La fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que celebramos hoy, es relativamente nueva en la Iglesia. La Santa Sede aprobó la fiesta por primera vez en 1987 y, posteriormente, en 2012, ofreció a las conferencias episcopales la posibilidad de incluirla en sus calendarios litúrgicos nacionales. Poco a poco, por tanto, la fiesta se está extendiendo por todo el mundo y ahora se puede encontrar en países como Australia, España, los Países Bajos, la República Checa e Inglaterra y Gales.
Celebrada anualmente el primer jueves después de Pentecostés, la fiesta se centra en el aspecto sacerdotal de la misión de Cristo en la tierra. La Carta a los Hebreos del Nuevo Testamento señala especialmente este aspecto. Jesús es “sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere”, para expiar los pecados del pueblo. Es “el apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos”, el “sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo”.
En el Antiguo Testamento, el Sumo Sacerdote judío, y sólo él, entraba una vez al año (únicamente) en el Sanctasanctórum del Templo de Jerusalén para ofrecer un sacrificio por los pecados del pueblo, incluido el suyo propio. Pero el nuevo y más grande Sumo Sacerdote, Jesús, ha penetrado en el Santo de los Santos celestial, la presencia misma del Padre, “hecho” no por manos humanas sino por Dios mismo. Y él, sin pecado, “vive siempre para interceder” por nosotros.
Las lecturas de hoy subrayan el aspecto expiatorio del sacerdocio de Jesús, es decir, cómo repara y limpia nuestros pecados. No ofrece sangre de animales, como hacían los sacerdotes judíos, que es “imposible que […] quite los pecados”. Ofrece su propia sangre, su propio ser, en un sacrificio perfecto de obediencia. Lo vemos vivir esta obediencia cuando lucha, con éxito, en su agonía en el huerto, por unir su voluntad humana, que naturalmente temía el sufrimiento, a la voluntad divina de su Padre: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”.
En un momento en que las vocaciones sacerdotales en Occidente están en declive, es necesario suplicar a Dios la gracia de muchos más sacerdotes para su Iglesia, dispuestos a hacer de sí mismos un sacrificio a Dios por el bien de las almas. Debemos rezar por muchos sacerdotes humildes y obedientes que estén dispuestos a beber el cáliz que Dios les tiende. La mayor parte de las veces será una copa de alegría, como leemos en el famoso salmo 23: “Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa”. Pero en ocasiones esa copa será de sufrimiento. Con las oraciones y el amor de los fieles, los sacerdotes se regocijarán en el vino dulce de la copa y permanecerán fieles cuando el cáliz sea más difícil de beber.