La gloria que Jesús reveló en el monte Tabor permitió a sus tres discípulos más cercanos vislumbrar la gloria que le pertenece como Hijo divino y que recibirá su Sagrada Humanidad cuando sea exaltado a la derecha del Padre.
Por eso no sorprende que la liturgia de la Iglesia nos ofrezca como primera lectura de hoy el texto del profeta Daniel, en el que vemos cómo se confiere la gloria a un misterioso “Hijo del hombre”. Es una profecía de Jesús y de la gloria que acabaría recibiendo su humanidad.
Esta es la fiesta que celebramos hoy, que nos permite vislumbrar la gloria de la que seremos testigos aún más espléndidos en el cielo si permanecemos fieles. Jesús dio a sus tres discípulos esta visión para prepararlos y fortalecerlos para el escándalo de su Pasión.
Los tres hombres que le vieron glorioso en el monte Tabor le verían llorar de angustia en el huerto de Getsemaní. Si estamos dispuestos a permanecer fieles en los malos momentos (no es que estos tres discípulos fueran realmente fieles en el huerto, pero lo fueron más tarde), Dios nos glorificará en el cielo, donde seremos testigos y partícipes de la gloria de Cristo.
Jesús levantó brevemente el telón para mostrar su gloria y también dio una visión de ella a dos de las más grandes figuras del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. En su estancia en la tierra de los muertos, esperando el desconocido día de su liberación, también ellos necesitaban conocer el valor salvífico de la Pasión de Jesús, su “éxodo”, su viaje más allá de la muerte para conquistarla. Habrían vuelto para contar a sus compañeros de estancia que su largo sueño pronto terminaría y que Jesús los llevaría al cielo.
Todos necesitamos aliento en los momentos difíciles y eso es lo que Jesús nos ofrece hoy, aunque en cierto sentido todas las fiestas, todos los domingos, nos ofrecen ese aliento. Cada domingo es una nueva Resurrección, un anticipo de la gloria y el triunfo que aguardan a las almas fieles. Pedro se sintió ciertamente animado.
Tanto que quiso prolongar la experiencia construyendo tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías, como para seguir “acampando” en este lugar celestial.
Esta experiencia perduraría en él tan poderosamente que años más tarde volvería a escribir sobre ella en su segunda epístola (la segunda lectura de hoy): “Esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada”.
Habla de ver la “sublime gloria” y de oír al Padre proclamar a Jesús como “mi Hijo amado, en quien me he complacido”. Una gran parte del cielo es compartir la propia filiación de Jesús, ser hijos, hijas, de Dios en él.
Y cuanto más vivimos nuestra propia filiación divina, cuanto más -guiados por el Espíritu Santo- apreciamos a Dios como Padre ya ahora en la tierra, más empezamos a compartir la alegría del cielo.
La homilía sobre las lecturas del domingo XVIII del Tiempo Ordinario (A)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.