero entonces suscitaba recelos históricos. Además, la Santa Sede quería evitar que las relaciones ecuménicas se le fueran de las manos. Se acababa de crear el Consejo Ecuménico de las Iglesias.
Congar anotó cuidadosamente la conversación en un memorándum (publicado en Diario de un teólogo): “Le digo que estoy corrigiendo las pruebas de un libro titulado Verdadera y falsa Reforma… [mirada un tanto asustada del Padre General]; que sin duda este libro me acarreará dificultades, cuyo peso tendrá todavía que llevar el pobre P. General. […] Pero ¿qué puedo hacer yo? No me es posible dejar de pensar y decir lo que me parece que es verdad. ¿Ser prudente? Me esfuerzo al máximo por serlo”.
Leyendo el libro hoy, tras los vaivenes posconciliares, se tiene la sensación de que hubiera podido servir de guía sobre los cambios. Pero cuando se publicó las cosas sonaban distinto. De entrada, el solo uso de la palabra “reforma”, por lo menos en Italia, parecía dar razón al cisma protestante. Aunque el libro recibió algunas elogiosas reseñas (incluso en L´ Osservatore Romano), también se suscitaron sospechas, que tenían más que ver con el contexto que con el propio libro. Congar cuenta la anécdota de una señora que fue a comprar uno de sus libros y la librera le preguntó: ¿también usted es comunista?
Complicaciones del momento
El Padre General de los dominicos, Manuel Suárez, era un hombre prudente en una situación difícil. Todo lo complicaba la cuestión de los sacerdotes obreros, en la que estaban implicados varios dominicos franceses (pero no Congar). Proyecto evangelizador audaz e interesante y que quizá en otro contexto, con mayor atención pastoral de los implicados, hubiera podido fructificar serenamente. Pero con las dos tensiones mencionadas era inviable. De un lado, se multiplicaban críticas y denuncias; del otro, se vio una oportunidad de captación comunista.
Todo se precipitó con algunas defecciones. Y esto provocó una intervención en los dominicos de Francia en 1954, pero a través del propio Padre General. Entre otras cosas se pidió a Congar que dejara de enseñar (aunque no de escribir). También se dilató la segunda edición de Verdadera y falsa reforma y de sus traducciones (pero salió la española en 1953). No hubo más sanción ni se le puso nada en el Índice, como se había temido. Pero durante muchos años no podría volver a la enseñanza regular.
¿Y el nuncio Roncalli? Está por estudiar. Desde luego era un hombre fiel a la Santa Sede, que actuaba con sensatez y gran humanidad. Fue puenteado tanto por las denuncias que iban directamente a Roma (también de los obispos) como por las medidas que se tomaron a través de los superiores generales. Sin embargo, cuando como Papa convocó el Concilio, tanto De Lubac como Congar fueron llamados a la comisión preparatoria. Y jugarían un gran papel: De Lubac, más bien como inspirador, pero Congar también como redactor de muchos textos. ¡Eran sus temas!: Iglesia, ecumenismo…
La intención del libro
Ya el título es un programa Verdadera y falsa Reforma en la Iglesia. No se trata de la “Reforma de la Iglesia”, sino de la “Reforma en la Iglesia”. Y eso se debe a que la Iglesia no está en las manos de los hombres. La Reforma se hace desde su propia naturaleza, más quitando lo que estorba que inventando. Y se requiere una labor para adaptar la vida y misión de la Iglesia a los cambios de los tiempos. No por la comodidad de la acomodación, sino por la autenticidad de la misión. Por eso, en realidad “las reformas resultan ser un fenómeno constante en la vida de la Iglesia, a la vez que un momento crítico para la comunión católica”, señala en el prólogo de 1950.
Por eso, en un tiempo de efervescencia como el que se vivía, le parece importante estudiar el fenómeno, para reformar bien, aprendiendo de la experiencia histórica y evitando los errores. Dice lúcidamente en el mismo lugar: “La Iglesia no es solo un cuadro, un aparato, una institución. Es una comunión. Existe en ella una unidad que ninguna secesión puede destruir, la unidad que generan por sí mismos sus elementos constitutivos. Pero existe también la unidad ejercida o vivida por los hombres. Esta cuestiona su actitud, es edificada o destruida por esa actitud, y constituye la comunión”. En esto hay un eco de Johann Adam Möhler, siempre admirado por Congar (y editado).
El Prefacio de 1967 da cuenta del cambio de contexto desde que escribió el libro. Por un lado, la magnífica Eclesiología del Concilio, pero también las relaciones con un mundo mucho más independiente de lo eclesial. Esto es positivo en un sentido; pero, por otro, “aquello que viene del mundo corre el riesgo de ser vivido como con una intensidad, una presencia, una evidencia que superan las afirmaciones de la fe y de los compromisos de Iglesia”. Exige una presencia evangelizadora nueva.
Por otra parte, Congar advierte (estamos en 1967) que “ocurre que algunos, imprudentemente, lo ponen todo en cuestión sin preparación suficiente […]. En la situación actual no suscribiríamos tal cual las optimistas líneas que consagramos al empuje reformista de la inmediata posguerra. No porque seamos pesimistas, sino porque ciertas orientaciones, incluso ciertas situaciones, son realmente preocupantes”. Con todo, le parece que el libro conserva una validez substancial.
La estructura
Describe así la estructura en el prólogo de 1950: “Entre una introducción que estudia el hecho de las reformas tal como hoy se presenta y una conclusión, dos grandes partes, a las que ha parecido conveniente añadir una tercera: 1. ¿Por qué y en qué sentido se reforma la Iglesia constantemente? 2. ¿En qué condiciones una reforma puede ser verdadera y realizarse sin ruptura? 3. Reforma y protestantismo”. Añadió esta tercera parte para comprender mejor la Reforma y la ruptura que supuso. Debería haber sido una reforma de la vida, pero se quiso reformar la estructura y eso llevó al cisma.
La introducción constata el hecho de la reforma en la historia de la Iglesia: “La Iglesia ha vivido siempre reformándose a sí misma […] su historia se haya ritmada por los movimientos de reforma. […] A veces son las órdenes religiosas las que corrigen su propia relajación […] con tal ímpetu que se conmueve toda la cristiandad (san Benito de Aniano, Cluny, san Bernardo). A veces fueron los mismos papas los que emprendieron una reforma general de los abusos o de un estado de cosas gravemente deficiente (Gregorio VII, Inocencio III)”. Después, señala que el tiempo en que se escribe el libro es un tiempo de fermentos. Y trata largamente de la “situación de la crítica en la Iglesia católica”. Hay, de hecho, una autocrítica a la que hay que prestar atención para facilitar las mejoras.
La primera parte, la más extensa, se titula “¿Por qué y en qué sentido se reforma la Iglesia?”. Se divide en tres capítulos y estudia la combinación de santidad de Dios y flaquezas nuestras, de la que está compuesta la Iglesia. Y lo hace recorriendo el tema en la patrística, en la escolástica, en otras aportaciones teológicas y en el Magisterio. Subraya el sentido del misterio de la Iglesia como cosa de Dios. Y determina qué es y qué no es falible en la Iglesia.
Condiciones para una reforma sin cisma
Es el título de la segunda parte, que contiene lo más substancial y lúcido del libro. Señala que en todo movimiento cabe desarrollo auténtico o desviación, y que muchas veces la reacción a un error unilateral provoca también un acento unilateral. Después estudia cuáles son las condiciones de una verdadera reforma. Y señala cuatro condiciones.
La primera es “la primacía de la caridad y de la pastoral”. No se puede pretender reformar la Iglesia solo con ideas o ideales, que pueden quedarse en afirmaciones teóricas: hay que atenerse a la práctica pastoral, que es lo que garantiza la eficacia. Las herejías frecuentemente tratan a la Iglesia como una idea y maltratan la realidad creando tensiones destructivas.
La segunda condición es “permanecer en la comunión del todo”. Es también la condición de ser católico, unido a lo universal en la Iglesia. Muchas veces la iniciativa parte de la periferia, pero debe ser integrada con el centro, que ejerce un papel regulador.
La tercera condición sigue a la anterior y es “la paciencia, evitar los apresuramientos”. La unidad y la integración tienen sus tiempos, que es preciso respetar, y la precipitación provoca rupturas. Esa paciencia, a veces doliente, es una prueba de autenticidad y rectitud de intención. Congar lo vivió en sus propias carnes, aunque no siempre logró ser tan paciente.
La cuarta condición es que la verdadera renovación supone el retorno al principio y a la tradición, no la introducción de una novedad en virtud de una “adaptación mecánica”. Congar distingue lo que es una adaptación como desarrollo legítimo que se ha de hacer conectando con las fuentes de la Iglesia, de lo que sería una adaptación como introducción de una novedad que se suma como algo postizo. Esto también se inspiraba en Newman, otro de sus grandes referentes.
También sobre la Reforma
Como si fuera un eco, la encíclica Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) de Pablo VI, en el contexto del Concilio, todavía por terminar, habla de las condiciones de una verdadera reforma de la Iglesia; y del método, que ha de ser el diálogo. Se trata de “devolverle siempre su forma perfecta que, por una parte, corresponda al plan primitivo y que, por otra, sea reconocida como coherente y aprobada en aquel desarrollo necesario que, como árbol de la semilla, ha dado a la Iglesia, partiendo de aquel diseño, su legítima forma histórica y concreta”. También Benedicto XVI se referirá a la necesaria distinción entre reforma y ruptura al interpretar la voluntad del Concilio Vaticano II y precisar la hermenéutica con que hay que leerlo.
Noticias bibliográficas
Acaba de publicarse una gruesa biografía de Congar, por Étienne Fouillox, que editó también su Diario de un teólogo (1946-1956), y es un conocido historiador de esa interesantísima época en Francia. También se pueden encontrar online varios estudios de los profesores Ramiro Pellitero y Santiago Madrigal.