Nadie puede perdonar si antes no ha sido perdonado, si no ha experimentado el perdón de verdad. Perdonar es una modalidad de querer, quizás me atrevo a decir que de las más perfectas. Decirle a alguien “yo te perdono”, es decirle “yo te quiero como eres, reconozco en ti algo que transciende tus hechos, tus limitaciones, tus errores”.
Pero el perdón tiene una doble vertiente: en primer lugar, es un don, no sale de nosotros mismos, no es resultado exclusivo de nuestra voluntad o nuestra determinación; pero, en segundo lugar, también se puede aprender a perdonar. Hay una serie de actitudes internas y externas que nos facilitan la acogida de ese don.
La oración colecta de la Misa del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario recoge una provocadora afirmación: “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo”.
Aunque esta formulación puede sorprendernos inicialmente, hay que afirmar que la mayor manifestación del poder de Dios no es solo la creación o los milagros físicos narrados en el Evangelio y constatados hoy, por ejemplo, en los procesos de beatificación y canonización (detrás de cada santo que conocemos se esconden dos milagros confirmados), sino que se manifiesta “especialmente” al perdonarnos.
Con qué fuerza lo expresa san Josemaría Escrivá, que se pasmaba ante esta consideración: “Un Dios que nos saca de la nada, que crea, es algo imponente. Y un Dios que se deja coser con hierros al madero de la cruz, por redimirnos, es todo Amor. Pero un Dios que perdona, es padre y madre cien veces, mil veces, infinitas veces”.
Dios también pronuncia sobre nosotros una palabra de perdón, y la Palabra de Dios se hace carne: “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret” (Misericordiae Vultus, 1).
Sed de amor
Dios lo tenía todo pensado. A través de los sacramentos permanece en la Iglesia la fuerza del misterio pascual de Cristo. Ese rostro de la misericordia del Padre sigue vivo y operante. ¡Dios me perdona hoy! Y me enseña a perdonar. Cuando en cierta ocasión le echaron en cara a san Leopoldo Mandic –santo confesor capuchino– que perdonaba a todo el mundo, señaló un crucifijo y respondió: “¡Él nos ha dado el ejemplo!” (…) Y abriendo los brazos añadió: “Y si el Señor me reprochase mi demasiada largueza le podría decir: “Señor, este mal ejemplo me lo habéis dado vos, muriendo en la cruz por las almas, impulsado por vuestra divina caridad”. El sentido de humor de los santos esconde una profunda verdad.
El hombre de hoy –que es el hombre de siempre– experimenta, con frecuencia, una profunda ruptura, abundantes fracasos, angustia, desorientación. Con razón afirmaba Benedicto XVI que “en el corazón de todo hombre, mendigo de amor, hay sed de amor. En su primera encíclica, “Redemptor hominis”, mi amado predecesor (san) Juan Pablo II escribió: “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente” (n. 10).
El cristiano, de modo especial, no puede vivir sin amor. Más aún, si no encuentra el amor verdadero, ni siquiera puede llamarse cristiano, porque, como puso de relieve en la encíclica «Deus caritas est», “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n.1.). (Homilía durante una liturgia penitencial. 29 de marzo de 2007).
Reconocernos pecadores
Cada sacramento es un encuentro real con Jesús Vivo. Cuando voy a confesarme el protagonista no es mi pecado, ni mi arrepentimiento, ni mis disposiciones interiores –todo ello necesario– sino el amor misericordioso de Dios. Recientemente lo explicaba el Papa Francisco en una parroquia romana diciendo que la confesión “no es una práctica de devoción, sino el fundamento de la existencia cristiana. No se trata de saber expresar bien nuestros pecados sino de reconocernos pecadores y arrojarnos en los brazos de Jesús crucificado para ser liberados” (Papa Francisco, Homilía en la celebración de la Reconciliación, 24 horas para el Señor, 8 de marzo de 2024).
El Papa señala algo que es importante: el perdón es una experiencia de libertad, mientras que el pecado, la culpa es una experiencia de esclavitud, como aparece reiteradamente señalado en la Sagrada Escritura. Y con esa experiencia de libertad viene la paz, el gozo interior y la alegría.
El Catecismo de la Iglesia católica (n. 1423-1424) nos enseña que este sacramento puede recibir distintos nombres: “de conversión”, “de la penitencia”, “de la confesión”, “del perdón” y “de la reconciliación”. Ninguno de los términos agota toda su riqueza, sino que nos lo muestra como un diamante poliédrico que puede ser contemplado en sus distintas caras.
Sacramento de conversión
Es el punto inicial: reconocer que todos necesitamos convertirnos, que es lo mismo que decir que todos somos imperfectos. Pero la conversión no debe brotar de la contemplación de mi yo herido porque no soy perfecto, sino de la contemplación asombrosa de un Amor que me envuelve y al que quiero corresponder. “¡El Amor no es amado!”, gritaba el joven Francisco por las callejuelas de su Asís natal. El punto de partida de la conversión debe ser la conciencia de mi pecado, como en la medicina el punto de partida del tratamiento es el diagnóstico.
Es precisamente en esa imperfección, donde nos está esperando Dios que siempre nos da una segunda oportunidad. Siempre es tiempo de recomenzar, como se desprende de unas palabras del Venerable siervo de Dios Tomás Morales, SJ: “No cansarse nunca, de estar empezando siempre”. Estas palabras nos recuerdan la repetición insistente del Papa Francisco, ya desde los primeros días de su pontificado: “Dios no se cansa de perdonar, no nos cansemos nosotros de pedir perdón”.
Sacramento de Penitencia
La conversión de la que antes se hablaba no es cuestión de un instante, sino que implica un proceso, un camino que recorrer. Aún en los casos en que el inicio fue una acción directa y “tumbativa de Dios” (pensemos en san Pablo, san Agustín, san Juan de Dios, san Camilo de Lelis o los grandes conversos del siglo XX), se comprueba que después tuvieron que proseguir ese camino diario de vivir cara a Dios. Él cuenta con el tiempo, es paciente y sabe esperar, nos acompaña. Como tal proceso, la conversión es algo vivo, no lineal, con altibajos.
Para muchos cristianos la experiencia de la conversión puede resultar frustrante por no contar precisamente con el tiempo. En una cultura de lo inmediato es fácil sucumbir a la impaciencia o la desesperanza y quererlo todo para ahora. Pensemos en los cuarenta años de Israel por el desierto… Dios no tiene prisa.
Sacramento de la confesión
Verbalizar nuestros pecados. Pasar de la idea a la palabra. San Juan Pablo II en la Exhortación apostólica sobre este sacramento, afirma que “reconocer el propio pecado, es más, —yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad— reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios (…). En realidad, reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, tomar la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre. Esta es una ley general que cada cual ha de seguir en la situación particular en que se halla. En efecto, no puede tratarse sobre el pecado y la conversión solamente en términos abstractos”. (Reconciliatio et paenitentia, 13).
El examen de conciencia hecho desde la base del amor –y no desde una concepción legalista del pecado– nos ayuda a identificar, a concretar. No quedarnos solo en lo “que he hecho” o “no he hecho” sino ir a la raíz. Para matar un árbol no basta cortar las ramas sino que hay que acabar con la raíz.
Del perdón y la reconciliación
Es impresionante escuchar (en el caso del sacerdote, pronunciar) esas palabras que, si podemos, las recibimos de rodillas: “yo te absuelvo de tus pecados…”. En ese momento se corta la soga que nos tenía sujetos; Dios se acerca y nos abraza.
Así lo explicaba el Papa Francisco hace unos años: “Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta”. (Audiencia general, 19 de febrero de 2014).
Nexo entre Penitencia y Eucarístía
¿Y quién no quiere ser abrazado? ¿Quién no quiere ser injertado de nuevo en una relación de amor? Dios siempre nos espera con los brazos y el Corazón abiertos. Por eso también algunos autores han llamado a este sacramento “el de la alegría”. Es esta una virtud que aparece en todos los personajes de las parábolas de Lucas, excepto en el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo; algo que debería hacernos reflexionar.
Este recorrido reafirma la necesidad de volver a colocar el sacramento de la penitencia en el centro de la pastoral ordinaria de la Iglesia. No olvidemos el nexo intrínseco entre el sacramento de la penitencia y el de la Eucaristía, corazón de la vida de la Iglesia, que aunque no es objeto de este artículo resulta imprescindible mencionarlo.
Nueva evangelización y santidad
De ahí que el Papa Benedicto XVI se preguntase: “¿En qué sentido la Confesión sacramental es “camino” para la nueva evangelización? Ante todo, porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el “motor” de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora”.
A continuación, el mismo Papa señalaba: “En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. (San) Juan Pablo II, en la carta apostólica «Novo millennio ineunte», afirmaba: “Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación” (n. 37).
“Quiero subrayar este llamamiento”, añadía, “sabiendo que la nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo como ‘mysterium pietatis’, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia” (Benedicto XVI. Discurso a los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica sobre el fuero interno, 9 de marzo de 2012).
Creo que, aunque de manera somera, se ha podido demostrar que el sacramento de la penitencia tiene también un valor pedagógico. Se inserta en un camino de santidad, fin último de la vida de cada uno de nosotros.
Por eso debemos compartir con otros nuestra experiencia. “La palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia no deje a ninguno indiferente” (Misericordiae Vultus, 19). También nosotros desde el perdón recibido nos convertimos en instrumentos de perdón.
Vicario parroquial Santa María de Caná. Adjunto a dirección Oficina Causas de los Santos (CEE).