Cruzando el ecuador de la Cuaresma, llegamos al domingo llamado Laetare por las primeras palabras de la antífona de entrada: “¡Alégrate, Jerusalén…!”. Sorprendentemente, la Colecta de este domingo no tiene referencias directas a la alegría propia de este domingo.
Oh, Dios, que, por tu Verbo realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Deus, qui per Verbum tuum humáni géneris reconciliatiónem mirabíliter operáris, praesta, quaésumus, ut pópulus christiánus prompta devotióne et álacri fide ad ventúra sollémnia váleat festináre.
Antes de profundizar en su contenido, hay que apuntar que se compuso este nuevo texto para el Misal de Pablo VI en base a una oración del sacramentario Gelasianum Vetus y a un sermón cuaresmal del papa S. León Magno (+461).
Del asombro a la alegría
La estructura de esta oración consta de la invocación más breve posible –Deus-, seguida por una interesante cláusula de anámnesis y una única petición. La parte de mayor calado teológico es ese recuerdo de la manera admirable como el Padre realiza la reconciliación del género humano por medio de su Verbo. Esta es la clave alrededor de la cual gira no solo el texto de la Colecta sino toda la liturgia, dado que la reconciliación de la humanidad por el Verbo hecho hombre es el centro de nuestra fe.
Fijémonos en la manera tan fina como la Iglesia convierte la doctrina en contemplación con una sola palabra: mirabiliter. La oración litúrgica (lex orandi) nos propone la verdad que hemos de creer (lex credendi), pero nos ayuda además a desearla, despertando nuestro asombro. La atención se fija en ese modo tan fuera de lo común, tan propio del obrar de Dios, el único capaz de hacer cosas verdaderamente “admirables”. El uso de este adverbio nos proyecta hacia el Domingo de Resurrección, donde la admiración alcanzará su punto culminante en el Pregón Pascual: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo! Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”.
Encontremos aquí el fundamento más fuerte de nuestra alegría como cristianos, en este asombro ante el amor de Dios Trinidad por los hombres que lleva a la Iglesia a invitar a sus hijos a alegrarse, regocijarse y exultar de gozo. Resulta muy a propósito citar uno de los primeros textos del pontificado de Francisco: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
De la alegría a la prisa
No se trata de recordar sucesos asombrosos del pasado, que ya no nos afectan. El presente indicativo del verbo operaris remarca que la reconciliación se continúa realizando hoy, especialmente a través de la acción del Espíritu Santo en la celebración litúrgica; es algo que nos afecta existencialmente. De ese convencimiento proviene lo que pedimos a continuación a Dios: que su pueblo sea capaz de apresurarse (festinare) para llegar a esas solemnidades ya próximas con una entrega presta, dispuesta, preparada (prompta devotione) y una fe vivaz, activa, animosa (alacri fide).
La colecta para el cuarto domingo de Cuaresma nos transmite ese movimiento, nos recuerda que estamos de peregrinación. Nos hace pensar, por ejemplo, en esa marcha alegre y presurosa de la Virgen (cum festinatione) al ir a visitar a Isabel, al saber por el ángel que su prima se encontraba en el sexto mes de gestación (cf. Lc 1,39); y también en la firme decisión con la que Jesús subía a Jerusalén con sus discípulos, estando ya cercana su Pasión (cf. Lc 9,51; 12,50; 13,33).
El asombro y la alegría ponen en marcha al pueblo de Dios. Para sostenerse en el camino y llegar hasta el final, se necesita pedir la fe, fe con obras, y también estar dispuesto a cargar con generosidad la propia cruz en pos del Maestro. El premio será entrar en su Reino, en el gozo, en la Vida. San Josemaría decía que “el auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz” (Forja, n. 28). La penitencia del cristiano es alegre, no porque no le cueste, sino porque vive alegre en Cristo, también cuando se identifica con Él llevando la Cruz. Y en el horizonte de su camino, que recorre con prisa, fe gozosa y entrega diligente está la fiesta que no tendrá fin.
Sacerdote de Perú. Liturgista.