Hemos visto el tremendo terremoto que la herejía de Arrio provocó en una Iglesia que estrenaba una era de estabilidad y prosperidad tras la paz de Constantino. Los primeros años del siglo IV, en efecto, trajeron la paz social para el cristianismo, pero a la vez fueron testigos del estallido de una larga guerra entre arrianos y nicenos. Los primeros defendían las doctrinas del alejandrino Arrio, que para muchos obispos suponía un puente tendido a la cultura dominante del momento y para otros representaba cierta continuidad con sus tradiciones teológicas y culturales. Los segundos defendían la ortodoxia establecida en el Concilio de Nicea, en la que veían el mejor modo de salvaguardar la doctrina trinitaria y la fe en la divinidad de Cristo, considerada ésta como el pilar fundamental del mensaje salvador de la Iglesia.
Un obispo combativo y brillante
En este convulso ambiente, y formando parte principal del segundo bando, por no decir que sea su líder, nos encontramos con la poderosa figura de san Atanasio. Como nos sucede con otros santos padres, sabemos muy poco de su procedencia y de sus primeros años. Parece que pudo nacer en los años anteriores al 300, pues en las primeras décadas del siglo IV desempeña su ministerio de diácono como estrecho colaborador de Alejandro, el obispo de Alejandría que tuvo que hacer frente al estallido de la crisis arriana.
En el 328, tres años después del Concilio de Nicea, es nombrado obispo de Alejandría. Tendrá que hacer frente a las doctrinas de Arrio en la misma diócesis del hereje, la cual además se veía afectada por otras tensiones, como el cisma meleciano. El combate contra el arrianismo será una apremiante prioridad en su magisterio episcopal, que desarrollará durante toda su vida en brillantes escritos pastorales y teológicos. Aun así, no descuidará la guía de sus fieles en las más diversas facetas de la vida de una comunidad, como vemos en su amplia colección de Cartas Pascuales, escritas anualmente para anunciar la Pascua a las diócesis egipcias que dependían de Alejandría.
En cualquier caso, la urgencia que percibe san Atanasio en la cuestión arriana viene motivada por lo que ésta supone como negación del mensaje salvador de la Iglesia. En efecto, Arrio sostiene que el Verbo (Logos), el Hijo de Dios, no comparte la esencia divina con el Padre, siendo una especie de dios creado (más acorde con la cultura dominante del helenismo neoplatónico). Pero la tradición cristiana afirmaba que la humanidad sólo podía ser salvada, restaurada, renovada y recreada si se hacía solidaria con un Verbo verdaderamente divino, como sucede en la Encarnación. En este misterio salvífico por excelencia, quien se une a la humanidad es alguien plenamente divino, y por tanto puede comunicar a los hombres los dones salvíficos de la incorruptibilidad, la inmortalidad, la divinización y el conocimiento de Dios.
En definitiva, la salvación del hombre sólo es posible si la humanidad es asumida en la Encarnación por alguien verdaderamente divino. Si el Verbo no es Dios, el hombre no está salvado, y además la predicación trinitaria de la tradición cristiana queda invalidada. Ante la gravedad de estas consecuencias, entendemos la urgencia con la que san Atanasio combate la herejía arriana. Esta polémica, sin embargo, la desarrolla con un tono muy firme, unas posturas teológicas fuertes, una condescendencia pastoral escasa y una relación con obispos y gobernantes nada política. Por ello fue objeto de denuncias y rechazos, que se concretaron del Sínodo de Tiro del 335, en donde un comité de obispos filoarrianos forzó la deposición de san Atanasio y consiguió del emperador Constantino su destierro a Tréveris, en la remota Galia.
Caminos de destierro
Comienza así su larga travesía por los desiertos del destierro, al que su firme adhesión a la ortodoxia nicena y sus complejas relaciones con obispos y emperadores le llevaron durante toda su vida. Llegó a sufrir cinco destierros con cinco emperadores sucesivos: Constantino (335 a 337), Constancio I (339 a 345), Constancio II (356 a 361), Juliano (362 a 363) y Valente (365 a 366, a pocos años de su muerte en el 373). Estas experiencias, sin embargo, fueron motivo de lúcidas reflexiones. Así, la Carta Pascual X (escrita desde Tréveris) y el Discurso contra los arrianos, escrito en la misma época, son dos obras fundamentales en la larga polémica con el arrianismo.
Durante su segundo destierro, esta vez en Roma, escribirá su importante tratado sobre Los decretos del Concilio de Nicea. El Concilio había escogido el término homoousios (de la misma esencia o naturaleza) para definir cómo el Padre y el Hijo comparten la misma ousia divina. San Atanasio defenderá con claridad este término, que por otra parte identificará a la sección minoritaria de aquellos obispos, los homoousianos, que defendieron la ortodoxia nicena. Entre ellos estará también san Hilario, obispo de Poitiers, y autor de un importantísimo tratado teológico Sobre la Trinidad, el primero en su género.
El siguiente destierro lo vivirá en el desierto, adonde le envía Constancio II. Pero de nuevo en esta situación san Atanasio enriquece su pensamiento y su producción literaria. La estancia en el desierto le pone en contacto con la gran tradición monástica del desierto egipcio, fundada por san Antonio Abad. Sobre él, san Atanasio escribirá su Vida de Antonio, biografía de muchísimo impacto en el cristianismo del siglo IV y todavía en el de la actualidad. Los monjes se presentan como custodios de la verdadera tradición doctrinal y espiritual, y, por tanto, firmes adversarios del arrianismo y protectores de aquellos que, como san Atanasio, sufren por oponerse a él. Para exhortar a los fieles de Egipto a permanecer fieles a la verdad y a no caer en las redes de los compromisos y de la falsa unidad, escribe una vibrante Carta a los obispos de Egipto y Libia: ante la confusión y la división entre los obispos, les intima a no aprobar en sus diócesis fórmulas de fe opuestas a Nicea o ambiguas.
La tradición, salvada
Durante años sigue san Atanasio envuelto en conflictos, tensiones eclesiásticas, ambigüedades episcopales, crisis sucesorias de los emperadores y destierros recurrentes. De hecho, el terremoto desencadenado por Arrio no cesará en oriente hasta que el emperador Teodosio decrete la ortodoxia nicena homoousiana como doctrina única admisible en el Imperio, cosa que no sucederá hasta el decreto de Tesalónica del 380. Sin embargo, pese a no ver el final de la crisis, san Atanasio sigue fiel a su misión de explicar, defender y difundir la doctrina recibida de la Tradición apostólica.
Todavía escribirá las Cartas a Serapión, en donde tenemos una importante reflexión sobre la teología del Espíritu Santo: que la fe nicena declare que el Padre y el Hijo comparten la misma y única esencia divina no significa negar la divinidad del Espíritu Santo. Aunque san Atanasio tienda a subrayar la unidad dentro de la Trinidad (para no rebajar la divinidad del Hijo), no olvidará la rica tradición teológica alejandrina, muy interesada en la diversidad de las tres personas divinas y sus relaciones entre ellas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por último, podemos destacar su Carta Pascual XXXIX (ya del año 367), en la que expone la tradición de la diócesis de Alejandría sobre los libros aceptados en el canon de la Sagrada Escritura. Tenemos en ella una de las más antiguas exposiciones de la tradición de los Santos Padres sobre el canon de la Biblia.
La valentía de san Atanasio, su fortaleza, su fidelidad a la doctrina recibida de la tradición, su aceptación de la ortodoxia definida en Nicea y su brillante capacidad como escritor y teólogo, hacen de él una figura excepcional. Gracias a él y a los grandes Padres del siglo IV la doctrina católica pudo salvarse de sucumbir ante la mundanidad de la crisis arriana, y por ello la Iglesia pudo seguir sosteniendo su misión salvadora en medio del mundo.