“Proclama mi alma la grandeza del Señor […] porque ha mirado la humildad de su esclava”. María proclama la grandeza de Dios y a sí misma como su esclava. En su humildad se abre a la acción y al poder de Dios. Esto es la humildad: vaciarnos de nosotros mismos para dejar que el poder de Dios actúe plenamente en nosotros y nos eleve.
María es la que mejor vive las palabras de Cristo: “El que se humilla será enaltecido” (Mt 23,12). Esto explica la solemnidad de hoy de la Asunción. Si la soberbia es una muerte en vida, la humildad es una resurrección y una exaltación vivas y continuas por parte de Dios.
Y así vemos a María en la primera lectura como la “gran señal… en el cielo”. Antes, al comienzo de la vida de Cristo en la tierra, la “señal” había sido su pequeñez en el pesebre: “Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12). Ahora está, en su humanidad, a la derecha del Padre (Hch 2, 33).
La humilde sierva es ahora la Reina radiante, revestida del esplendor mismo de la creación transformada y gloriosa: María es la “mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”. No intentemos revestirnos de una falsa gloria, la pálida gloria de los tejidos que se marchitan y se desgastan.
Una preocupación excesiva por la vestimenta externa, por vanidad orgullosa, es como una “antiasunción”. Aunque es bueno vestirse con elegancia por sentido de la propia dignidad de hijos de Dios y por caridad hacia los demás, sólo dejando que Dios nos vista de su gracia podemos esperar participar, al menos en cierta medida, de la gloria celestial de María: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo.” (Ga 3, 27). “Y, de hecho, en esta situación suspiramos anhelando ser revestidos de la morada que viene del cielo” (2 Co 5, 2).
María aceptó la Palabra de Dios diciendo sí a la palabra del ángel: “María contestó: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’” (Lc 1, 38). La primera lectura de hoy muestra a María dando a luz al niño, el Verbo, Jesucristo, como un parto continuo a lo largo de la historia, ya que lo da a luz en nosotros, “el resto de su descendencia” (Ap 12,17).
La Reina gloriosa sigue siendo la madre amorosa en los dolores de parto junto con la creación y a través de la Iglesia (véase también Rm 8, 22). Cuanto más le permitamos que nos levante en sus brazos, para compartir su Asunción, más aliviaremos sus dolores.