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Cantaré al Señor: sentido y razón de la música en la liturgia

"Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria" (Ex 15). Estas palabras, entonadas por Moisés y los hijos de Israel tras atravesar el Mar Rojo, resuenan cada Vigilia Pascual como un eco de liberación y esperanza. El sentido de la música en la liturgia es expresar la memoria viva de las maravillas de Dios, haciendo presente la obra redentora de Cristo

Héctor Devesa·25 de enero de 2025·Tiempo de lectura: 9 minutos
música sacra

En la Vigilia Pascual celebramos la resurrección de Cristo y con ella nuestra liberación del pecado y de la muerte. El pueblo judío en su Pascua revive cada año el “memorial” de la noche del tránsito o paso del Señor (pésaj) que los libera de la esclavitud del faraón. La liturgia católica en la llamada “madre de todas las vigilias” nos hace recorrer a través de la lectura del Antiguo Testamento las maravillas que Dios ha hecho en favor de su pueblo desde los comienzos de los tiempos: primero la creación; luego el sacrificio que Dios pide a Abraham de su hijo y, a continuación, el paso del Pueblo de Israel a través del Mar Rojo a pie enjuto.

El texto del libro del Éxodo narra como “aquel día salvó el Señor a Israel del poder de Egipto, …vio, pues, Israel la mano potente que el Señor había desplegado contra los egipcios y temió el pueblo al Señor, y creyó en el Señor y en Moisés, su siervo”. Quien atiende a esta proclamación en la noche santa puede revivir la emoción de esos hechos tal como los vivió el pueblo hebreo: nada menos que contemplamos el mar Rojo abrirse formando dos murallas de agua a ambos lados y percibimos el estrépito de los carros egipcios que se acercan cada vez más. La tradición rabínica explica que en la celebración de Pésaj “la persona está obligada a verse a sí misma como si ella saliera de Egipto” (Mishná Pesajim, 116b). 

Favorecer el sentido de “memorial”

Para dar continuidad y significado propio a lo que se proclama, la liturgia católica apunta que en esa celebración no se concluya la lectura de libro del Éxodo diciendo “Palabra de Dios”; sino que directamente unamos nuestras voces a las del pueblo hebreo con el Salmo. “Entonces Moisés y los hijos de Israel entonaron este canto al Señor: ¡Cantaré al Señor, gloriosa es su victoria, caballos y carros ha arrojado al mar. Mi fuerza es el Señor, El fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré” (Éxodo 15, 1-2).

Los judíos continúan reviviendo cada año ese Paso del Señor, la Pascua. Y con ese cantar reclaman el auxilio a Dios porque comprenden que no se trata de un Dios del pasado sino del presente. La tradición católica considera el sentido de “memorial” como algo más que el revivir los acontecimientos del pasado a través de unas lecturas, sino que en la celebración litúrgica estos acontecimientos se hacen en cierta forma presentes y actuales (Cfr. Catecismo, 1363). 

La música y el canto contribuyen eficazmente a este sentido de memorial porque tienen la cualidad de expresar ese deseo interior. Esta cualidad comunicativa de la música va más allá de la mera presentación de una idea con más o menos belleza; convoca los sentimientos que acompañan aquello que se dice. San Agustín consideraba que la música ha sido concedida por Dios a los hombres para modular rectamente el recuerdo de cosas grandes. Este es por tanto uno de los principales motivos por los que la Liturgia canta.

La música y su función en la tradición

La música y el canto están presentes en la Sagrada Escritura en torno a circunstancias tan diversas como las siegas y vendimias (Esdras 9, 2; 16, 10, Jeremías 31, 4-5), en las marchas (Números 10, 35-36, 2 Crónicas 20, 21), en los reencuentros (Jueces 11, 34-35, Lucas 15, 25), en momentos de júbilo (Éxodo 15). Conocemos como el rey David danzaba delante del Arca de Dios con instrumentos de madera, cítaras, liras, tambores, sistros y címbalos (2 Samuel 6, 5); y él mismo compuso y determinó las reglas para enfatizar el canto de amor de Cantares o las 150 alabanzas del Salterio, a través de himnos, súplicas, acciones de gracias, imprecaciones, etc.

El carácter propio del canto es potenciar lo que las palabras expresan; abrir un mayor cauce al afecto para mostrar lo que se pretende. El Señor en el evangelio pone de manifiesto su sentido cuando explica que aquella generación “se asemejan a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros aquello de: ´Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos entonado lamentaciones y no habéis llorado`”» (Lucas 7, 31). Muchas veces no estamos abiertos a la comunicación, aunque escuchemos, porque mantenemos cerrados nuestros afectos.  

Los discípulos del Señor mantuvieron la tradición de cantar los salmos y los poemas del pueblo de Israel; incluso hasta el momento previo a la Pasión tras la Última cena (Marcos 14, 26) sabemos que cantaron juntos. Pablo y Silas tenían tan arraigada esta costumbre, que en la prisión de Filipos los cánticos brotaban espontáneamente de su corazón (Hechos 16, 25); además sabemos que el apóstol exhorta a cantar juntos tanto a los colosenses (Colosenses 3, 16), como a los de Corinto (1 Corintios 14, 26), y a los de Éfeso (Efesios 5, 19). Diversos testimonios insisten en esta particularidad de la vida de los fieles cristianos del siglo II, como atestigua Plinio el Joven en una carta al César en la que “que solían reunirse en días determinados antes de la aurora para cantar un himno a Cristo como a Dios” (Epístola 10, 96, 7). 

Unir la vida cotidiana con la eternidad

A través del canto se enfatiza la expresión de lo que las palabras dicen y se da actualidad a recuerdos y hechos significativos. Los judíos al cantar el cántico de Moisés o el del cautiverio babilónico manifiestan ese deseo de liberación a través del Dios que les va a salvar. Expresan así esa necesidad que reclama a la vez la manifestación de un cántico definitivo. Este anhelo viene expresado para los cristianos en el canto eterno que san Juan narra en el Apocalipsis; aquel que día y noche se entona sin pausa ante el trono del Cordero: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, el todopoderoso; el que era y es y ha de venir” (Apocalipsis 4, 9). 

La Constitución del Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium (en adelante SC) explica que la Liturgia es el medio por el que se “ejerce” la obra de nuestra Redención, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía (SC 2).  Así pues, la Liturgia tiene ese sentido de paso, puente, puerta a través de la cual se hace presente en el mundo la acción divina. Manifiesta de algún modo ese canto eterno ante el trono del Cordero; la alabanza que la creación entera hace a su Creador a través del único sacrificio que se ofrece “sin mancha desde donde nace el sol hasta el ocaso” (Plegaria Eucarística III). 

Quienes celebran la Liturgia unen de algún modo el Cielo con la tierra, la eternidad con la vida cotidiana; porque el cristiano desea que toda acción se realice en unión con la obra de la Redención. Ese canto de alabanza del Apocalipsis es la expresión de la celebración eterna, que según explica la liturgia contribuye a que manifestemos en nuestra vida el misterio de Cristo (SC 2). Esto supone comprender la Eucaristía desde un sentido pleno en el que se da una continuidad entre lo que celebramos y vivimos; el gozo de haber cantado la alabanza a Dios se hace presente en toda nuestra jornada.

Sentido de la música y el canto

Las artes en general, y de modo especial la música, han sido un cauce natural para la expresión de los sentimientos íntimos del hombre; incluso en un sencillo canto se manifiesta de modo más directo nuestro estado interior de alegría, tristeza, soledad, entusiasmo, serenidad, tranquilidad, etc. A veces en la cultura occidental hacemos uso de las artes para que expresen de modo excelso una idea, un concepto o una historia; o nos valemos de su cualidad para ennoblecer o dar realce a un objeto o acción. Ciertamente cumplen con esta misión, pero lo propio de las artes es la capacidad de mostrarnos afectos íntimos: dolor, ternura, pasión, …; todo eso que supone una amplificación al valor propio de la palabra. 

El canto presta a la liturgia su mejor servicio cuando ofrece lo que ésta pretende: expresar con mayor delicadeza la oración, favorecer la unanimidad de la plegaria, o enriquecer la expresión solemne de la celebración (Cfr. SC 112). 

Expresión del amor

Tratar sobre liturgia es necesariamente introducirnos en el lenguaje de Dios que es amor. El canto procede del amor y manifiesta el júbilo del amado; de ahí su carácter inefable porque tantas veces lo que se puede decir exige ese otro modo de decir más excelso. Ratzinger dice en su obra El espíritu de la Liturgia que el canto y la música en la Iglesia son como un “carisma”; una nueva lengua que procede del Espíritu. En el canto tiene lugar la “sobria embriaguez” de la fe porque se superan todas las posibilidades de la mera racionalidad. Esa es la cualidad propia del arte que trata de expresar la grandeza de Dios.

Lo mismo que una imagen de Cristo hecha por manos de hombres presenta al Verbo de Dios, así el canto pretende ser como la voz inefable de la gloria divina. De ahí que tanto el pintor como el cantor litúrgico —dice Crispino Valenciano— presta un servicio al modo de “hagiógrafos” que procuran revelar el sentido maravilloso de la presencia divina. Por eso el canto se presenta de manera significativa cuando contribuye a la finalidad de las palabras y de las acciones litúrgicas que son la gloria de Dios y la santificación de los fieles (Cfr. Catecismo 1157). De estas consideraciones se deduce la importancia de procurar realizar adecuadamente este ministerio —como cualquier otro— al servicio de la liturgia. 

Favorece la activa participación

La participación en la vida del Señor, en su redención gloriosa —eso que hacemos en la liturgia— está condicionada en parte por la disposición de ánimo. Por eso se ha de favorecer una participación consciente y activa; poner el alma en consonancia con la voz para colaborar con la gracia divina (SC 11). La música y el canto acompañan las fiestas y celebraciones en numerosas culturas (en victorias, juegos, aniversarios, banquetes, etc.); forman parte de la tradición de la celebración cristiana.

El carácter natural de su expresión es una manifestación externa que acompaña esos momentos especiales, tanto íntimos como solemnes, formales e informales. Así la liturgia con el canto expresa lo que se cree y se vive; y significa lo que manifiesta. 

La elevación a lo sagrado y el sentido de lo solemne

La liturgia trata de ofrecer esa cualidad excepcional de trascender lo cotidiano por acercamos a lo eterno, a aquello que es inefable e inaudible, pero en lo que Dios nos ha permitido participar. Esta dimensión exige por tanto un esfuerzo a toda expresión: la arquitectura, la pintura, la escultura, los vitrales, vestiduras, vasos sagrados, todo arreglo y por supuesto la música. Se requiere que “lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2). 

El carácter de lo solemne para la Iglesia ha tenido en tiempos pasados un sentido de magnificencia, pero hoy no sigue tanto ese itinerario que a veces puede confundir con la ostentación. Es necesaria para la liturgia una estética divinizadora, un salto trasformador que pase de la dinámica poética a lo sagrado. La eficacia de esa actuación aporta a lo que la función exige (cantar Kyrie eleison por ejemplo), esa cualidad innata que lo convierte de algún modo en sacramentum / mysterion. La música lo mismo que cualquier arte sacro, por su misión específica puede contribuir a introducirnos en el misterio de Dios; acercarnos a esa presencia sagrada por la que Dios ordena a Moisés: “descálzate, porque el lugar en que estás es terreno sagrado” (Éxodo, 3, 5). 

Tensión escatológica de la liturgia

La celebración litúrgica manifiesta necesariamente el carácter provisorio de lo que todavía espera un cumplimiento pleno al final de los tiempos con la venida de Cristo. Es lo que decimos en la aclamación al Memorial: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tú resurrección, ¡ven Señor Jesús¡”; “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”. El canto y la música trata de expresar precisamente eso que la Eucaristía es: anticipación de la gloria celestial (Cfr. Catecismo 1402). Este carácter nos permite vivir en el mundo, pero percibiendo los destellos de la morada eterna. Se hace manifiesto lo que santo Tomás de Aquino dice de la Eucaristía que es una “prenda de la vida eterna”

Romano Guardini distinguía entre las imágenes devocionales y las sobrenaturales o litúrgicas. En síntesis, explicaba que así como las primeras representan nuestros sentimientos, con los que Dios se identifica; las otras, las litúrgicas, muestran más bien el modo de ser de Dios a lo que hemos de aspirar. La música y el canto favorecen ambas tensiones que configuran la vida cristiana.  

Adecuación del canto y la música litúrgica

Es muy conveniente la adecuación de las facultades de los hombres a lo que se celebra, pero sin rebajar necesariamente la expresión de lo que se celebra. El Catecismo apunta que la armonía de los signos (canto, música, palabras y acciones) es tanto más expresiva y fecunda cuanto más se expresa en la riqueza cultural propia del pueblo de Dios que celebra. El canto y la música ha de participar de esa riqueza cultural y contribuye muy favorablemente a elevar el espíritu. Evidentemente, la música sagrada lo hace porque forma parte de la celebración en la que toda la capacidad expresiva del hombre está al servicio de la gran obra de Dios en el memorial de sus misterios.

La larga tradición musical de la Iglesia ha sabido destacar los elementos que responden a esta cualidad que ha de tener la música litúrgica (San Pio X en Tra Sollecitudine ). Tal vez el problema de nuestro tiempo sea la distancia entre la cultura y la expresión sacra común, la escasa formación o educación cristiana en lo más excelso de las artes. Esa distancia exige muchas veces a la expresión litúrgica bajar a lo popular o a veces vulgar. Este aspecto que es esencial para la Liturgia ha sufrido un fuerte deterioro en los últimos tiempos.

El Papa Francisco ante la dinámica de divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual apunta al cuidado de la liturgia, a redescubrir su belleza y a vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana (Desiderio desideravit, 16). Para ello insiste en la importancia de la formación litúrgica que es “fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” (SC 14). 

El autorHéctor Devesa

Sacerdote y Doctor en Teología

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