Estamos en el tiempo litúrgico del Adviento, el tiempo de esperanza cristiana. La esperanza cristiana no es lo mismo que el optimismo. El optimismo es un estado del ánimo que nos da una perspectiva positiva del futuro, de sí mismo, del mundo que nos rodea, pero ese estado de ánimo puede cambiar o desaparecer si las circunstancias que componen nuestra vida cambian o varían. Una enfermedad, un revés económico, un fracaso, un desengaño amoroso, tantas cosas pueden dar al traste con un ánimo optimista y hacerlo desaparecer, al menos temporalmente.
La esperanza cristiana, en cambio, no se muda, no desaparece, no defrauda, porque se apoya en la fe en Dios y en el amor de Jesús por nosotros, que permanece siempre. La esperanza cristiana es un suave y dulce don de Dios, virtud sobrenatural. La esperanza se basa en la filiación divina. Y, ¿en qué esperamos? Porque el mundo nos ofrece muchos bienes apetecibles para nuestros deseos que nos proporcionan una relativa felicidad y también la esperanza cristiana se orienta a esos bienes de la tierra, pero los anhelos del cristiano van infinitamente más allá y, aunque nos fallen esos bienes apetecibles de la tierra, no por ello desaparece la esperanza cristiana que se apoya y orienta en el amor mismo de Dios y en los bienes eternos que Dios nos tiene prometidos: en gozarlo plenamente, con un gozo sin fin.
Este bien supremo nos permite mirar el fracaso, la enfermedad e incluso la muerte con las alas de la esperanza, que anima nuestros corazones a levantarse hasta Dios, nuestro Padre. La cultura que hoy respiramos tiende a reírse de la muerte como hace Halloween o a ocultarla porque tiene pavor ante ella, ya que no le ve solución.
La esperanza cristiana, por el contrario, nos hace verla con tristeza pero con el consuelo de la futura vida eterna y de la resurrección. Esa esperanza nos hace clamar al Señor: “Tú eres mi fortaleza” (Salmo 42,2), cuando todo nos sale al revés.
En este caminar en la esperanza nos acompaña como guía, maestra y madre la Virgen María, que celebramos el 8 de diciembre, colmada de gracia, pues su Hijo quiso hacerla Inmaculada. Entre los Santos Padres fue común referirse a Ella como “toda santa”, “toda pura”, “libre de toda mancha de pecado”. Como afirma el Concilio Vaticano II: “Enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular, la Virgen de Nazaret es saludada por el ángel de la Anunciación, por encargo de Dios, como llena de gracia (cf. Lc 1,28)” (LG, 56).
Os animo a vivir este espléndido tiempo litúrgico del Adviento alimentando en vosotros esa virtud maravillosa de la esperanza mirando a María, por quien nos vino la vida. “La muerte vino por Eva, la vida por María” (San Jerónimo, Epist. 22,21). Con mi bendición.
Arzobispo de Mérida-Badajoz.