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¿Son el sacerdocio y el diaconado para las mujeres?

En relación con las tareas de la mujer en la Iglesia, el Papa ha excluido un diaconado femenino que sea parte del sacramento del Orden, en consonancia con enseñanzas anteriores. Las analiza el experto en Eclesiología Philip Goyret.

Philip Goyret·24 de mayo de 2024·Tiempo de lectura: 8 minutos
Diaconado

Servidora del altar durante una Misa del Miércoles de Ceniza en Nueva York (Copyright: OSV)

Un dato se impone con predominio ante nuestros ojos por su inexorable evidencia: en la Iglesia la presencia de la mujer es largamente superior a la de los varones. En la Misa dominical, en las catequesis, en la vida consagrada, los números son números preponderantemente femeninos. Pero otro dato se impone también con evidencia: en la Iglesia católica, los cargos superiores de gobierno y de culto son cubiertos exclusivamente por hombres. Podríamos decir, simplificando mucho las cosas, que nos encontramos con una Iglesia de mujeres presidida por hombres.

En gran parte, la razón de esta paradoja puede centrarse en la reserva del sacramento del orden a los varones, dado que en la Iglesia católica solo quienes lo han recibido pueden presidir el culto eucarístico, pueden ser nombrados obispos o Papas. Si a esto añadimos la mayor sensibilidad religiosa de la mujer, entendemos el porqué de esta situación, estemos o no de acuerdo con ella. En realidad, parecería lógico que quien tiene mayor sensibilidad por lo religioso estuviera a cargo de lo religioso. ¿No deberíamos cambiar la praxis actual?

Surge así un articulado panorama que intentaré esclarecer, enmarcando en primer lugar los términos del debate, explicando luego los argumentos de la teología católica, y añadiendo finalmente unas consideraciones dictadas más por la racionalidad y el sentido común que por la dogmática. 

El contexto del debate

La reserva del sacerdocio ministerial exclusivamente a los hombres gozó de pacífica aceptación a lo largo de la vida de la Iglesia hasta que, en el siglo XX, fue puesto en el punto de mira de numerosos ataques que, aún hoy, animan el debate sobre el tema. Se argumenta que la progresiva paridad de derechos de la mujer respecto al hombre, en campo político, empresarial, deportivo, militar, cultural, etc., debería también reflejarse en la Iglesia.

Como no puede extrañar, la presión a favor del sacerdocio femenino proviene en gran parte de exponentes del movimiento feminista radical, que consideran la reserva del sacerdocio a los hombres como una forma de discriminación contra la mujer, y que debería eliminarse. Según la interpretación de la corriente de pensamiento igualitario de este movimiento, la práctica actual chocaría con Gal 3,28 (“No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque sois todos uno en Cristo Jesús”), y, por tanto, sería el resultado de una antropología de corte patriarcal, hoy obsoleta e insostenible.

La llamada a abolir todo tipo de discriminación, proclamada por la Constitución “Gaudium et spes”, n. 29 del Concilio Vaticano II (“toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino”) habría inaugurado una nueva era en la Iglesia, en la que hombres y mujeres tendrían los mismos derechos también en lo que respecta al ministerio ordenado.

En esta reflexión confluyen también razones de carácter ecuménico, puesto que, en muchas confesiones cristianas (y en algunas religiones no cristianas, como el hebraísmo), esta reserva ya no existe. La situación se ha complicado aún más en los últimos años con la difusión de la ideología de género. Si la identidad sexual es pensada como una cuestión exclusiva de elección personal, no necesariamente determinada por la constitución biológica con la que se nace, difícilmente podemos considerarla como condición sine qua non para el acceso o la exclusión al sacerdocio.

El sacerdocio en la teología católica

La primera cosa a tener en cuenta es que los fundamentos del sacerdocio exclusivamente masculino no son de orden antropológico (una supuesta superioridad del hombre) ni tampoco “estratégico” (una supuesta mayor autonomía), sino que provienen de la revelación, en el sentido fuerte del concepto: Dios ha revelado, ha establecido y nos ha entregado el sacerdocio ministerial en una forma masculina, no femenina, y por ello la Iglesia no se considera autorizada a cambiar esta disposición, admitiendo mujeres a la ordenación sacerdotal.

Encontramos esta revelación más en gestos que en palabras. En efecto, los doce apóstoles, a quienes Jesús eligió para hacerles partícipes de su sacerdocio, eran hombres, no mujeres. Cuando a su vez los apóstoles ordenaron sacramentalmente a la generación sucesiva, se sintieron vinculados a este modo de proceder del Señor, y eligieron candidatos masculinos.

El carácter irreformable del vínculo entre sacerdocio y condición masculina estuvo bien arraigado ya desde el principio en la conciencia que la Iglesia tenía de sí misma; cuando, en los primeros siglos del cristianismo, surgieron sectas que querían confiar el ejercicio del ministerio sacerdotal a mujeres, fueron inmediatamente reprendidas por los padres y denunciadas como herejías, como lo muestran numerosos textos de san Ireneo, Tertuliano y san Epifanio. Lo mismo sucedió en los siglos siguientes: la Iglesia la consideró una praxis apostólica vinculante.

Podría argumentarse, naturalmente, que esa praxis estaba condicionada por las circunstancias de la época, en la cual la figura de la mujer tenía escasa relevancia pública y era contemplada en posición subordinada. Conviene recordar, sin embargo, que Jesús no se dejó condicionar por las costumbres culturales del momento, sino que las desafió abiertamente, también en lo que respecta a la mujer: habla libremente con ellas, las pone de ejemplo en las parábolas, les concede paridad de derechos respecto al matrimonio, acoge a las pecadoras, etc.

Los apóstoles, por su parte, no cedieron en este tema tampoco cuando la evangelización se expandió fuera del ámbito semítico hacia el mundo griego y luego romano, donde, a causa de la existencia de sacerdotisas paganas, la presencia de “sacerdotisas cristianas” no habría escandalizado.

El otro argumento fuerte de la revelación, en realidad premisa del anterior, es que el Hijo de Dios se encarnó tomando una naturaleza humana sexuada en modo masculino, no femenino, y es la virtud de esa naturaleza humana, instrumento de la divina, la que se hace sacramentalmente presente en el candidato cuando es ordenado sacerdote. Es esto una consecuencia directa de la teología dogmática sobre la” repraesentatio Christi Capitis” y el obrar “in persona Christi”, a la base del sacramento del orden.

En definitiva, la naturaleza humana masculina de Jesucristo se “prolonga” sacramentalmente en un “soporte” que debe por fuerza ser masculino para ser soporte válido. No olvidemos que la encarnación del Hijo de Dios no termina con su Ascensión a los cielos: Jesucristo fue varón y continúa siendo varón.

Es verdad que el Nuevo Testamento no aborda explícitamente la cuestión de la no-admisión de la mujer al sacerdocio. Pero los grandes exégetas estudiosos del tema, como Albert Vanhoye, consideran un anacronismo exigir esto al solo dato bíblico; ellos examinan serenamente el conjunto de los textos neotestamentarios y concluyen poniendo a la luz, por una parte, la extrema importancia que estos escritos otorgan al ministerio sacerdotal, y a la vez muestran cómo la antigua tradición eclesial sobre la reserva del orden sagrado a los hombres se encuentra en relación de continuidad con los datos bíblicos. Efectivamente, es la revelación en su conjunto — el dato neotestamentario leído a la luz de la tradición viva de la Iglesia — lo que se traduce en fe eclesial sobre el sujeto válido del sacerdocio ministerial.

La Iglesia ha oficialmente afirmado esta doctrina en un documento emitido por la Congregación para la Doctrina de la Fe (hoy Dicasterio) el 15 de octubre de 1976, la Declaración “Inter insigniores”. Unos años más tarde, “para despejar cualquier duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la constitución divina de la misma Iglesia”, san Juan Pablo II reafirmó en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” (del 22  de mayo de 1994) “que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que esta sentencia debe ser considerada como definitiva por todos los fieles”. Según una declaración de la misma Congregación para la Doctrina de la Fe, publicada un año después, esta doctrina “requiere un asenso definitivo”, porque “ha sido propuesta infaliblemente por el magisterio ordinario y universal”.

Diaconado femenino

No puede omitirse aquí una referencia al “diaconado femenino”, en el limitado espacio disponible. Las razones por las que la Iglesia reserva el sacerdocio ministerial (episcopado y presbiterado) a los hombres no son inmediatamente aplicables al diaconado, pues los diáconos no actúan “in persona Christi”. 

Si añadimos a esto el hecho histórico de la existencia de diaconisas en la Iglesia del primer milenio, especialmente en ámbito oriental, surge espontánea la pregunta de porqué no podemos tenerlas ahora. 

Muy sintéticamente, podemos hacer aquí tres consideraciones. Por una parte, está poco claro que las “diaconisas” del primer milenio sean equiparables a lo que hoy llamamos diaconado: que hayan sido llamadas diaconisas no indica necesariamente un ministerio idéntico a lo que hoy llamamos diaconado en sentido teológico estricto. 

Además, las fuentes histórico-litúrgicas atestiguan que las funciones de las diaconisas no eran iguales a las de sus pares diáconos: estos predican, bautizan, bendicen, distribuyen la comunión, cosas prohibidas a aquellas, cuyas funciones se limitan a ayudar a los presbíteros y obispos en aquello que, por razones de pudor, sería indecoroso que fuesen realizadas por hombres, como, por ejemplo, el bautismo por inmersión de mujeres adultas o las unciones propias de los ritos de iniciación cristiana, más aún en un contexto social donde la separación entre hombres y mujeres era más estricta que ahora. 

En esta dirección se mueve un documento de la Comisión Teológica Internacional del 2003, llamado “El diaconado: evolución y perspectivas”. No olvidemos, en fin, que la individuación de la identidad teológica del diaconado está aún hoy en fase germinal, debido a que por muchos siglos fue considerado sólo como un “escalón” hacia el presbiterado. 

No es por tanto prudente tomar ahora decisiones definitivas, y es por eso que la Iglesia se limita, de momento, a mantener la praxis actual como algo disciplinar, esperando el momento en que la teología dogmática y luego el magisterio, se pronuncien en modo definitivo. 

Una comisión instituida “ad hoc” por el Papa Francisco para el estudio específico de este tema concluyó sus sesiones en el 2018 sin llegar a resultados satisfactorios. Dos años después fue instituida una nueva comisión con el mismo objetivo, que sigue aún trabajando. El tema está también presente, aunque sin convergencia, en la relación de síntesis de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, aún en curso (n. 9).

En el momento actual está en vigor el c. 1024 del Código de Derecho Canónico, que dice: “Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación”, y esto se aplica a los tres grados del orden sagrado: episcopado, presbiterado y diaconado. La misma indicación encontramos en el c. 754 del Código de Cánones de las Iglesias Orientales.

Actitudes hacia el sacerdocio y el diaconado

Conviene tener presente que, en grandísima parte, la discusión sobre este tema no se desarrolla en el ámbito de la dogmática católica, sino en áreas de corte más existencial, o de planteamientos de redefinición del sacerdocio. En efecto, si yo desplazo el epicentro del sacerdocio ministerial desde el culto sacramental hacia el ministerio de la predicación (como sucede en el mundo protestante), es más difícil explicar porqué no lo podría hacer una mujer, pues, en sentido estricto, la predicación no se ejerce “in persona Christi”

Tristemente, el aire que se respira en los debates sobre nuestro tema huele con frecuencia a óptica de poderes: se desea mandar, y dado que fue a los apóstoles a quienes Jesús dijo: “vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28), se aspira a la ordenación sacramental para “heredar” esta atribución. Se olvida -esto vale para hombres y mujeres, quizá más para los hombres ordenados sacerdotes-que el sacerdocio es sacerdocio “ministerial”, o sea para servir.

La vocación sacerdotal es vocación al servicio, aunque a veces este servicio se desarrolle desde posiciones de gobierno, y aunque ordenarse comporte siempre la pertenencia a la jerarquía. Realmente no debería ordenarse quien lo hace solo en vista del poder. Nos encontramos aquí nuevamente con una patología endémica difícil de extirpar: el clericalismo, el cual afecta a los clérigos con “mentalidad de casta” y avidez “arribista”, pero también, paradójicamente, a quienes quisieran ser clérigos para participar en el poder.

En fin, sobre la cuestión de los derechos (¿por qué un hombre puede ordenarse y una mujer no lo puede?) hay que recordar algo muy elemental y a la vez muy importante: una mujer no tiene derecho a recibir el orden sagrado por las mismas razones por las que un hombre no tiene derecho a recibir el orden sagrado. Este derecho no existe: ni para varones, ni para mujeres. Es puro don gratuito, no derivado de la condición bautismal, aunque la presuponga.

No pueden cerrarse estas consideraciones sin mencionar la necesidad imperiosa de eliminar de la Iglesia las praxis y actitudes “machistas”, con perdón de la expresión. La mujer puede y debe ocupar muchos más espacios en la Iglesia: en la enseñanza en todos los niveles, en la administración de los bienes, en la justicia, en las obras de caridad, en los consejos pastorales, en la organización, y en tantos otros; pero el acceso al sacramento del orden no es el camino indicado, ni el válido, ni el oportuno. Quiera Dios que el tema logre encontrar una reflexión racional y serena, dejando de lado planteamientos viciados de ideología y de posiciones preconcebidas.

El autorPhilip Goyret

Profesor de Eclesiología en la Universidad de la Santa Cruz.

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