En su carta apostólica del pasado 8 de diciembre –Patris Corde– el Papa Francisco nos invita a vivir un año dedicado al esposo de María y, por tanto, padre de Jesucristo: san José. Ello con motivo del 150 aniversario de su declaración como patrono de la Iglesia universal.
Una esponsalidad y paternidad muy especiales, al tratarse de un hombre de una gran Fe y otras muchas virtudes, algunas de las cuales abordaremos en este primer fascículo y otros más.
Un hombre “normal”, un hombre ejemplar
Ante todo nos interesa caer en la cuenta de cuál sería la primera impresión de un hombre “normal”, uno más entre los suyos, que se encuentra enrolado en la gran misión de desempeñar esa doble vocación de esposo de la Madre de Dios y padre del Hijo de Dios. Pues una primera impresión sería el asombro y agradecimiento, seguro. Porque era un hombre de Dios, y solo desde esa condición entendemos que abrazara con generosidad el plan trazado desde lo Alto para él; pero asombrado ante tan excelsa misión, y en todo caso agradecido por la confianza que el Señor había depositado en él.
¿En qué consiste la grandeza de este santo? En que fue esposo de María y padre de Jesús.
Evidentemente su comportamiento es un ejemplo a seguir, y muy asequible, pues, como decíamos, se trata de un hombre normal, sencillo. Aunque el Señor le dotara de muchísimas virtudes, y en grado supremo, no contó con los dones divinos que sí recibieron su inmaculada esposa y su hijo redentor de la Humanidad.
Buen esposo, comprometido y libre
La tradición judaica de la época llevó a que Myriam –quien sería la Virgen Santísima– se desposara con José, el artesano de Nazaret. Los familiares con quienes viviera Myriam en ese momento se encargarían de los preparativos para la ceremonia del enlace, pues probablemente sus padres, Joaquín y Ana, habrían fallecido ya.
José pertenecía a la casa de David, y dice el santo Evangelio –Mt. 1, 19– que era un varón justo. Ese hombre le fue confiado a María como esposo, sin perjuicio de la firme determinación de la joven judía de permanecer siempre virgen, como podemos deducir de la respuesta que dio al Arcángel san Gabriel –Lc. 1, 34– cuando le ofrece ser Madre de Dios: ¿Cómo se hará esto? Porque no conozco varón. Así, José se uniría a su esposa sometiéndose a esa virginidad que ella le propondría, consagrándose de ese modo como su virginal esposo.
La castidad de san José, fruto de su corazón puro y generoso, hay que unirla, como nos sugiere el Papa Francisco en la Patris Corde, a su espíritu libre, pues la castidad “está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor”. Amó porque quisó, y de ese modo, aceptando a María en y desde sus circunstancias.
Desde su pureza y libertad acepta plenamente a María, que quedó en estado en el espacio de tiempo transcurrido entre su unión esponsal y el momento en que, según la tradición judaica, el esposo debía tomar a la esposa y llevarla a su propia casa. Asumió humildemente ese embarazo de su esposa, aceptó el plan divino para con él y María, que pasaba porque él se limitara a ser el padre legal de Jesús, y no más.
Desde que recibió el encargo de cuidar de la Virgen, desposándose con Ella, José antepuso esa misión –libremente, porque quiso– a cualquier otro proyecto que tuviera entre manos, que hubiera planificado cara al futuro. Generoso, entregado, enamorado.
Un esposo bueno, un esposo comprometido, un esposo libre.