La fiesta anual de San Pedro y San Pablo brinda la ocasión de señalar algunas cuestiones fundamentales referidas a la figura del Papa y su ministerio de unidad al servicio de la Iglesia universal, teniendo en cuenta el contexto actual, particularmente al proceso sinodal en marcha.
En lo relativo a las primeras cuestiones, éstas y otras pueden encontrarse desarrolladas de modo sintético en los diccionarios teológicos y otros textos. En esta ocasión nos ha sido particularmente útil la voz “Primado romano”, escrita por D. Valentini, en el Diccionario de Eclesiología, dirigido por G. Calabrese y otros, y coordinado en su edición española por J. R. Villar, Madrid 2016.
La primacía de Pedro y su transmisión
El punto de partida no puede ser otro que el Nuevo Testamento. Dos cuestiones destacan: la primacía de Pedro en el grupo de los apóstoles –como señalan tanto los evangelios sinópticos como los Hechos de los apóstoles– y su transmisión en el obispo de Roma.
Pedro (antes Simón) es quien confiesa la divinidad de Jesús. A Pedro se le promete ser la piedra fundamental para la unidad y solidez de la Iglesia. Y Pedro recibe la potestad de interpretar y transmitir las enseñanzas del Maestro, con una autoridad apostólica superior, pero siempre en comunión con los demás apóstoles. Es el primer “pescador de hombres” y portavoz de los demás discípulos, que tiene también como deber confirmarlos en la fe, sobre el fundamento vivo y la garantía de la oración de Jesús. Especialmente está presente en el evangelio de san Juan. Recibe su primado de Jesús (cf. Jn 21, 15-17), bajo la categoría del pastor, en referencia a su unión con el Señor, que le requiere la disponibilidad para el martirio. Y todo ello presupone la “sucesión” del ministerio primacial de Pedro en la Iglesia.
En otros libros del Nuevo Testamento se testimonia el “ejercicio” de ese ministerio. En síntesis, como escribe el biblista R. Fabris: Pedro “ocupa un puesto de primer plano, reconocido y testimoniado por toda la tradición neotestamentaria. Pedro es el discípulo histórico de Jesús, el testigo autorizado de su resurrección y el garante de la autenticidad de la tradición cristiana”.
Por lo que se refiere a la transmisión de la primacía de Pedro en sus sucesores, un conjunto de factores se unen para afirmarla: una cierta “dirección de sentido” en los textos de los evangelios referidos a Pedro en el marco de las actitudes de Jesús; una convicción de fe, en la tradición eclesial, acerca de la sucesión de Pedro, y no solo de los apóstoles; la sucesión misma como medio de esa tradición; la interpretación de la función de Pedro como representante tanto de Jesús como de los apóstoles; la sucesión esencialmente unida a la transmisión de las palabras de Cristo y por tanto de la fe, así como de la imposición de las manos.
El ministerio petrino: comunión y jurisdicción
¿Cómo se ha interpretado el primado romano durante la historia de la Iglesia? San Juan Pablo II escribió: “La Iglesia católica es consciente de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, el ministerio del sucesor de Pedro, que Dios ha constituido ‘perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad’ (Lumen gentium, 23)” (Carta al cardenal Ratzinger, en “L’Osservatore Romano”, esp., 13-XII-1996).
En el primer milenio hay que subrayar las referencias de los Padres (san Clemente Romano, san Ignacio de Antioquía y san Ireneo) a la confesión de Pedro (cf. Mt 16, 16); si bien solo a partir del siglo IV se elabora una doctrina teológica sobre el ministerio del sucesor de Pedro. A esto se une el prestigio da la autoridad de la “primera sede” y algunas intervenciones decisivas de los Papas, en formatos diversos, con ocasión de los concilios de la época o de cuestiones planteadas por los obispos o las comunidades eclesiales.
En el segundo milenio cambia el modo de la intervención primada. Entre los siglos XI al XV, se acentúa fuertemente el primado romano. En el concilio de Constanza (s. XV) el acento se pone en la figura del concilio, con riesgo de conciliarismo. Desde entonces hasta el Concilio Vaticano I (s. XIX) se desea una síntesis armónica entre el papel del Papa y el de los obispos. En el Vaticano I las circunstancias conducen a definir con categorías jurídicas la potestad del Papa. El Concilio Vaticano II avanza en esa deseada síntesis, profundizando la relación entre el Papa y los obispos, en el marco de la comunión eclesial. El ministerio petrino se comprende en el interior y al servicio del episcopado y, así, al servicio de la entera comunidad eclesial, a la vez que promueve el compromiso ecuménico.
Desde entonces continúa la profundización de aquella sustancial comprensión acerca del primado romano, comprensión inmutable y permanente, presente ya desde los primeros siglos. Lo que ha ido cambiando es el modo del ejercicio del primado del sucesor de Pedro, dependiendo de numerosos factores y circunstancias. En todo caso, permanece lo esencial, de manera que entre el segundo y el primer milenio no hay ruptura, sino novedad en la continuidad.Ciertamente, en el primer milenio se subraya la comunión eclesial, mientras que en el segundo se enfatiza la jurisdicción; pero ambas dimensiones están siempre presentes.
La infalibilidad del Papa, al servicio de la unidad
La constitución dogmática Pastor aeternus del Concilio Vaticano I (1869-1870) se centra en el ministerio del “primado romano” o “primado apostólico”. Deseaba afrontar sobre todo el riesgo del galicanismo. Señala que la finalidad del ministerio primacial de Pedro es la unidad entre los obispos, la unidad de la fe y entre todos los fieles. Afirma que Pedro recibió de Cristo un verdadero y propio primado de jurisdicción (de obediencia y no solo de honor) sobre toda la Iglesia, y que ese primado permanece en los sucesores de Pedro. La potestad de jurisdicción del primado se califica como suprema (no solo como primum inter pares; e inapelable), plena (en todos los temas), universal (en todo el mundo), ordinaria (no delegada), inmediata (no necesita mediación de los obispos o de los gobiernos) y “verdaderamente episcopal” (sin que suplante al obispo local). No distingue entre potestad de jurisdicción (enseñar y gobernar) y de orden (santificar).
Respecto a la infalibilidad del Papa, el Concilio Vaticano I definió solemnemente que el Papa es infalible en sus declaraciones ex cathedra, es decir en sus declaraciones dogmáticas. La infalibilidad del Papa se entiende ahí al servicio de su ministerio petrino, no de modo aislado, sino como cabeza del colegio de los obispos y de la comunidad eclesial.
El apresurado final del Concilio Vaticano I no permitió configurar armónicamente la doctrina del episcopado en su relación con el primado, cosa que haría después del Concilio Vaticano II en el marco de una eclesiología de comunión, declarando la doctrina acerca de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad episcopal.
En el Concilio Vaticano II la doctrina sobre el primado romano se sitúa en continuidad con el Vaticano I, o mejor en la perspectiva de una novedad en la continuidad. Novedad sobre todo por el contexto eclesiológico, antes que por las aportaciones doctrinales concretas. Señalemos tres principales aportaciones relacionadas con el primado del Papa:
El Concilio declara la sacramentalidad del episcopado. Es decir, que por el sacramento del orden se confiere al obispo el triple munus de enseñar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio episcopal.
Enseña también el significado de la colegialidad episcopal: el colegio de los obispos sucede al colegio de los apóstoles, bajo la cabeza que es ahora el Papa, sucesor de Pedro. La unidad entre el Papa y el colegio episcopal se manifiesta solemnemente en el Concilio Ecuménico.
Además de la infalibilidad de las declaraciones dogmáticas del Papa, el Concilio Vaticano II declara otras tres formas en las que la Iglesia participa de la infalibilidad divina (única que es absoluta). 1) El Concilio ecuménico, en el que se ejerce de modo solemne el magisterio del Papa y de los obispos. 2) El magisterio ordinario y universal, ejercido por el Papa y los obispos en comunión con él, cuando proponen una doctrina definitiva en materia de fe y costumbres, aunque no estén reunidos en el Concilio, sino dispersos por el mundo. 3) El conjunto de los fieles en comunión con el Papa y los obispos en materias de fe y de moral goza de infalibilidad (infalibilidad in credendo) en cuanto manifestación del “sentido de la fe”.
Después del Concilio Vaticano II, el Magisterio ha explicado que el primado del Papa y el colegio episcopal pertenecen a la esencia de cada Iglesia particular “desde dentro” de ellas mismas (Carta Communionis notio, de 1992, 14; cf. Lumen gentium, 8).
De todo lo anterior se deduce que hay que distinguir la autoridad pastoral suprema, que tiene el Papa, y los aspectos y modos de ejercerla. Esa autoridad solo puede ser única. Se descartan dos posiciones extremas: la conciliarista–episcopalista que define la autoridad de los obispos reunidos en Concilio por encima del Papa; la considerada “papalista”, según la cual solo el Papa (o el Papa solo) tendría la autoridad suprema en la Iglesia, y los obispos la recibirían de él.
La relación del Papa y de los obispos hoy tiende a considerarse en la perspectiva de un único “sujeto” de la autoridad suprema en la Iglesia: el colegio de los obispos con su cabeza; y dos modos de ejercitarla: a través del Papa, en cuanto cabeza del colegio; a través del colegio de los obispos en comunión con su cabeza.
En cuanto a la colegialidad episcopal, hoy se habla de una colegialidad episcopal “efectiva”, y de otra “afectiva”. Las dos son necesarias y han realizarse en comunión con el ministerio petrino y viceversa. La “efectiva” se manifiesta en el Concilio ecuménico (de modo solemne y plenamente técnico-jurídico) y en el magisterio ordinario universal de los obispos en comunión con el sumo pontífíce. La colegialidad “afectiva” se refiere a realizaciones parciales de la colegialidad como el Sínodo de los obispos, la Curia romana, los concilios locales y las conferencias episcopales.
Primado, unidad y sinodalidad
Volviendo al ministerio del Papa en el momento actual y en continuidad especialmente con los pontificados que se sitúan en la estela del Concilio Vaticano II, cabe observar que el papado se manifiesta a la vez en un doble plano que es también un doble desafío: de un lado, el servicio a la unidad de la fe y de la comunión para los cristianos (con los modos de ejercerlo y explicarlo que convengan teniendo en cuenta al contexto ecuménico); y simultáneamente, su innegable autoridad moral a nivel universal (en temas centrales como la dignidad de la persona y el servicio al bien común y la paz, la preocupación efectiva por los más débiles y necesitados, la defensa de la vida y de la familia, el cuidado de la Tierra como casa común).
El presente Instrumentum laboris se refiere al primado del Papa en varias ocasiones, precisamente en relación con la sinodalidad.
En primer lugar, cita al Concilio Vaticano II y su visión de la catolicidad de la Iglesia, para expresar que la sinodalidad ha de llevarse a cabo “permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla” (Lumen gentium, 13).
En segundo lugar, aparece el primado en tres de las preguntas formuladas como ayuda para la oración, la reflexión y el discernimiento sinodal.
La primera se formula así: “Cómo puede contribuir el proceso sinodal en curso a ‘encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar en absoluto a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva’” (la cita es de san Juan Pablo II, enc. Ut unum sint, de 1995, n. 95, texto citado por el Papa Francisco en la exhort. ap. Evangelii gaudium,32 y en la const. Ap. Episcopalis communio, 10).
Más adelante se vuelve a preguntar sobre este tema: “¿Cómo deben evolucionar, en una Iglesia sinodal, el papel del obispo de Roma y el ejercicio del primado?”
Luego figura una afirmación que convendrá fundamentar y explicar, así como acompañar, con los recursos convenientes (a nivel espiritual, formativo, teológico y canónico), las condiciones para que contribuya efectivamente al bien de todos:
“El Sínodo 2021-2024 está demostrando claramente que el proceso sinodal es el contexto más adecuado para el ejercicio integrado del primado, la colegialidad y la sinodalidad como elementos inalienables de una Iglesia en la que cada sujeto desempeña su función peculiar de la mejor manera posible y en sinergia con los demás”.
Finalmente, reaparece el primado en una consideración y una pregunta sobre el marco general de la sinodalidad: “A la luz de la relación dinámica y circular entre la sinodalidad de la Iglesia, la colegialidad episcopal y el primado petrino, ¿cómo perfeccionar la institución del Sínodo para que se convierta en un espacio cierto y garantizado para el ejercicio de la sinodalidad, asegurando la plena participación de todos –el Pueblo de Dios, el Colegio episcopal y el Obispo de Roma– respetando sus funciones específicas? ¿Cómo valorar el experimento de extensión participativa a un grupo de ‘no obispos’ en la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (octubre 2023)”?