El cuarto prefacio nos ayuda a contemplar la Pascua como una nueva creación. En efecto, el misterio pascual ha inaugurado un tiempo nuevo, un mundo nuevo; en su segunda carta a los Corintios, San Pablo se refiere precisamente a la muerte y resurrección de Cristo como principio de novedad absoluta ante todo para los seres humanos: “murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. De modo que ya no miramos a nadie a la manera humana; aunque hayamos conocido a Cristo a la manera humana, ya no lo conocemos así. De modo que si alguien está en Cristo, es una criatura nueva” (2 Co 5, 15-17).
El mismo lenguaje está presente en el Bautismo, que es precisamente la inmersión de cada persona en el misterio pascual: cuando los padres llevan a su hijo a la pila bautismal, el celebrante se dirige a ellos anunciándoles que Dios está a punto de dar a ese niño una vida nueva, que renacerá del agua y del Espíritu Santo, y que esta vida que recibirá será la vida misma de Dios.
En efecto, siguiendo la enseñanza de San Pablo, gracias al bautismo hemos sido sumergidos en la muerte de Cristo para poder caminar en una vida nueva: “el hombre viejo que había en nosotros ha sido crucificado con él” (Rom 6, 6).
Pero, al mismo tiempo, esta novedad se aplica a todo el universo creado; es de nuevo san Pablo quien, concluyendo el razonamiento expuesto anteriormente, afirma: “las cosas viejas pasaron; he aquí que han nacido cosas nuevas” (2 Co 5, 17). Todas las cosas se renuevan: la resurrección de Cristo ha abierto una nueva etapa en la historia, que sólo concluirá con el fin de los tiempos, cuando se complete el plan de reconducir todas las cosas a Cristo, única Cabeza.
En efecto, el Apocalipsis contempla a Dios sentado en el trono y una voz poderosa declara: «Ya no habrá muerte, ni habrá llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘He aquí, yo hago nuevas todas las cosas'» (Ap 21, 4-5). Los cielos nuevos y la tierra nueva, que caracterizarán nuestra condición final, comienzan con la resurrección de Cristo, primogénito de una nueva creación (cfr. Col 1, 15.18).
El domingo, presagio de la vida sin fin
Por eso la Iglesia, al hablar del domingo, Pascua de la semana, lo define también como el octavo día, “colocado, es decir, con respecto a la sucesión septenaria de los días, en una posición única y trascendente, que evoca no sólo el principio de los tiempos, sino también su fin en el siglo futuro”. San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo presente, el día sin fin que no conocerá ni la tarde ni la mañana, el siglo imperecedero que no puede envejecer; el domingo es el presagio incesante de la vida sin fin, que reaviva la esperanza de los cristianos y los anima en su camino» (Juan Pablo II, Carta apostólica Dies Domini, n. 26).
La Pascua abre, por tanto, la contemplación de nuestra vida asumida por Cristo y totalmente renovada gracias a su Pasión, Muerte y Resurrección: Él tomó sobre sí nuestras miserias, nuestras limitaciones, nuestros pecados y nos generó a una vida nueva, la vida nueva en Cristo, que nos abre a la esperanza, porque todo lo que en nosotros es miseria y muerte, en Él se reconstruye y es promesa de vida.
El quinto prefacio
En el quinto prefacio, vuelve la imagen del Cordero sacrificado, pero en este caso combinada con la del sacerdote y el altar. Es una imagen audaz, que une en la persona de Cristo las tres grandes categorías de los sacrificios de la Antigua Alianza, arrojando así nueva luz sobre el sentido que tenían esos sacrificios y abriendo una novedad sin precedentes.
En efecto, toda la práctica sacrificial del Antiguo Testamento se centraba en el concepto de santidad (kadosh): la presencia de Dios es algo supremamente fuerte e impresionante, que suscita admiración y sobrecogimiento en el hombre. Es algo totalmente distinto, hasta el punto de que a Dios se le llama “el tres veces santo”: es el que es totalmente distinto tanto de los demás dioses como de la esfera de lo humano.
Esto significa que, para que una súplica o un sacrificio alcancen lo inalcanzable, es necesario que ese sacrificio esté separado de lo ordinario. Por esta razón, el culto del Antiguo Testamento se caracterizaba por una serie de separaciones rituales: el sumo sacerdote era una persona separada de los demás, bien por nacimiento (sólo podía ser elegido de la tribu de Leví y, en esta tribu, sólo dentro de la familia descendiente de Aarón), bien en virtud de ritos especiales de consagración (baño ritual, unción, vestimenta, etc., todo ello acompañado de numerosos sacrificios de animales).
Del mismo modo, la víctima del sacrificio estaba separada de todos los demás animales: sólo podía elegirse en función de determinadas características y debía ofrecerse según un ritual muy específico. Por último, sólo un fuego descendido del cielo podía llevar al cielo la víctima ofrecida por el sumo sacerdote (por eso el fuego del Templo era vigilado y alimentado constantemente) y la ofrenda sólo podía tener lugar en el lugar más sagrado, el más cercano a Dios, el Templo de Jerusalén.
Jesús, un culto nuevo
Jesús, en cambio, inaugura un culto nuevo, caracterizado por la solidaridad con los hermanos: Cristo, en efecto, “para llegar a ser sumo sacerdote”, “tuvo que hacerse en todo semejante a los hermanos” (Hb 2, 17); por el contexto queda claro que “en todo” no se refiere sólo a la naturaleza humana, es decir, al misterio de la Encarnación, sino también y sobre todo al sufrimiento y a la muerte.
Él es entonces la verdadera víctima, la única verdaderamente agradable al Padre, porque no se ofrece en lugar de alguien, sino que se caracteriza por la ofrenda de sí mismo: la obediencia de Jesús cura la desobediencia de Adán.
Por último, él es el lugar santo por excelencia, el altar que hace única y definitiva la ofrenda. En efecto, la purificación del Templo llevada a cabo por Jesús antes de su Pasión y Muerte, se hizo en vista de la erección del Templo único y definitivo, que es su Cuerpo (cfr. Jn 2, 21): su Resurrección inaugura el tiempo en que los verdaderos adoradores adorarán en Espíritu y verdad (Jn 4, 23), es decir, mediante la pertenencia a la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. La destrucción del Templo, que tuvo lugar en el año 70 d.C. y fue profetizada por Jesús, no hace sino sancionar esta novedad de manera concluyente.
A esto se añade el hecho de que ofrecemos nuestra propia vida siempre “Por Cristo, con Cristo y en Cristo”, es decir, por su mediación, descansando nuestra ofrenda en la ofrenda que Él hizo de sí mismo de una vez por todas.
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)