En la primera lectura de hoy, el profeta Daniel anuncia los enormes trastornos que precederán a la segunda venida de Cristo, “serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora”. Jesús en el Evangelio nos dice más: “después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. ¿Cuándo sucederá esto? Ni siquiera Jesús lo sabe, dice. Es de suponer que aquí habla según su naturaleza humana, porque como Dios lo sabría.
La Iglesia nos da esta aterradora visión del final de los tiempos para que no nos pille desprevenidos. “Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro”. Este es el libro del juicio que vemos en el libro del Apocalipsis (Ap 20,12-15). Es una metáfora: no es un libro literal, sino que Dios lleva un registro de nuestras acciones buenas y malas. Nuestros nombres estarán en el libro de la vida si hemos buscado la verdadera vida, no la muerte. Las buenas acciones conducen a la vida, las malas conducen a la muerte.
Probablemente no estaremos allí para ver la segunda venida de Cristo. Por favor Dios que lo veamos desde el cielo y no nos enteremos, aterrorizados, en el infierno. Pero en cierto sentido el fin de los tiempos es el “ahora” de los tiempos. Siempre hay convulsiones mundiales, naciones en guerra entre sí, desastres cósmicos. Si buscamos ahora los fundamentos adecuados, nos mantendremos firmes ahora, y cuando Jesús regrese, nos alegraremos -en la tierra o en el cielo- de su venida.
Tenemos que aprender de estas lecturas dónde asentar nuestros pies. Ninguna persona sensata pone sus pies sobre arena movediza o barro acuoso. Más bien pone sus pies sobre roca sólida. Nada en la tierra o en el sistema solar permanecerá firme al final de los tiempos. Todas las cosas creadas se desvanecerán y desaparecerán. “El cielo y la tierra pasarán”, nos dice Jesús, “pero mis palabras no pasarán”. ¿Por qué poner nuestras esperanzas en cosas que pasarán?
Aquí Jesús nos indica a qué debemos aferrarnos: a sus palabras, a su enseñanza, que nos llega en la Iglesia, en la Escritura y en nuestra conciencia. Debemos acogerla y compartirla con los demás. Y así, la primera lectura nos da otro consejo para asegurarnos de estar entre los que resucitan a la “vida eterna”: ser sabios nosotros mismos e instruir a los demás en la santidad. “Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.
La homilía sobre las lecturas del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (B)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.