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Los monjes del desierto

Los Padres del Desierto, primeros exponentes de la vida monacal, surgen primero en las comunidades cristianas de Oriente y después en las de Occidente. Veremos en este mes a los orientales, iniciadores de una fecunda tradición que ha llegado hasta nuestros días.

Antonio de la Torre·13 de marzo de 2023·Tiempo de lectura: 5 minutos
padres

Durante los tres primeros siglos de cristianismo las comunidades que vivían su fe en Jesucristo formaron una extensa red a lo ancho de todo el Imperio Romano. Hemos visto cómo, instruidos, alentados, y protegidos por los Santos Padres, los cristianos cumplieron a fondo el papel de ser levadura en medio del mundo que Jesús les encomendó en su enseñanza. Organizados en comunidades pequeñas y muy vivas, presididas por un obispo y atendidas por un colegio de presbíteros, los cristianos sembraron en el mundo pagano con abundancia. En el mundo realizaron su apostolado, sufrieron conflictos, dialogaron con las diversas culturas, padecieron persecuciones, y fueron pasando por diversos escenarios políticos hasta que, al final, el Imperio Romano se hizo cristiano.

Un nuevo camino

Junto a este camino de los cristianos en medio del mundo, encontramos un pequeño sendero, que, si bien al principio pasó escondido, con el tiempo dio origen a una amplia y nueva vivencia de la vida cristiana. Nos referimos a los cristianos que decidieron vivir una consagración particular a Dios, primero viviendo en el mundo y después saliendo de él para vivir en el desierto.

Desde el principio, en efecto, hubo cristianos que descubrieron como vocación propia vivir lo más ajustadamente posible el consejo de ascetismo predicado por Jesús de Nazaret: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Así, tanto en el Nuevo Testamento como en los primeros Padres de la Iglesia, encontramos testimonios de esta forma de vida, que se concretaría pronto en la virginidad y en la vida continente dentro del mundo, como modo de vivir la renuncia para imitar a Jesús y llegar a la plenitud de la contemplación en su seguimiento.

Por tanto, en numerosos lugares de Oriente, pero especialmente en Egipto, muchos cristianos tomaron este ideal de vida evangélica o de vida apostólica, complementario al ideal de la mayoría de los cristianos, que vivían como levadura en medio del mundo. Fue cuestión de tiempo que este ideal moviera a muchos a una imitación más estricta, saliendo del mundo para vivir el seguimiento radical de Jesús en la soledad del desierto, viviendo como solos, como monjes, del mismo modo que Jesús en su vida pública se retiraba con asiduidad a la soledad de los parajes desérticos para entregarse a la oración y a la contemplación íntima de su Padre Dios.

Los monjes anacoretas

A lo largo del siglo III, coincidiendo con las grandes persecuciones, encontramos grandes figuras del cristianismo antiguo que huyeron al desierto, no para escapar de la violencia imperial, sino para huir de la corrupción y tóxica vanidad del mundo todavía pagano. Esta fuga mundi rechazaba una sociedad que vivía para la gloria mundana, la ambición del lujo, la auto celebración de sí mismo y el deseo de dejar un glorioso recuerdo para la posteridad.

Frente a este planteamiento, la llamada de irse a vivir solo (monachós en griego, de donde vendrá el latín monachus, monje) al desierto supondrá buscar la humildad, el alejamiento, la austeridad, el silencio, el vivir escondido y el olvido de uno mismo. No por mera oposición al mundo, sino por manifestar ante él “lo único necesario” (Lc 10, 42), que es la contemplación de las realidades divinas, y para imitar la vida de Jesucristo como orante solitario en lugares desérticos.

En el desierto, como Jesús, el monje que ha renunciado a su familia, a su patrimonio, a sus afectos, y a sí mismo, para dedicarse a la soledad y a la oración, sufrirá un duro combate por parte del diablo, como las sufrió Jesucristo en el desierto de Judea. No le faltarán tentaciones, acosos, ataques ni seducciones; tampoco la violencia del mundo ni los ataques de las fieras. Pero de todas saldrá triunfante gracias a la bendición de Dios y a su esfuerzo ascético personal para conquistar las virtudes.

Así nos lo narran las numerosas Vidas que han llegado hasta nosotros de los llamados Padres del Desiertos, los primeros anacoretas (los separados, en griego) que marcharon a la soledad para abrir un nuevo camino de perfección en la vida cristiana. La más importante es la que escribió san Atanasio sobre san Antonio Abad, el verdadero padre de esta nueva experiencia monástica en la soledad. En ella nos narra la conversión de san Antonio, sus comienzos en la dura experiencia como anacoreta, su vida entre sepulcros primero, y en los desiertos egipcios después. Y nos descubre que la fama de santidad y sabiduría del santo, fruto de su entrega generosa a la imitación y al seguimiento de Jesucristo, le trajo numerosos discípulos.

Como podemos imaginar, los Padres de este monacato en el desierto no se dedicaron a escribir libros, como los demás Padres que estamos viendo en esta serie. Mucho menos su propia biografía. Pero, afortunadamente, sus discípulos, y los de otros padres del desierto primitivos, fueron recogidos en unas colecciones llamadas Apotegmas. Cada una de estas narraciones nos presenta, el hilo de alguna anécdota de la vida del monje, un diálogo donde el monje va enseñando a su discípulo. Y es que cada vez más cristianos comenzaban un camino discipular con estos venerados anacoretas, buscando “practicar con éxito la vida celestial y recorrer el camino del reino de los Cielos”, como nos cuenta un antiguo apotegma.

El movimiento cenobítico

Con el tiempo esta experiencia individual, un tanto carismática, y sorprendentemente contagiosa, fue dando lugar a una configuración progresiva de instituciones, organización comunitaria y producción literaria. Es lo que conocemos como el cenobismo (de koinós-bios, comunidad de vida en griego). Comunidades de anacoretas se iban formando con una primera forma de vida común, guiada ya por una regla escrita, por las grandes áreas del cristianismo: Egipto, Palestina, Siria o Capadocia.

Tenemos que destacar Egipto, especialmente el desierto en torno a Tebas (lo que se conoce como la Tebaida), como lugar de origen de este movimiento, como lo fue también de la vida de los anacoretas. Pacomio es el gran patriarca de la vida cenobítica, escritor de la primera regla monástica e iniciador de una importante serie de grandes héroes del monaquismo antiguo, como Shenute, Porfirio, Sabas o Eutimio. Las vidas de estos padres eran leídas como biografías de auténticos héroes de la espiritualidad, que inspiraron a muchos cristianos en su experiencia de vida cenobítica. Durante los siglos IV y V, ya con el cristianismo plenamente asentado en el Imperio Romano, se irán enriqueciendo las colecciones de apotegmas y biografías de estos padres del desierto, como lo vemos en la Historia Lausíaca, de Paladio, una curiosa enciclopedia de estos grandes héroes de la ascética y de sus enseñanzas espirituales.

Porque no podemos olvidar que lo esencial en esta experiencia no es el esfuerzo ascético personal ni la radicalidad de las renuncias, sino la gracia espiritual que Dios pone en estas personas al llamarlas a la vida en el desierto. De ahí que las enseñanzas de estos padres sean una fuente inagotable de alimento espiritual. En este sentido son de un gran valor las recopiladas por autores como Evagrio Póntico o Casiano (siglos IV-V).

En concreto, el Tratado práctico y el Sobre la oración de Evagrio constituyen una referencia esencial para entender la espiritualidad monástica de la Iglesia oriental, que tanto influyó después en las diversas corrientes del cenobismo de la Iglesia latina. De la segunda obra, que busca instruir al discípulo en la impasibilidad y en la contemplación, siguiendo las antiguas tradiciones de los primeros padres, proceden las citas que acompañan a este artículo. 

Seguro que todavía hoy tienen mucho que decir a quienes, dentro o fuera del mundo, buscan una mayor identificación con Jesucristo y una mayor profundidad espiritual en su seguimiento.

El autorAntonio de la Torre

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