En el último libro del Antiguo Testamento, Malaquías, de quien no se sabe nada, habla del día del Señor, en el que Dios pronunciará su juicio sobre la historia humana. Utiliza el símbolo apocalíptico del fuego que quemará a los soberbios e injustos como la paja y que, en cambio, será como un sol con rayos benéficos para los que siguen al Señor.
Hay que esperar ese día sin caer en el error de algunos tesalonicenses, que abandonan su trabajo porque no vale la pena el esfuerzo de mejorar un mundo que pronto se acabará. Pablo les corrige, después de escribirles que “no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima” (2 Tes 2, 2).
El mismo mensaje de vigilancia activa y prudente se desprende del discurso de Jesús sobre el final de los tiempos, que Lucas sitúa antes de su pasión, muerte y resurrección. Jesús aprovecha las frases de admiración hacia el templo de Jerusalén para profetizar su ruina.
Sorprendidos por ese anuncio, sus oyentes le preguntan con curiosidad y temor cuándo sucederán esas cosas, y cuáles serán las señales. Pero Jesús, que enlaza las referencias a la destrucción del templo con otras sobre el fin de los tiempos, no entra en detalles de curiosidad, sino que orienta a los suyos a preocuparse por cómo vivir el tiempo de espera, que es el tiempo de la Iglesia.
Pone en guardia a sus discípulos contra los falsos profetas que dirán que son él, o que anunciarán el inminente fin y su regreso, que, según había dicho, tendrá lugar “a la hora que menos penséis” (Lc 12, 40). Las guerras y las revoluciones ocurrirán, pero no deben aterrorizar a los creyentes. Utiliza el lenguaje apocalíptico conocido en su época: terremotos, hambrunas, plagas, acontecimientos terroríficos y señales en el cielo. Pero aún no es el final.
Antes, los creyentes tendrán que experimentar lo que ya habrá vivido Cristo: ser traicionados por familiares más cercanos y amigos, ser capturados: “os echarán mano”, llevándolos a juicio ante las autoridades religiosas: “os entregarán a las sinagogas”; y ante las autoridades civiles y militares: “ante reyes y gobernadores”, encarcelados. Lucas volverá sobre la identificación del cristiano con la pasión y la muerte de Jesús a partir del martirio de Esteban, en los Hechos de los Apóstoles.
Es la ocasión del testimonio. Jesús ya prometió que el Espíritu Santo les inspiraría en su defensa (Lc 12, 12); ahora dice que será él mismo quien dé a los suyos “boca y sabiduría” para defenderse. Sin embargo, “matarán a algunos de vosotros”, y “todos os odiarán”. Pero el mensaje final es de esperanza: “ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestra alma”.
La homilía sobre las lecturas del domingo XXXIII
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.