Es bien sabido el lema del Adviento: ¡Dios viene! Y es que podríamos decir que Dios no puede no estar con sus hijos los hombres, por eso se ha quedado con nosotros para siempre, pero de un modo sacramental. Dios está con nosotros en la Eucaristía, pero a la vez vendrá, ya no sacramentalmente, sino con su cuerpo glorioso, triunfante… Y cada vez, es obvio, está más cerca su venida definitiva. Los cristianos no cesamos de implorar su llegada con un acto hermosísimo de fe. Queremos que Cristo venga y que reine. Lo decimos en el “Padre Nuestro”: “Venga a nosotros tu reino”.
Dios ya ha instaurado su reino. En cada cristiano ha de estar el mismo Cristo. Esto lo entendió muy bien San Pablo en su conversión, cuando el mismo Cristo le dijo a Saulo ante la pregunta de quién eres: “Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hechos 9, 5). Desde entonces, Saulo comenzó a entender que la fe de los cristianos es la fe en una persona que ya vivía en ellos.
¡Dios está cerca! ¡Dios viene! Pero… ¿cómo le acogemos? Son duras las palabras del prólogo de san Juan cuando escribe: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11-12). Y en otro pasaje del Evangelio, es el mismo Jesús al que “se le escapan” una palabras un poco enigmáticas y tristes al estilo de las del prólogo de san Juan: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (Lc, 18, 8).
El Adviento es un tiempo de espera gozosa. La espera señala la parte penitencial de este tiempo y el gozo es la experiencia de la cercanía de Dios, un Dios que quiere estar con los hombres, porque “son mis delicias estar con los hijos de los hombres” (Proverbios 8, 31).
Nuestra fe está llena de contrastes: Dios nos salva del pecado, la luz en las tinieblas, el grano que muere para dar fruto, la muerte necesaria para la vida, donde abunda el pecado sobreabunda la gracia… Son contrastes llenos de esperanza. Porque nuestro Dios no para de “misericordiarnos”, porque nos ha amado primero, porque nos “primerea”… El error, la confusión, el estupor nacen cuando en vez de ver contrastes vemos contradicciones. Y de la contradicción al desánimo hay poco recorrido. Por eso el Adviento es un tiempo de luz. La actitud cristiana ante la venida de Dios, y no sólo me refiero a una venida futura, sino a una venida cotidiana, a un Dios que no para de salir a nuestro encuentro cada día, debe ser de acogida. Ojalá toda nuestra vida sea un Adviento.
El Adviento, un tiempo mariano
El tiempo de Adviento es también un tiempo muy mariano. Es María la que hace posible la primera venida. El vientre de María es el primer sagrario de la historia; es María la que no sólo abre las puertas del cielo (aunque las llaves las tenga San Pedro), sino que es la puerta de la eternidad en el tiempo. María, con su “fiat”, hace posible lo imposible: la mezcla, la convivencia de Dios con los hombres. Pero un Dios al mismo tiempo que se despoja de su divinidad para que la alianza que quiere establecer sea una alianza realmente entre iguales, entre hombres, superando las antiguas alianzas que no eran perfectas porque había una desproporción infinita entre las partes. Nos lo recuerda san Pablo en su carta a los filipenses: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6-7). Ya no hay distancias entre las partes en la Nueva Alianza. Por eso esta Alianza será definitiva y perfecta, porque Dios se alía con sus iguales. No solo se alía, sino que nos lía, nos involucra en su misión y nos hace co-protagonistas de su alianza.
Y, decía, que el Adviento es tiempo mariano porque nuestra Madre es el Arca de esta alianza tan hermosa, llena de contrastes, porque es una alianza de Sangre y de Vida.
¡Qué maravillosa es nuestra fe! Nuestra vida cobra con la fe una luz nueva, esperanzadora, misionera. La misión es llevar la alegría de la fe por todos los caminos de la tierra. Por tanto, un cristiano sin luz es un oxímoron, un cristiano sin luz no es un contraste, sino una contradicción, pero una contradicción reparable por la penitencia.
Queremos pedirle a nuestra Madre que nos enseñe a esperar con fe al Amor, es decir, que nos enseñe a vivir en un continuo Adviento.