La Iglesia ora en torno a María y Jesús ora a su Padre. Estos son los temas dominantes de las lecturas de hoy. Y el tema dominante de la oración de Cristo es la gloria de su Padre. “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti… yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese”. Luego explica cómo es glorificado en sus discípulos fieles.
En la segunda lectura, san Pedro nos exhorta a compartir los sufrimientos de Cristo para alegrarnos y regocijarnos “cuando se manifieste su gloria”. Y poco antes, en esa misma epístola, había exclamado a él pertenecen “todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro”.
¡Deo omnis gloria! “¡Toda la gloria a Dios!” Así reza el gran grito. Pero dar gloria a Dios es más fácil de decir que de entender. ¿Cómo podemos “dar” gloria a Dios? No añadimos nada a su gloria, y aunque nuestras buenas acciones le glorifican, nuestra condena también lo haría, mostrando su justicia y rectitud frente a nuestra maldad.
Dar gloria a Dios es reconocer que toda la gloria le pertenece. “Gloria”, kabod en hebreo, sugiere también la santidad de Dios y tiene la idea de peso y sustancia. Por el contrario, todas las cosas creadas son hebel, vapor, aliento, mera vanidad, como expresa tan dramáticamente el Eclesiastés 1, 2. Por eso, dar gloria a Dios es reconocerle como fuente de todo poder, ser y bondad. Mientras que nosotros somos mero aliento (Dios tomó polvo e insufló vida en él, nos cuenta el libro del Génesis sobre la creación del hombre), Dios es el único que tiene un ser sustancial. Dar gloria a Dios es reconocer y construir nuestra propia existencia sobre esta realidad; o, por utilizar otra imagen relacionada, hacer de Dios la roca, el cimiento de nuestras vidas.
Si construimos nuestras vidas sobre Dios, sobre lo que es sustancial y no sobre lo que es aliento, compartiremos su vida y su ser, y por tanto su gloria, en el cielo.
La oración es la mejor manera de glorificar a Dios, porque a través de ella lo reconocemos como nuestra fuente de poder. Así, la Iglesia que ora en torno a María en la primera lectura de hoy glorifica a Dios y, como es lógico, prepara el camino para el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, esa gran manifestación de la gloria divina que inaugura la vida de la Iglesia.
Pero también queremos glorificar a Dios en nuestro trabajo y nuestra vida cotidianos: “Así pues, ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Co 10, 31). Sin distraernos de la actividad que tenemos entre manos, a la que debemos dedicar toda nuestra concentración para hacerla bien, también podemos dirigirnos a Dios de vez en cuando para que nos ayude a realizar esa tarea de un modo que le agrade. Así trabajamos mejor y, poco a poco, convertimos el trabajo en oración.
La homilía sobre las lecturas del domingo VII de Pascua (A)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.