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Sacrificarse: ¿por qué y para qué?

La presencia del dolor en la vida de los hombres es inevitable. Una realidad ante la que cabe preguntarse si constituye un obstáculo o una oportunidad para su felicidad.

Alejandro Vázquez-Dodero·18 de marzo de 2024·Tiempo de lectura: 3 minutos

En nuestra vida hay evidencias ineludibles. Una de ellas es la presencia del dolor, que por mucho que pretendamos evitarlo, antes o después se nos muestra, y en ocasiones muy desafiante. 

Podemos intentar que desaparezca, y a veces lo logramos; pero al cabo de un tiempo vuelve a irrumpir en nuestras vidas, como ya lo hizo en el pasado o de otro modo. Dolor físico o moral, es igual, siempre ahí, desde nuestro mismo nacimiento hasta el último de nuestros días.

Y ante esa evidencia, ¿con qué remedio contamos? Pues habrá que encontrar el sentido del dolor, o dárselo, escudriñando en su esencia; porque si acontece es por algo y para algo, y más para quien cree en la providencia o actuar de Dios en la vida del hombre, criatura predilecta suya.

En efecto, en un alarde de realismo hay que aceptar la presencia del dolor, y dando un paso más, en positivo –optimistamente– encauzarlo hacia un motivo mayor que sobrepase la mera constatación de su existencia en nuestras vidas.

Nuevamente va a ser la muestra máxima de nuestra dignidad la que encuentre significado al dolor: la capacidad de amar que nos caracteriza y que nos distingue del resto de criaturas.

¿Sacrificarse por amor?

El amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse; lo cual muchísimas veces cuesta. Para amar de verdad hay que olvidarse de uno mismo y abrirse al otro, cosa que normalmente reclama esfuerzo. Pero ese esfuerzo –sacrificio– no solo no entristece, sino que llena de gozo el ánimo, porque está anteponiendo el amor, al precio que sea, al egoísmo de pensar en el propio bienestar.

Es ahora cuando debemos preguntarnos si al desaparecer la apetencia o el sentimiento debemos seguir amando, con esfuerzo y sacrificio. Pues sí, y si no, comprobémoslo. Solo sacrificándonos por aquellos que amamos realmente los amamos.

Bien, pero, ¿y si aparece el dolor en sí mismo, y no en relación con los demás? Por ejemplo, una enfermedad. Pues también en ese caso, aceptándolo como algo querido –permitido– por Dios, quien más me ama, y llevándolo con buen ánimo y optimismo, estaré amando, pues estaré contentando a quienes me rodeen durante ese trance de dolor.

Ciertamente, como se ve, el único modo de descifrar el misterio del dolor y el sufrimiento es el camino del amor. Un amor que transforma la nada, el absurdo o la contrariedad en una realidad plena, en afirmación gozosa o en auténtica vida.

De la cruz con minúscula a la Cruz con mayúscula

Siguiendo con lo expuesto, pero a la luz de la fe y a través de los ojos de Jesús, el misterio del dolor se torna en una realidad sensata y felicísima.

De nuevo una paradoja de nuestra existencia cobra sentido, como aquella vida del Dios hecho Hombre que acaba sus días aquí abajo abrazando el dolor como nadie y como nunca en el sacrificio de la Cruz, pero que culminará con el gozo de la Resurrección. El cristiano, cuya vida tiende a identificarse con Cristo, pasará por su cruz, pero esperanzado en el gozo de su resurrección –salvación del alma– y ello hará llevadero el dolor.

Nosotros colaboramos con Jesús en su obra redentora, y salvamos la Humanidad entera aportando “nuestras cruces o sacrificios”, ínfimas la mayoría de las veces, pero necesarias para completar la obra de la salvación del hombre. Así, algo malo, el dolor, encuentra su sentido y se torna en algo bueno, un motivo redentor.

Por tanto, enfrentarse al dolor, al sufrimiento, no solo nos fortalece el carácter, desarrolla nuestra afabilidad y espíritu de servicio, o la capacidad de dominar las reacciones instintivas, sino que nos hace participar de la misma misión redentora de Jesús.

¿Es lo mismo mortificación o sacrificio, penitencia y expiación?

En el campo del dolor a veces nos encontramos con términos que pueden parecer sinónimos, pero que en realidad no lo son. Sí giran todos en torno al sentido que hemos argumentado más arriba, pero con matices.

Mortificación

Al usar la palabra “mortificación o sacrificio” nos referimos a la acción de vencernos, superarnos en algo, de privarnos o renunciar a ello. Es una acción encaminada a dominar las pasiones o deseos. El hombre, así, crece y se desarrolla adecuadamente controlando con su razón los movimientos instintivos y su vida afectiva, orientándose hacia un ideal que merezca la pena ser vivido. 

En efecto, constatamos en nuestras vidas que ningún ideal se hace realidad sin sacrificio. Esta es una elemental experiencia humana, si bien desde el punto de vista cristiano se vive en relación con la muerte –sacrificial– de Cristo en la cruz. Mediante una continua vida de sacrificio logramos ese dominio de las circunstancias y vivimos más la caridad con los demás, nos despojamos de nosotros mismos y nos entregamos al prójimo.

Penitencia

De otro lado, el término “penitencia” forma parte del anuncio con que Jesús comenzó su predicación. Supone un reconocimiento del pecado, que da lugar a un cambio en el corazón, y en consecuencia en la vida de uno, e invita a vivir humildemente y con sentido de agradecimiento ante el perdón divino.

Expiación

Por último, la “expiación” se refiere al objeto o razón de ser del dolor sufrido por Cristo en la Cruz, que consiste en perdonar a la humanidad entera sus pecados y reabrir las puertas del Cielo, a modo de reconciliación de aquella con Dios.

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