Eran jóvenes y no sabían cómo remontar en su relación. Pensaron que dar un paseo entre álamos y sauces los refrescaría un poco, pero cuando llegaron al parque, escaló la crispación y el lenguaje se endureció hasta los insultos: no escuchaban ya el bramido de bocinas y autobuses circundantes, y mucho menos el murmullo del agua que corría por el canal. De pronto, en el cuello del joven se abrió la huella de un rasguño y bajo las uñas de la chica se asomaron unas gotas de sangre.
Ocurrió un miércoles de marzo en torno a la hora de almuerzo, en un parque angosto, discreto y cercano al barrio financiero de Santiago de Chile; en la franja verde que acompaña el canal San Carlos en su último tramo hasta el río Mapocho.
Después de la agresión, el joven agarró la mochila que su novia había dejado en el césped y la abrazó. Para reforzar su defensa, sacó su móvil y se dispuso a filmar a su pareja con actitud amenazante. Ella lo miraba desde una distancia de tres o cuatro metros con su delgado cuerpo tembloroso y el rostro pálido como la luna.
— Devuélvemela —gimió ella—, por favor.
— Antes pídeme perdón —respondió él, dando pasos lentos hacia la valla que separa el parque del canal.
— Eres como todos, ¡un niño!
La chica pronunció la última palabra con un gruñido, el miedo colmó su paciencia y saltó otra vez al ataque. Él guardó el móvil en el bolsillo, corrió más rápido hacia el canal y tomó la mochila con las dos manos para arrojarla al agua. “¡No!”, suplicó ella. La catástrofe era inminente. Pero, en ese momento, un runner que pasaba por ahí los interrumpió:
— ¡Ey! —exclamó con serena autoridad y manos abiertas— ¿Pasa algo?
Era un hombre de mediana edad, tez morena, brazos robustos, labios finos dentro de una barba recortada y mirada penetrante. Vestía una camiseta verde oscuro y pantalones cortos, respiraba tranquilo, irradiaba valentía y se acercaba a la escena con pasos graves, reposados, seguros.
— ¿Pasa algo? —repitió, viendo que la pareja se había vuelto y le hacían caso.
— ¡Él quiere tirar mi bolso al canal! —La voz de la chica adquirió un tono angustiado y, de pronto, se sorprendió a sí misma abriendo su corazón a un extraño— ¡Es un envidioso, un niño!, ¡conocer a este patán ha sido el peor error de mi vida!
— Calma. Vamos, respiren conmigo: inspirar, 1, 2, 3, expirar, 1, 2, 3. Bien, eso es —Ambos, como hipnotizados, le siguieron el juego—. Inspiramos, 1, 2… ¿qué haces?
El joven había perdido el compás de la respiración y recordó su ira. Miró a los lados y aprovechó la tregua para terminar de asomarse al estrecho y profundo canal, cuyo nivel de agua venía con unos dos metros de profundidad respecto del suelo. Y con un sencillo movimiento, dejó caer la mochila. Luego giró, se enfrentó a la mirada pasmada de la chica y adoptó una expresión contradictoria, con mezcla de satisfacción y arrepentimiento; quería quedarse, consolidar su triunfo, pero no aguantó la presión y, antes de que el desconocido pudiera reaccionar, huyó. Ella se quedó, desolada y abatida, se sentó en el césped y lloró.
— Lo siento mucho —dijo el runner, acercándose un poco y conservando cierta atención a la fuga del joven.
— Dentro de la mochila… ¡él lo sabía!, ¿por qué me humilla así? —La congoja la abrumaba y no conseguía hilar bien las ideas— Ahí… ahí está el pasaporte con el que pensaba viajar la próxima semana a Nueva York. ¿Qué voy a hacer ahora?
— Qué pena lo que pasó… —Guardó silencio unos segundos y añadió— Espérame aquí, tengo una idea.
— ¿Vas a perseguir a mi pololo?, o, bueno, ahora mi ex, supongo.
— Creo que no hace falta… Intentaré recuperar tu pasaporte —Y, concentrándose, emprendió la carrera.
La mochila flotante le llevaba una buena distancia. El runner la persiguió saltando raíces de árboles y esquivando personas, llegó a su altura al cabo de unos 300 metros, saltó la valla, se acostó en el borde del canal, pero no alcanzó el bulto con su brazo. No dudó: se levantó de un salto, volvió al camino y siguió corriendo. De pronto, debajo de un árbol, vio a un grupo de jardineros mayores que disfrutaban sus comidas como si estuvieran en una tarde de picnic y, junto a ellos, yacía un largo palo con una cesta en el extremo. “Permiso, necesito rescatar algo”. Los buenos hombres asintieron y el atleta siguió su ruta, sosteniendo algo parecido a una pértiga. La mochila se había alejado, dentro de poco se acabaría el parque y el bulto llegaría al río, donde sería imposible recuperarlo. El hombre aceleró el paso, adelantó el objetivo, saltó la valla otra vez y, maniobrando el palo, posicionó la cesta en la superficie del agua, esperó, era su última oportunidad… y, ¡bien!, atajó la mochila.
Cuando la joven vio al hombre regresar con la mochila en las manos, no lo podía creer, su emoción era casi incontenible. Se levantó para recibirla y mecánicamente se sentó para revisar su contenido. El pasaporte estaba intacto. Entonces levantó la cabeza.
— Dame, por favor, tu wasap —dijo, sacando su móvil del bolsillo—, me gustaría traerte algún regalo de Nueva York.
Él sonrió con sincero y paternal afecto, pero no respondió.
— Entiendo, prefieres el anonimato, ¿eh? Está bien. Pero al menos dime tu nombre, no quisiera olvidarte.
Él asintió y, a modo de despedida, respondió:
— Mi nombre es José.