Reverendo SOS

Yo hice sonreír a un santo

San Juan Pablo II era muy consciente de la importancia del ocio, que puede fomentar un sano sentido de la deportividad, integrando así la psicología y la salud mental.

Carlos Chiclana·11 de agosto de 2024·Tiempo de lectura: 3 minutos
san juan pablo ii

Un frío día de diciembre de 1983 mis padres, los hermanos mayores y yo llegamos nerviosos de madrugada al Portone di bronzo en el Vaticano. Nos recibió un serio y elegante guardia suizo, quien nos acompañó por enormes pasillos hasta una sala donde dejar los abrigos.

Llegó también un grupo de circunspectos cardenales quienes colgaron también los suyos en un perchero, sin ver que un niño pequeño andaba por allí. Me sepultaron en telas, pero conseguí salir y reunirme con mi familia. Íbamos a Misa con el Papa, a su Misa personal, junto con unos poquitos más.

De nuevo el soldado de la guardia del Romano Pontífice nos animó a seguirle. Avanzamos en silencio por nuevos pasillos hasta que se detuvo para hacer una reverencia. Nos indicó con gestos que allí era. Nos asomamos y vimos a san Juan Pablo II sentado frente al sagrario, rezando.

Nos situamos delante a la derecha, y a mí me tocó sentarme a la izquierda en ese primer banco, el más cercano a un hombre que llevaba todo el peso de la Iglesia. El vicario de Cristo en la tierra rezaba concentrado, ajeno al movimiento y sonidos que hacíamos al entrar el reducido número de asistentes a la Misa. 

Pero la vida trae sorpresas y ni san Juan Pablo II ni nadie esperaba lo que iba a ocurrir. Aquel niño de ocho años hacía lo que tenía que hacer, ser un niño, y llevaba unas canicas en el bolsillo. Superado el frío húmedo romano para llegar hasta Ciudad del Vaticano, el susto con los abrigos y los cardenales, el sobrecogimiento del paseo por amenazantes pasillos siguiendo a un formal soldado, la novedad de todo lo que estaba viviendo y con la ilusión de estar allí con el Papa, ¿qué mejor que serenarse y ganar seguridad gracias al conocido tacto de mis canicas en el bolsillo?

Sin embargo, las canicas no se habían tranquilizado todavía y, con esa manía suya de moverse alocadamente, salieron de mi bolsillo y ¡a botar y a rodar! Su alegre y cantarín repicar en el suelo de mármol de la capilla personal del Papa rompió el silencio e interrumpió la conversación entre Dios y Karol Wojtyla, o quizá no les molestó, sino que la alimentó.

En mi cabeza las canicas rebotaban a cámara lenta y era el único sonido que escuchábamos todos los que estábamos ahí y retumbaba en el techo. ¿Qué iba a pasar? San Juan Pablo II levantó la cabeza, se giró y sonrió. Podría haber enviado a la guardia suiza que expulsaran a ese niño de su palacio, pero sonrió. Podría haber aparentado que aquel alboroto durante su oración matutina no le llamaba la atención, pero sonrió.

Podría haberme mirado con gesto adusto y severo y haberme dicho “¿no ves que estoy hablando con Dios de todo lo que tenemos que poner en orden en la iglesia y en mundo?”, pero sonrió. Podría haber regañado a mis padres, pero sonrió.

Karol Wojtyla atendía a la realidad y se dejaba sorprender y afectar por ella; tenía los pies en el suelo y la cabeza en el cielo; no se daba importancia; permitía que cada uno fuera él mismo y contaba contigo para los planes de Dios; sabía que jugar es necesario todos los días de la vida para afrontar con sentido deportivo y lúdico cada instante; tenía sentido del humor; andaba con Dios y convertía lo ordinario en oración; no perdía el tiempo con enfados sin sentido; de lo inoportuno sacaba una oportunidad; hacía familia y hogar allí donde estaba… y sonreía, sonreía mucho. Todo un tratado de sana psicología y de integración de psicología y salud mental.

Gracias a su intervención, y esa honda espontaneidad que él mismo vivía y que propone en Amor y responsabilidad, yo puedo decir que soy un niño que hizo sonreír a un santo, en vez de ser un niño que distrajo o que enfadó al jefe de Estado del Vaticano.

Después de Misa nos saludó uno a uno y nos regaló un rosario. Cuando llegó mi turno, mi madre le dijo: “Se llama como usted”. Él me dio un beso y dijo: “¡Carolo, Carolo!”. No lo expresó en voz alta, pero de niño a niño yo comprendí lo que ocurría: lo que le apetecía era jugar conmigo un rato a las canicas, pero no podía quedarse. Había quedado para jugar con otros mayores, y me pedía que jugara yo por él. Así, hasta hoy, ¡venga a jugar!

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