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Nicea: 1700 años de un Concilio decisivo

El Concilio de Nicea reafirmó la consustancialidad de Jesús con el Padre, rechazando la herejía arriana y definiendo el dogma trinitario con el término clave homoousios. La importancia de este concilio radica en su contribución al desarrollo teológico, defendiendo que solo Dios podía redimir al hombre.

José Carlos Martín de la Hoz·3 de enero de 2025·Tiempo de lectura: 5 minutos
Nicea

Nos acercamos a la celebración milenaria del célebre concilio de Nicea (325), donde la Iglesia primitiva pasó su primera prueba seria de madurez al afrontar una de las cuestiones más importantes de la Revelación cristiana: el misterio de la vida íntima de Dios, desvelado, en parte, con el misterio de la Santísima Trinidad.

No habían pasado muchos años de la muerte de Orígenes (254), el gran Padre de la Iglesia Oriental, cuando Arrio (260-336), un joven y dinámico sacerdote alejandrino, cantautor y poeta, comenzó a proclamar su particular modo de entender el misterio de la Santísima Trinidad. Este sacerdote, hombre polemista y buen conocedor de las Escrituras deseaba una explicación del misterio de la Trinidad que fuera más inteligible para todos, pues deseaba acercar la doctrina salvadora a la totalidad del pueblo cristiano.

Comienzo del descamino

En un primer momento, Arrio parecía seguir las enseñanzas de Orígenes cuando hablaba de tres personas y una sólo naturaleza divina. Pero empezó a subrayar tanto la primacía de Dios Padre que acabó afirmando que era en realidad el único Dios, y tanto Jesucristo como el Espíritu Santo no lo serían en realidad.

En sus palabras Jesucristo sería un don maravilloso del Padre al mundo y a la Iglesia, perfectísimo, colmado de dones, de virtudes y de belleza, tanto que merecería ser Dios, aunque en realidad sería casi Dios.

Los libros, versos, canciones, con las que desarrolló su particular visión fueron extendiéndose por los mercados, las plazas y las ciudades. Hasta tal extremo se propagó que, como recordaba san Basilio, “el orbe se despertó arriano”. Fue un momento dramático de la historia de la Iglesia, cuando parecía que podría perderse la verdadera fe. Un momento crucial del que, una vez más, la Iglesia fue salvada por la intervención del Espíritu Santo. 

San Basilio

Precisamente san Basilio expresaba la gravedad de la situación en uno de sus sermones acerca del Espíritu Santo. Utilizaba como imagen viva la de una batalla naval, en la que la verdad de la Iglesia se representaba como una pequeña barca rodeada de grandes buques en un mar en tempestad. 

La solución al problema llegó por la iluminación del Espíritu Santo en el pueblo cristiano y en sus cabezas teológicas al recordar que Cristo vive y gobierna la nave de su Iglesia. La revelación, la Palabra de Dios, como dice la Epístola a los Hebreros es “Viva y eficaz como espada de doble filo que penetra hasta las junturas del alma” (Hebreos 4, 12). 

Cristo vive en la historia y en la Iglesia. No estamos hablando de un dogma cristalizado, sino de una persona viva, la segunda de la Santísima Trinidad, que se nos muestra en la Escritura y en la Tradición como verdadero Dios y verdadero hombre. Y en concreto, en Nicea se nos aparece como consustancial al Padre: “La predicación de Jesús, la predicación de los primeros discípulos, su palabra viva, sembraron originariamente la fe en los corazones, bastante tiempo antes de que existiera una literatura cristiana” (Karl Adam, El Cristo de nuestra fe).

La primera clave de esta celebración del Concilio de Nicea es que estamos hablando de que Cristo vive y con Él celebramos ese nuevo aniversario con otros cristianos, personas también vivas. Indudablemente, la esencia del cristianismo es Jesús presente en su Iglesia, el rostro de Dios; historia y vida.

Volvamos al siglo IV, para descubrir las dudas de algunos cristianos embaucados por un falso concepto de Dios. Lo que no habían logrado las persecuciones romanas, sistemáticas y crueles, o las herejías gnósticas del siglo II, parecía lograrlo aquella doctrina pegadiza. Una vez más se comprobaba que la mente racional humana debe, ayudada por la gracia, ahondar en los misterios de la fe. Pero siempre guiados por el Espíritu Santo y el Magisterio de la Iglesia, auténtico intérprete de la Tradición de los Padres y de los sentidos de la Sagrada Escritura.

El racionalismo resultaba aquietado con una figura humana de Jesucristo perfectísima, generosa, audaz, profunda, entregada por los hombres hasta la cruz. Un hombre tan santo que merecería ser llamado Dios, pero que para Arrio y sus seguidores no lo era. Con ello salvaban el maniqueísmo: la unión de la materia y el espíritu que rechazaban los orientales. En realidad, con ese cambio no se lograba más que una nueva religión y por tanto una traición a la verdadera fe revelada por Jesucristo que afirmó con su vida, hechos y milagros la divinidad, su unión inquebrantable de naturaleza con Dios Padre. Si Cristo no era Dios no había Redención, ni sacramentos, ni salvación.

El Papa y el emperador

El Papa san Silvestre, con el apoyo del emperador Constantino, convocó el Concilio de Nicea. Gracias a la colaboración de las autoridades civiles, que pusieron todos los medios a favor del Concilio, pudieron llegar a Nicea prácticamente todos los obispos del orbe. Al emperador le interesaba velar por la máxima unidad de la Iglesia, pues eran momentos difíciles para el Imperio Romano, ya en plena decadencia.

Cuando los obispos se encontraron para el Concilio de Nicea en el año 325, no pocos de ellos llevaban en sus cuerpos las marcas de las recientes persecuciones: las manos de Pablo de Neocesarea estaban paralizadas por los hierros candentes que había padecido. Dos obispos egipcios estaban tuertos. San Pafnucio tenía el rostro deformado por los crueles suplicios a los que había sido sometido, otros habían perdido un brazo o una pierna.

Asistieron 318 obispos que llegaron, asistidos por el Espíritu Santo, a la solución expresada en un credo.  Se dice en él que Jesucristo es “de la substancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no hecho, homoousiostou Patrou (consustancial al Padre)”. Aunque fórmula fue eficaz, la polémica continuó posteriormente.

Homoousios

La segunda clave del concilio de Nicea es la palabra griega clave para solventar la diatriba teológica: homoousios, “Jesús es consustancial al Padre”, se trata de un concepto griego que no estaba en la Biblia. Este hecho nos recuerda la importancia del quehacer teológico, que siempre requerirá interpretación y correspondencia con el contenido de la Revelación entregada a la Iglesia y, a la vez, siempre habrá de ir perfilándose a lo largo de la historia para corresponder con la mayor cercanía a la verdad de Jesucristo y, al mismo tiempo, sea máximamente inteligible para los hombres de cada época. Los términos teológicos y la expresión de la fe dieron indudablemente un avance de clarificación. La realidad es que la fe no es un juego de palabras, es un amor por el que han dado la vida los mártires y los confesores a lo largo de la historia.

No podemos dejar de recordar la figura de san Atanasio, el Patriarca de Alejandría que se convirtió en el adalid de la verdad frente a Arrio. Eso le costó ser expulsado de su sede por la autoridad civil en quince ocasiones a lo largo de su vida. Para Atanasio la clave estaba en la Redención del género humano. Subrayaba que solo Dios podía redimir al hombre. Por eso el concilio de Nicea afirmaba que Jesus es de la misma naturaleza del Padre.

Llegados al final de estas líneas, recordemos que el Espíritu Santo, ha estado presente y lo seguirá estando hasta el final de los tiempos, velando por la unidad en la variedad de los cristianos.

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