Un Papa habla urbi et orbi, como obispo de Roma, pero también como guía moral para todo el mundo, para las personas pertenecientes a todas las confesiones, incluidas las no creyentes. Y nunca fue esto más evidente que en sus famosos discursos de Ratisbona y en su alocución ante el Bundestag, el parlamento alemán.
Leer a Ratzinger es, en cierto modo, como leer las Escrituras. Está abierto a más de una interpretación. Lo que sigue es, pues, mi interpretación, sin pretender que sea la única, ni siquiera la mejor posible. Caveat, lector!
Libertad “de” religión y libertad “frente a” la religión en un mundo secular
¿Cuál es la “religión cívica” que nos une a todos los europeos? Sin duda creemos en la necesidad de la democracia liberal como marco en el que debe desarrollarse nuestra vida pública. Las elecciones libres con sufragio universal, la protección de los derechos humanos fundamentales y el Estado de Derecho constituyen la “santísima trinidad” de esta fe cívica.
La libertad “de” religión está consagrada en todas las constituciones europeas. Pero se entiende comúnmente, y con razón, que incluye también la libertad “frente a» la religión. Se trata de la libertad religiosa positiva y negativa en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Sin embargo, la libertad “frente a” la religión plantea un desafío a la teoría liberal. No tenemos una noción similar, por ejemplo, de la libertad “frente al” socialismo. O de la libertad “frente al” neoliberalismo. Si un gobierno socialista es elegido democráticamente, esperamos políticas que deriven de una visión socialista del mundo y la apliquen, obviamente respetando los derechos de las minorías. Y, nos guste o no, se espera que cumplamos las leyes que concretan estas políticas, aunque no seamos socialistas. Lo mismo ocurriría, por ejemplo, con un gobierno neoliberal. Pero si es un gobierno de orientación católica el elegido, tomarse en serio la libertad “frente a” la religión significa que este gobierno tiene las manos atadas a la hora de aprobar leyes derivadas de su visión religiosa del mundo.
En efecto, uno de los más grandes filósofos políticos del siglo XX, John Rawls, ha defendido que nuestra misma práctica democrática, independientemente de si es de izquierdas o de derechas, debe basarse siempre en argumentos derivados de la razón humana, cuyas reglas puedan ser compartidas por todos independientemente de su orientación ideológica, y por tanto estar abierta a la persuasión y al cambio de opinión. La religión, ha afirmado Rawls sin atribuirle una connotación despreciativa, se basa en verdades inconmensurables y no negociables, autorreferenciales y trascendentales. Y, por tanto, inadecuadas para el terreno democrático.
Tenemos, pues, dos retos en el seno de nuestra sociedad multicultural compuesta de creyentes y no creyentes.
El primero: ¿cómo puede la teoría liberal explicar y justificar la libertad “frente a” la religión? Por supuesto, hay muchos intentos de racionalizar esta cuestión dentro de un marco liberal. Ninguno de ellos me convence realmente. En última instancia, si un socialista tiene el derecho de imponer su visión del mundo a la sociedad, ¿por qué habría de negársele lo mismo a un católico?
Y el segundo, el rawlsiano: ¿qué pretensión tienen los grupos de creyentes de participar en la vida democrática -como personas de fe- si, en efecto, la cosmovisión religiosa está (y lo está) ligada a verdades no negociables, autorreferenciales y trascendentales?
En mi opinión, Benedicto, con sus discursos en Ratisbona y en el Bundestag, ha dado la respuesta más convincente a estos dos desafíos.
II. Juan Pablo II, seguido por Benedicto, tenía la costumbre de reivindicar la libertad de religión como la más fundamental de todas las libertades. En nuestra cultura laica, esta afirmación era recibida generalmente con una sonrisa indulgente: “¿Qué libertad te esperabas que privilegiase un Papa?”, interpretando tal afirmación en un sentido corporativista, como si el Papa fuera un dirigente sindical preocupado por asegurar beneficios a sus afiliados. No hay nada de innoble en que el pastor cuide de su rebaño, pero esta interpretación pasa por alto el verdadero sentido de la postura del Pontífice.
Lo que no había recibido suficiente atención, en todo el alboroto causado por los comentarios del Papa en Ratisbona, era el hecho de que, en la libertad religiosa a la que aludía el Pontífice, la atención estaba concentrada en la libertad frente a la religión: la libertad de adherirse a la religión elegida por cada uno o de no ser religioso en absoluto. Benedicto articuló con fuerza todo esto, y mostró explícitamente lo que ya estaba expresado en la Dignitatis Humanae del Vaticano II, que Juan Pablo II había subrayado, y que ciertamente también forma parte del magisterio del Papa Francisco.
Nótese bien: su justificación y defensa de la libertad “frente a” la religión no fue una expresión de, ni una concesión a, las nociones liberales de tolerancia y libertad. Era la expresión de una profunda propuesta religiosa. “No imponemos la fe a nadie. Ese proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en libertad”, afirmó el Papa en Ratisbona, dirigiéndose a sus fieles y al mundo entero. Así pues, en el corazón de la libertad religiosa está la libertad de decir “no” incluso a Dios.
Evidentemente, aquella libertad debe tener una dimensión externa: el Estado debe garantizar por ley a todos la libertad “de” religión y la libertad “frente a” la religión. Pero no menos importante, según he entendido su mensaje, era la libertad interior. Los judíos decimos: “Todo está en manos de Dios, excepto el temor de Dios”. Así lo quiso Dios, dejándonos la elección a nosotros. La verdadera religiosidad, un verdadero “sí” a Dios, puede venir de un ser que no sólo tiene las condiciones materiales exteriores, sino también la capacidad espiritual interiores para comprender que la elección, del sí o del no, y la responsabilidad de esa elección, son nuestras.
Benedicto ha hecho de la libertad “frente a” la religión, por tanto, una proposición teológica. Al fin y al cabo, este es el corazón del Concilio Vaticano II y de la contribución de Ratzinger al Concilio y a su posterior interpretación. Esto, a su vez, tiene un profundo significado antropológico. La libertad religiosa toca la noción más profunda del ser humano como agente autónomo con la facultad de elección moral, también respecto de su propio Creador. Cuando el hebraísmo y el cristianismo expresan la relación entre Dios y el hombre en términos de alianza, celebran esa doble soberanía: la soberanía del ofrecimiento divino y la soberanía del individuo al que se le ofrece.
Creo que todos, creyentes y no creyentes, pueden comprender que si se aceptara la existencia de un Creador omnipotente, insistir como proposición religiosa intrínseca en la libertad de decir no a tal Creador es fundamental para la comprensión misma de nuestra condición humana. En este sentido es primordial que Juan Pablo II y Benedicto XVI hayan defendido el primado de la libertad religiosa: esta se erige en emblema de la ontología misma de la condición humana. De lo que significa ser humano.
Se puede dar todavía un paso más allá. Citando a Santiago, Benedicto XVI explica en su homilía de Ratisbona (a la que se ha prestado demasiada poca atención) que “la ley regia”, la ley de la realeza de Dios, es también “la ley de la libertad”. Esto es desconcertante: si, ejerciendo esta libertad, uno acepta la ley regia trascendental, ¿cómo puede esto constituir una mejora real de la propia libertad? ¿No implica la ley, por su propia naturaleza, aceptar restricciones a nuestra libertad?
Entiendo que Benedicto haya dicho que actuando fuera de los vínculos de la ley de Dios me convierto simplemente en esclavo de mi condición humana, de mis deseos humanos. En palabras de San Ambrosio: “Quoam multos dominos habet qui unum refugerit!”. Aceptar la ley de Dios, como “ley regia”, la ley de Aquel que trasciende este mundo, es afirmar mi libertad interior frente a cualquiera y a cualquier cosa de este mundo. No hay mejor antídoto contra toda forma de totalitarismo en este mundo. Esta es la verdadera libertad.
III. ¿Qué decir entonces del segundo reto, el rawlsiano? En mi comprensión del discurso del Bundestag, Benedicto no rechazó la premisa rawlsiana. Sin mencionarla por su nombre, Ratzinger no cuestionó la premisa de Rawls, sino su errónea comprensión del cristianismo.
Cuando el católico, argumentaba Benedicto, entra en el espacio público para avanzar propuestas sobre la normatividad pública que pueden llegar a ser vinculantes por ley, no hace esas propuestas basándose en la revelación y la fe o en la religión (aunque puedan coincidir con éstas). Forma parte, como hemos visto, de la antropología cristiana que los seres humanos estén dotados de la facultad de la razón, común a la humanidad, que, es más, constituye el lenguaje legítimo de la normatividad pública general. El contenido de la pregunta cristiana en el interior de la esfera pública estará, por tanto, en el ámbito de la razón práctica: la moral y la ética como expresadas a menudo a través de la ley natural. Si puedo poner un ejemplo, cuando Caín mató a Abel, no se volvió y le dijo al Señor: tú nunca me has dicho que matar estaba prohibido. Tampoco el lector de las Escrituras plantea tal objeción. Se entiende que en virtud de su creación (para los creyentes a imagen de Dios) todos nosotros tenemos la capacidad de distinguir entre lo justo y lo injusto y no necesitamos la revelación divina para ello.
Tampoco esta es una concesión al secularismo. Es un resultado inevitable de las proposiciones religiosas que informaron el discurso de Ratisbona. Adoptar una norma públicamente vinculante basada únicamente en la fe y la revelación violaría precisamente ese profundo compromiso, religiosamente fundamentado, con la libertad religiosa, para el cual la fe forzada es una contradicción y es contraria a la voluntad divina.
Es también una proposición audaz. Sí, por un lado constituye el visado de entrada del católico en la plaza pública normativa de igual a igual. Al mismo tiempo, impone una disciplina seria y severa a la comunidad de fe. La disciplina de la razón podría obligar a revisar las posiciones morales. Ya no se tiene ese comodín en la baraja: “Esto es lo que Dios ha mandado”. Esto no forma parte de la razón pública compartida. Si se adopta una lengua, hay que hablarla luego correctamente para que ser comprendido y ser convincente. Y esto también sirve también para el lenguaje de la Razón.
El valor de la santidad
IV. Paso ahora a lo que considero una enseñanza extraordinaria dirigida específicamente a la comunidad de los fieles, y que se encuentra oportunamente en la homilía de Ratisbona, más que en el famoso discurso a la comunidad académica.
El nexo entre normatividad general y razón es seductor y, en cierto modo, constitutiva de la identidad cristiana. Pero aquí anida un peligro interesante para el homo religiosus. Es el peligro de reducir la propia religiosidad a la ética como se expresa a menudo en el derecho natural, por muy importante que sea.
“Las cuestiones sociales y el Evangelio son inseparables” fue uno de los mensajes centrales de la homilía de Ratisbona. Es una frase impactante. Para mí, la pregunta más interesante es: ¿por qué el Papa consideró necesario recordar a su rebaño que las preocupaciones sociales y el Evangelio son inseparables?
Comenzaré ahora a responder a esta pregunta, con la obvia humildad y desconfianza que deriva del hecho de que yo, un extraño, entre en el terreno de una comunidad de fe a la que no pertenezco. Si estoy equivocado, estaría encantado de que me corrijan.
El Papa nos advertía, a los creyentes en general, y más específicamente a su grey católica, del peligro de considerar que la exigencia cristiana de normatividad pública expresada a través del lenguaje de la razón general aplicable a todos los seres humanos, agota el significado de una vida religiosa o incluso de una normatividad cristiana.
Las “cuestiones sociales”, como expresión de la moralidad y ética, son centrales para las religiones abrahámicas, pero por sí solas no definen ni la sensibilidad religiosa ni el ímpetu religioso ni el sentido religioso. Al fin y al cabo, la religión no tiene el monopolio de la moral y de la ética. Un ateo puede llevar una vida ética y tener un interés por las cuestiones sociales no menos noble que los creyentes.
La categoría religiosa por excelencia, la que no tiene equivalencia, ni correspondencia, en una visión laica del mundo, es la santidad. Reducir la religión exclusivamente a preocupaciones ético-sociales, por importantes que éstas sean, conduce a disminuir fatalmente el significado de la santidad. Por supuesto, la santidad no está separada de la ética y de la moralidad. La moralidad y la ética son condiciones necesarias, pero no son suficientes para la santidad. La santidad no se agota en la ética y en la moral. Denota algo más: la cercanía al amor de Dios por nosotros y a nuestro amor por Él, Su presencia en toda nuestra existencia.
Quiero compartir un famoso pasaje de la Escritura, que se encuentra tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento -Ama a tu prójimo como a ti mismo-, que creo que coincide perfectamente con la insistencia de Benedicto en su homilía en el hecho de que las cuestiones sociales y el Evangelio son inseparables.
¿Dónde se encuentra por primera vez este pasaje? Está en el Levítico, capítulo 19. Un capítulo muy especial de toda la Biblia porque aborda explícitamente la noción de santidad.
“El Señor dijo de nuevo a Moisés: ‘Habla a toda la comunidad de los israelitas y ordénales: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev 19, 1-2).
Es este capítulo donde se encuentra el precepto “Ama a tu prójimo”. Pero todos tendemos a olvidar el final de ese pasaje. No se trata simplemente de “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, sino de “Ama a tu prójimo como a ti mismo, yo soy el Señor”. Y es esta parte final la que introduce al homo religiousus en la noción de santidad, que va más allá de la moral común de toda la humanidad.
Quiero subrayar que, en mi opinión, el “valor añadido” de la santidad no hace al religioso superior a sus hermanos laicos. Simplemente lo hace diferente.
Permítanme investigar el significado más profundo de “Ama a tu prójimo como a ti mismo – Yo soy el Señor”, y ofrecer una interpretación.
Ante todo, en la prescripción del amor se va más allá de nuestra comprensión normal del comportamiento ético que puede traducirse en el derecho natural. A nadie se le ocurriría transponer a una ley laica el deber de amar a nuestro prójimo. Este es más bien una manifestación de la normatividad católica, exquisitamente expresada en el Evangelio según San Mateo: “Y si alguno te pide que le acompañes una milla, acompáñale dos”.
En segundo lugar, la parte final ―Yo soy el Señor― explica por qué este famoso pasaje se encuentra en un capítulo que comienza con la prescripción de buscar la santidad. Cuando cumplimos la obligación de amar al prójimo, no sólo expresamos nuestro amor al prójimo y a nosotros mismos. Su realización es también expresión de nuestro amor al Señor. Y aquí es donde reside la santidad.
Me parece significativo que Benedicto nos haya dado esta enseñanza en el contexto de la celebración eucarística. Porque, en la medida en que los entiendo, los diversos sacramentos, la oración, la Misa en general y la celebración eucarística en particular, así como todas las demás prácticas similares, son los medios por los que la Iglesia ofrece al creyente la posibilidad de expresar el amor y la devoción al Señor. Y esto con toda seguridad va más allá de llevar simplemente una vida ética.
Si hay algún mérito en esta interpretación, es que encierra una notable ironía histórica.
En la época de profetas como Amós e Isaías, y obviamente en el Evangelio, había que recordar a los fieles que la fe y la santidad no podían alcanzarse simplemente siguiendo los sacramentos y rituales si éstos no iban acompañados de un comportamiento ético y de la Ley regia del Amor.
Hoy, la situación se invierte y es necesario recordar a los creyentes que la riqueza del sentido religioso no se agota simplemente en llevar una vida ética y solidaria. Llevar una vida ética es una condición necesaria, pero desde luego no suficiente. La conducta ética y solidaria debe ir acompañada de una relación con lo divino, a través de la oración, a través de los sacramentos, buscando la mano del Creador en el mundo que Él ha creado.
Es parte de la condición moderna que hace que muchos fieles casi se avergüencen del Evangelio, de los sacramentos, así como de las afirmaciones, las palabras utilizadas y de las prácticas que expresan los aspectos sacramentales de su religión y fe. Estos aparecen, ironía de las ironías, como “irrazonables” (¡intenta decírselo a Santo Tomás de Aquino o a San Agustín!) Y este fenómeno está extendido entre todos los hijos de Jacob/Israel.
El profeta Miqueas predicaba: “Hombre, te sido enseñado lo que es bueno y lo que el Señor te pide: practicar la justicia, amar la piedad, caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6, 8). Camina humildemente, ¡no a escondidas!
Me gustaría terminar con una nota personal. He tenido el privilegio de reunirme con el Papa Benedicto en tres ocasiones. Una vez fue en 2013, poco antes de su jubilación, un encuentro bastante breve en el que le presenté a dos de mis hijas. La segunda ocasión fue unos años más tarde, cuando a petición suya fui invitado, para mi sorpresa, ya que nunca había sido formalmente alumno de Ratzinger, a pronunciar la conferencia principal en el célebre “Ratzinger Schülerkreis”, su Círculo de discípulos, después de la cual tuve el puro placer de mantener una larga conversación de tú a tú con el Papa emérito: pura teología. Y, finalmente, nuestro último encuentro tuvo lugar hace aproximadamente un mes, junto con los padres Fedou, Lombardi y Gänswein, con ocasión del Premio Ratzinger 2022. Estos encuentros han quedado indeleblemente grabados en mi mente. Sus palabras de despedida fueron significativas y conmovedoras: “Por favor, mis recuerdos a sus hijas”.