También aquí, como en el Prefacio I de Adviento, predomina el carácter escatológico propio de esta parte del tiempo de preparación a la Navidad.
En verdad es justo darte las gracias,
es nuestro deber cantar en tu honor
himnos de bendición y de alabanza,
Padre todopoderoso, principio y fin de todo lo creado.
Tú nos has ocultado el día y la hora
en que Cristo, tu Hijo,
Señor y Juez de la historia,
aparecerá, revestido de poder y gloria
sobre las nubes del cielo.
En ese día terrible y glorioso
pasará la figura de este mundo
y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.
El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria
viene ahora a nuestro encuentro
en cada hombre y en cada acontecimiento
para que lo recibamos en la fe
y por el amor demos testimonio
de la espera dichosa de su reino.
Por eso, mientras aguardamos su última venida,
unidos a los ángeles y a los santos,
cantamos el himno de tu gloria:
Santo, Santo, Santo…
El texto presenta cierta novedad desde su comienzo, ya que muestra un protocolo inicial diferente al de la mayoría de los demás Prefacios. Desde las primeras expresiones, dirige la mirada contemplativa de los fieles hacia Dios Padre Todopoderoso, principio y fin de todas las cosas: de este modo nos introduce inmediatamente en la perspectiva a la vez cósmica e histórico-escatológica.
El embolismo del prefacio consta de tres secciones, indicadas también gráficamente en el texto del Misal. La primera sección recuerda el texto de Mateo 24, 36, en el que Jesús mismo afirma que nadie sabe el día y la hora de la manifestación final del Hijo; estas palabras constituyen en sí mismas una invitación a la vigilancia, tema típico de este tiempo de Adviento.
A continuación, la mirada se dirige a la visión profética de la segunda venida de Cristo, cuando “verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria” (Mt 24,30). Vendrá como Señor (cfr. Hch 2,36) –que traduce el griego Kyrios, e indica la divinidad de Cristo y, por tanto, su señorío sobre toda la creación– y Juez (cfr. Hch 10,42), es decir, el encargado de establecer la justicia de una vez por todas (cfr. Ap 20,11-12).
De los “últimos tiempos” a la vida cotidiana
La segunda sección continúa con la descripción de ese último día y lo define como tremendo (cfr. Gl 2, 11) y glorioso (cfr. Ez 39, 13 y Hch 2, 20), adjetivos que muestran lo extraordinario del momento, que infunde temor y al mismo tiempo revela la majestad de Dios (glorioso es un adjetivo que suele referirse a Dios). La visión, sin embargo, no se detiene aquí, sino que se abre a la contemplación grandiosa de los cielos nuevos y la tierra nueva: la figura de este mundo pasa (cfr. 1 Co 7,31) y comienza una nueva era, caracterizada ya no por la fragilidad, sino por la plenitud y la definitividad, como atestiguan las profecías de Isaías (cfr. Is 65,17 y 66,22), retomadas más tarde por 2 P 3,13 y Ap 21,5.
En la Epístola a los Romanos, Pablo también dirige su mirada hacia esta plenitud cuando dice: “Pues la creación ha sido sometida a la caída (…) con la esperanza de que también la creación misma sea liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8, 20-21). Es hermoso observar cómo en este fresco de lo que será, la dimensión material no sólo no es despreciada, sino que, por el contrario, es exaltada, en esa recapitulación de todas las cosas que incluye no solo al hombre, sino a todo el cosmos.
Por último, la tercera sección del prefacio nos propone el paso de esta contemplación grandiosa de los acontecimientos de los “últimos tiempos” a la vida cotidiana: preparar la venida del Señor significa ante todo abrir el corazón al prójimo y acoger a cada persona y cada acontecimiento; en las personas que el Señor pone a nuestro lado y en los acontecimientos que nos suceden, Dios habla. Hay aquí un eco de las palabras de Gaudium et Spes 22: “Por la encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre”.
El texto concluye con una frase tripartita, que pone de relieve la necesidad de las virtudes teologales para la vida cotidiana: la fe es necesaria para poder reconocer a Cristo que se hace presente en los acontecimientos de la vida y para poder acoger esta presencia suya; la caridad es indispensable para dar testimonio de la vida cristiana, que se abre a la esperanza, es decir, a la espera confiada del cumplimiento de los planes de salvación de Dios sobre nosotros.
Por último, precisamente alimentando la espera de la segunda venida, se nos invita a unirnos a los ángeles y a los santos en el canto del Sanctus.
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)