“Tu libertad termina donde empieza la mía”. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? Yo no, aunque pudiera ser útil para un litigio. La podemos transformar si consideramos el crecimiento y desarrollo personal que se produce cuando trasciendes tu yo, sales a encontrarte con otra persona, la adentras en ti y dejas que te afecte y transforme. Tu libertad se hace más libertad si entras en relación con el otro y dejas que te afecte con todo lo bueno y lo malo.
Cuando, con empatía, permites que la otra persona se meta dentro de ti, toque tu corazón, conecte con esa parte tuya que siente lo mismo, y active esa sensibilidad particular -sea en modo gustoso y de atracción, sea con disgusto, repulsión y rechazo- dejas que interpele a tu libertad: tienes que mover ficha. Eres tú quien ha de responder y te están preguntando si reconoces que el otro vale en sí mismo, si valoras que la vivencia del otro merece ser comprendida, acogida, validada.
Para que tu libertad crezca, se haga más libre, más auténtica y más tuya, además de dejarte afectar y “padecer al otro”, es necesario elaborar una respuesta, y no sólo una reacción, ante esa propuesta vital. Una respuesta que elija con equilibrio entre lo bueno en sí mismo, lo bueno para mí, lo bueno para el otro y lo bueno para la relación. Mi libertad aumenta gracias a tu libertad.
Sí, al afectarte, te genera emociones, pensamientos, sentimientos y te interpela. Surge una reacción espontánea e involuntaria, de atracción y afecto o de rechazo y desafección, que pide ser regulada por ti para elaborar una respuesta adaptada. Puedes escoger lo bueno para ti y para el otro, hacerte más tú mismo, relacionarte con otras partes de ti y, a la vez, trascender. Hacerte a ti mismo y en la relación.
Es necesario que, si tienes afán de trascender y estar pendiente de otros y servirles –típicas manías y costumbres de los sacerdotes- busques también el equilibrio entre darte y cuidarte, para no desgastarte o quedarte en números rojos. Para darse es necesario poseerse, para salir es necesario estar dentro. En cada acción que lleves a cabo puedes considerar esas cuatro relaciones: tú contigo mismo, tú con el otro, el otro contigo y el otro consigo mismo. De esta forma distribuyes “las fuerzas relacionales”, según cada situación y relación específica, y concretas el modo de darte y de cuidarte. De aquí surgirá una reciprocidad que se puede concretar en:
1.- Actúas sobre los demás: te entregas, estás solícito y disponible; te relacionas con gratuidad; interactúas con el diferente; acoges incondicionalmente al otro; apartas la mirada de ti mismo y das las gracias.
2.- Te atiendes a ti mismo: pones límites, dices que no o que sí de forma proporcionada; valoras lo que das y te satisfaces por ello; no necesitas a otro en exclusiva ni dependes en forma absoluta del otro.
3.- Facilitas que te atiendan a ti: pides ayuda, te dejas ayudar y servir de forma proporcionada, recibes de los demás; te abres a la acción del otro; aceptas algunas cuestiones que te sugieren; dejas que sean agradecidos contigo; valoras lo que recibes y facilitas que la alteridad te forme, conforme y transforme.
4.- Dejas que la otra persona tenga su espacio, tome sus decisiones y se haga responsable de su vida y de su felicidad: no invades o proteges de forma innecesaria, respetas y dejas que actúe según su criterio; no te haces responsable de asuntos que no te corresponden y no homologas la realidad a tu criterio.
De esta manera no tienes que contraponer darte con cuidarte, sino que puedes elegir me doy y me cuido. Mi libertad se enriquece cuando se encuentra con la tuya.
Te permites ser puesto en crisis por el otro, en disposición al cambio, en movimiento, porque te ves “obligado por ti mismo” a dar razón de tu comportamiento con el otro e interpelado a definir tu propia identidad. Por tanto, vislumbrarás el misterio, que es mucho más de lo que aparenta atractivo o repulsivo, como bien o mal físico, como agradable psicológica o moralmente.