El 21 de enero de 2024 al finalizar el rezo del ángelus, el Papa Francisco convocó el Año de la Oración, como preparación para el Jubileo de 2025, al que denominó “acontecimiento de gracia para experimentar la fuerza de la esperanza de Dios”.
Se trata de un año en el que celebramos el primer cuarto del siglo XXI. Un siglo irrepetible para todos y en el que han sucedido muchos acontecimientos: una guerra en Europa a las puertas de nuestra casa; el conflicto en la Tierra Santa, que pone en jaque al mundo entero; una pandemia que dejó muchos muertos y enfermos por el camino; la irrupción en el mundo de la inteligencia artificial, accesible a todos y que asusta a la vez que abre un mundo increíble de posibilidades; y la aparición con mucha fuerza, de una antropología que destruye los valores familiares y provoca un individualismo feroz en el que está inmerso nuestro mundo de hoy.
Junto a esto -en medio de una sociedad alejada de Dios, que huye despavorida de los valores-, se constata un deseo innato a la naturaleza del hombre hacia lo espiritual, provocado en muchos casos por el cansancio y la obsolescencia de los bienes materiales, que no llenan los anhelos del corazón humano.
En medio de este “jaleo”, el Papa convoca un Año de la Oración, como modo de contrarrestar la fuerza de esa masa que huye de Dios, que no le conoce o ha dejado de ser su amigo.
Necesidad de rezar
¿Es necesario rezar? ¿Podemos vivir sin experimentar nuestra relación con Dios? Sin duda se puede vivir, -y de hecho mucha gente lo hace- alejados de Dios, dándole la espalda o viviendo como si Dios no existiera, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica haciendo referencia a la constitución apostólica Gaudium et Spes: “Muchos […] de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los problemas más graves de esta época” (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, n. 2123).
Podríamos pensar que ellos se lo pierden. Vivir una vida empobrecida no ayuda a disfrutar de todas las posibilidades que tiene el hombre, que superan las del resto de las criaturas, y que dan contenido a la expresión creados a su imagen y semejanza, que encontramos en la Sagrada Escritura. No estamos, entonces, ante una necesidad existencial, sin la que no podemos vivir una vida material, sino ante algo que enriquece la vida, de tal modo, que la transforma y configura en un rango superior, que podríamos denominar espiritual.
¿Qué ocurre? Que si no sabemos, no queremos o no podemos rezar, nos perdemos unas posibilidades enormes de ampliar nuestra dimensión humana, de relacionarnos con el Creador y con lo creado, de descubrir muchas cosas sobre nosotros mismos que potenciarían nuestra existencia. El plano en el que nos quedaríamos sería muy básico, y no el pro, al que deberíamos aspirar. La pobreza a la que quedaría abocada nuestra vida sería tremendamente limitante.
Si cubrimos esa necesidad, nuestra existencia adquiere una dimensión nueva, que la enriquece exponencialmente.
A medida que Dios está más presente en nuestra vida, ganamos en los dones de ciencia y sabiduría, que nos permiten conocerle y conocer la realidad que nos circunda.
Formas de rezar
Hay muchas formas de rezar. En realidad, todas ellas conforman una misma realidad, que se manifiesta de modos diferentes.
Se podría decir que hay tantas maneras como personas existen, porque si algo es la oración es personal. Desconfía de métodos, maneras y formularios rígidos y estipulados para la oración. Cada persona reza a su manera, como ríe a su manera, llora a su manera y disfruta o sufre a su manera.
No podemos encasillar la oración, la actividad más sublime que el hombre puede realizar -relacionarse con Dios- en un estilo, unos modos o con unas técnicas. En cambio, podemos aprovechar la experiencia de los santos, para que fijándonos en cómo rezaron ellos, rezar nosotros a nuestro modo, siguiendo su ejemplo y enseñanza. Es la fuerza del testimonio.
Oración vocal, meditación y oración contemplativa
La Iglesia tradicionalmente distingue tres formas generales de oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa.
La oración vocal, que el mismo Jesús nos enseñó con el Padrenuestro, es humana y muy adecuada para cuando se reza con otras personas. Une sentimientos, porque se realiza con el corazón, que tiene que estar necesariamente presente. Recitar palabras sin sentido, es de personas a las que les falta cordura y no poner atención en lo que se dice no es propio de seres inteligentes.
De la oración de meditación el Catecismo, en el número 2705, dice que “es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide”. Hace falta una atención difícil de encauzar y se puede hacer con la ayuda de algún libro como “el Evangelio, las imágenes sagradas, los textos litúrgicos del día o del tiempo, escritos de los Padres espirituales, obras de espiritualidad, el gran libro de la creación y el de la historia, la página del ‘hoy’ de Dios”, apunta el Catecismo.
Exige una respuesta personal, como hemos visto, para aplicarse la voluntad diseñada por Dios para la propia vida, y para comprender el porqué de nuestra existencia, saber interpretarla a la luz de lo previsto por el Creador.
Quien mejor define la oración de contemplación es santa Teresa: “No es otra cosa la oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama (Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 8). Esta expresión, tan conocida, encierra una belleza extraordinaria y desvela las principales características de esta manera de orar: en el ámbito de la amistad, hecha de modo personal y con el lenguaje del amor. ¡Qué difícil es encasillar este tipo de oración en un modelo concreto, en un modo de rezar determinado! El amor no se encasilla, porque los sentimientos con los que se inicia pueden llevar al sujeto que ama por derroteros insospechados.
En este modo de oración el tiempo se detiene y es complicado de determinar. “No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor”, recuerda también el Catecismo. Es la oración por excelencia, que mejor se adecúa a nuestro crecimiento espiritual para conocer más y mejor a Dios.
Ese diálogo personal, tratar de amistad, es un modo extraordinario de enriquecimiento personal, porque bebemos de la misma fuente del Creador, hablamos personalmente con Él y descubrimos su amor por nosotros.
La exigencia del amor es la propia de la oración, porque el amor mueve el mundo y al hombre, y le hace capaz de dar lo mejor de sí mismo. Quien reza acaba enamorado de Dios, porque descubre cuánto le quiere.
Para rezar bien
¿Cómo sé que rezo bien? En realidad, no existe un mecanismo para conocer la calidad de nuestra oración. Es cierto que, como nos transforma, si vamos notando sus efectos en nuestra vida, querrá decir que estamos haciendo bien nuestra oración.
Es evidente que el silencio que se requiere para la oración cuesta esfuerzo. Acallar el móvil y las notificaciones de los mensajes; procurar que la memoria no nos impida concentrarnos en la conversación que tratamos de mantener con Dios; hacer el esfuerzo de pensar qué nos está diciendo Dios en ese peculiar diálogo, es algo muy exigente.
“Hace falta una atención difícil de encauzar,” dice el Catecismo. Nos lo pone complicado, y no nos engaña diciendo que es sencillo. Por eso, requiere un lugar, un tiempo previo de preparación y cierta paz en el ambiente para que la oración pueda hacerse en las mejores condiciones posibles. Luego saldrá lo que salga, porque no olvidemos que es una conversación con Dios: Dios y tú, tú y Dios, a solas. Quien tiene más cosas que decir -y mucho más interesantes- es el Espíritu Santo, que es quien actúa en nosotros cuando rezamos.
Cuando esa oración va cambiando poco a poco mi vida, cuando cada vez que rezo salgo más contento y dispuesto a mejorar en lo que el Espíritu me hace ver, cuando voy notando más su ayuda y cómo interviene en mi vida, la oración transforma mi vida y hace que se parezca un poco más a lo que Dios quiere para ella.
Agradecimiento, alabanza, petición y desagravio
Los modo de relacionarnos con los demás son cuatro: dar gracias, alabar, pedir y solicitar el perdón cuando hacemos daño o nos hemos equivocado. Con Dios nos debe pasar exactamente lo mismo.
–Dar gracias supone valorar lo que nos regalan, lo que hacen por nosotros. Es un modo magnífico de ganar en intimidad y amistad con el otro. Cuando damos las gracias estamos apreciando lo que recibimos y estableciendo una relación de cercanía con quien ha compartido con nosotros un bien que nos otorgan.
–Alabar supone apreciar la grandeza de quien es superior, de quien nos quiere y nos da su amor. Es justo hacerlo, además de gratificante y enriquecedor. La alabanza nos une a quien adoramos, y en la manera de llevarla a cabo, con el cuidado de la liturgia –religio-, manifestamos nuestro amor.
–Pedimos a los demás continuamente y desagraviamos pidiendo perdón cuando nos equivocamos y, ¡cómo no vamos a hacerlo con Dios! Él perdona nuestras ofensas, lo que nos lleva a perdonar como se nos perdona a nosotros. Ganamos en humildad al pedir perdón y al perdonar, porque nos damos menos importancia a nosotros mismos, y reconocemos nuestra miseria y poquedad.
Estas cuatro formas de rezar estarán presentes continuamente en nuestro trato personal de amistad con Dios, saldrán espontáneamente y con la naturalidad de quien se relaciona con un Ser querido y que nos quiere. Cabe preguntarse si llevamos tiempo sin ejercitarnos en alguna, no alabo, no desagravio ni pido perdón desde hace tiempo o llevo muchas oraciones sin pedir nada a Dios. Una relación normal con Él hará que se vayan alternando de modo sencillo estas cuatro actitudes, movidas siempre por el amor, que se tornará en agradecimiento por cuanto Dios hace en mí.
Algunas cuestiones prácticas
Sin ánimo de ser exhaustivo, me gustaría detallar algunas cuestiones prácticas sobre el modo de rezar que puedan ayudar a quien se inicia en este arte o a quien quiera mejorar y profundizar en él.
–Lugar para la oración. No hay unos lugares mejores que otros para hacer oración, porque como dijo el Señor, “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18, 20). Cualquier sitio, por tanto, puede ser adecuado para conectar con Dios, que está en todas partes.
La presencia eucarística de Jesús en el sagrario es un foco de atracción maravilloso que nos hace ver que Dios está físicamente allí, con nosotros, y facilita enormemente el diálogo con Él. No siempre será el mejor lugar, pero es muy difícil que no lo sea.
Lo importante es que, estemos donde estemos, tengamos la tranquilidad suficiente para entablar esa conversación pausada y serena “con quien sabemos nos ama”.
–Tiempo adecuado. La duración de esa oración deberá dictaminarla cada uno, quizá con la ayuda y el consejo de quien nos acompañe en el camino hacia Dios. En algunos casos, nuestra oración puede durar más, y otras veces estar menos tiempo; lo que a cada uno le ayude más. Hemos de tener en cuenta que el tiempo adecuado para la oración lo determina el Señor, que es con quien hablamos.
–¿Con o sin libro? Un libro espiritual o la lectura de algún pasaje del Evangelio, como decíamos al principio, puede ser de gran ayuda para profundizar en algún tema sobre el que queremos entablar una conversación o pensar algo en la presencia del Señor.
Lo que no sería adecuado es sustituir la conversación por la lectura, porque estaríamos ante otro ejercicio espiritual diferente. Algunas ideas de esos libros pueden servirnos para iniciar el diálogo o comentar con el Señor lo que esos párrafos nos sugieren, pero no reemplazarlo. Llevar algo para iniciar la oración, o echar mano de esos textos cuando nos quedemos sin tema, puede ser sin duda una gran ayuda.
–¿Me llevo el móvil a la oración o voy sin él? Un elemento claramente distorsionador, -no sólo para la oración, sino para cualquier diálogo con una persona- es el teléfono móvil. Siempre nos llegarán mensajes o nos podremos distraer. Evitarlo es la mejor opción, sin duda.
Las excusas de que “es donde tomo nota de los propósitos y las ideas que saco de mi oración”, si es que los hay, o “que ahí tengo apuntadas algunas notas sobre las que quiero hablar con el Señor”, pueden ser reales, pero siempre es bueno o poner el modo avión durante ese rato para que nada nos distraiga o tomar nota en un papel, para no tener la posibilidad de perder el hilo con distracciones que el móvil puede provocarnos.
–¿De qué hablo? De tu propia vida. El tema de la oración tiene que ser el tema de tu vida. Cuéntale lo que llevas en el corazón, tus anhelos y esperanzas, lo que conforma tus sueños e ilusiones, tus preocupaciones y alegrías.
En determinadas circunstancias, las luces que has recibido y los horizontes que se han abierto en tu vida, pueden ser un buen modo de comenzar ese rato de conversación con Él, que te llevará por los derroteros divinos que el Señor desee.
Acontecimientos que te han impactado; recuerdos del pasado; un proyecto que vas a emprender, serán también, como es lógico, contenido de tu oración.
–¿Cómo me dirijo al Señor? Con naturalidad, porque Dios es tu Padre, y el Señor es hombre con corazón de carne como el tuyo. Familiaridad y confianza, como la que manifestaba Jesús con los apóstoles y desea tener también contigo.
El evangelio es el mejor sitio donde aprendemos cómo hemos de tratar a Jesús. Los apóstoles le contaban las alegrías y las penas, sus propios descubrimientos –Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre (Lucas 10, 17)-.
En ocasiones, sus planes no son muy sobrenaturales, pero los consultan con el Maestro: “¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?” (Lucas 9, 54).Nosotros también le podemos preguntar las dudas, contarle con sencillez nuestros pensamientos para contrastarlos con los suyos, y Él nos hablará y nos hará ver ideas que hasta entonces nunca habíamos pensado.
–¿Se puede hacer oración hablando con la Virgen o con algún santo? Claro. A través de sus textos o entablando también una conversación directa con ellos, aprendiendo de su ejemplo, de su manera de seguir a Cristo. Aquél santo con quien tengamos más confianza, que nos caiga mejor o de quien conozcamos mejor su vida y conectemos más, puede servirnos para hablar con él y aprender a seguir mejor al Señor.
–¿Tengo que rezar todos los días? Y, ¿si un día no rezo, pasa algo? La respuesta es evidente: ¿cómo va a pasar algo si no rezas? El peligro es que, si un día y otro dejas de rezar, al final pierdes un hábito que te habrá costado consolidar y habrá que volver a adquirir.
La constancia es una ayuda, pero no la única. Aunque rezar a diario es muy conveniente, rezar por rezar tampoco sirve para mucho. Nos ayuda, sin embargo, hacerlo a la misma hora, si es posible al comienzo del día, como nos enseñó Jesús con su ejemplo, que se levantaba de madrugada para hacer oración (Cf. Marcos 1, 35). Rezar es un buen modo de empezar la jornada, para dar sentido sobrenatural a todo lo que vayamos a hacer, y renovar el ofrecimiento que en ese primer momento hicimos de nuestras obras a Dios.
–¿Cómo me habla Dios? De múltiples maneras. Puede que, en ocasiones vengan recuerdos a la memoria; en otros ratos de oración verás con una nueva claridad, ideas que no habías pensado o aspectos de tu vida en los que no habías reparado hasta entonces; luces nuevas, horizontes e iniciativas; cosas del pasado por las que pedir perdón; un deseo grande de agradecimiento al Señor por algo que te ha concedido…, etc. Esas son algunas de las palabras que Dios te dirigirá en la oración. El Señor no las pinta en la pared, ni las pronuncia, por lo general, de manera clara y en voz alta, sino que con la delicadeza que le caracteriza, hace que parezcan ocurrencias nuestras para no imponerse a nuestra libre correspondencia.
–Cuando me vienen demasiadas ideas a la cabeza, ¿qué hago? Despejar algunas y quedarte con unas pocas. Hace falta cierto orden en la conversación para no ir saltando de unas cosas a otras, y tratar de ordenar, como si de un agente de circulación se tratase, aquello de lo que hablas en la oración con el Señor. Cada una importa, y sin duda son luces que habrá que aprovechar en ese o en otro momento de tu dialogo personal con Él.
–Cuando parece que todo se refiere a un mismo hecho del pasado, que me tortura y me atasca y no hago más que darle vueltas ¿Estoy rezando bien? Si, pero hay que aprender a abandonarlo en las manos de Dios, tratar de ver una solución y aceptarlo, para seguir avanzando. Dar vueltas una y otra vez a acontecimientos del pasado no ayuda, porque como decía san Agustín, el pasado lo debemos confiar a la misericordia de Dios, el futuro a su providencia y llenar el presente de amor de Dios.
–¿Se puede rezar cantando o escuchando música? ¿Tiene que ser religiosa? Por supuesto que ayuda, porque como dice la frase atribuida al santo de Hipona, “quien canta reza dos veces”. La música eleva el espíritu, y no tiene por qué ser necesariamente religiosa, aplicando las canciones de amor al Señor, en lugar de a una criatura concreta. Lo mismo sucede con la poesía, o la prosa poética o con otro tipo de literatura que siempre podemos aplicar a la vida espiritual.
–Para que la oración sea provechosa, ¿tengo que sacar algún propósito? No tiene por qué ser así. La oración no es lectura, meditación y propósito. No se trata de aplicar una técnica, sino de mantener una conversación amorosa con el Señor, de la que pueden salir o no, luces y propósitos, ideas y afectos, sentimientos y razones. Dios quiere que me enamore de Él, y hasta el momento no se ha inventado ninguna técnica para hacerlo que no sea tener una conversación amorosa con la persona a la que amamos, los detalles de cariño que uno piensa y hace por la persona a la que quiere.
La oración se contagia
Es uno de los misterios de la oración, que, siendo claramente una acción personal, tiene efectos en los demás: se contagia. En un determinado ambiente cuando hay una persona que reza, los demás se benefician de su oración. No sólo porque mejoran las relaciones en ese grupo de personas -sea una familia, un grupo de amigos o los compañeros de la oficina-, sino porque la comunión de los santos es algo real y tremendamente eficaz.
La oración es una fuente de gracia no sólo personal, sino también colectiva. Recuerdo que, cuando viví en Barcelona, iba con un grupo de amigos a esquiar a una estación de esquí en Girona. Al terminar, solíamos parar en un pueblecito muy pequeño, que tenía dos cosas muy buenas: una iglesia románica preciosa y que siempre estaba abierta -donde solíamos rezar un rato a la vuelta- y una señora que hacía en su casa unos huevos fritos con chorizo buenísimos.
Uno de esos días, haciendo nuestra oración antes de la comida-cena, notamos que en el fondo del presbiterio se movía una figura que pensábamos -al menos yo- que se trataba de una escultura de la iglesia. Sin embargo era el sacerdote, que había permanecido arrodillado durante todo ese rato delante del Santísimo. Se trataba de un hombre mayor, con su sotana y una sonrisa cautivadora, feliz de vernos allí rezar con nuestra ropa de esquiar. Ese pueblo era el más cristiano de toda la provincia, porque tenía un sacerdote santo que rezaba por todos, también por nosotros.
La oración no sólo nos cambia a nosotros mismos, sino que transforma el ambiente en el que nos desenvolvemos, porque rezamos por los demás, le contamos al Señor con naturalidad lo que nos pasa, y le hablamos y le pedimos por cada una de las personas a las que queremos.
Ojalá este año dedicado a la oración nos anime a valorar la importancia extraordinaria que tiene cada uno de esos ratos y nos anime a hacerla mejor y a darnos cuenta de que estar a solas con Dios es un lujo impresionante, que hemos de aprovechar y disfrutar.
Párroco de la Sagrada Familia de Ventanielles (Oviedo)