“Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos”. Así escuchamos en la primera lectura de hoy al profeta Ezequiel. Pero lo que entonces era sólo metafórico -Dios “resucitando” a Israel, dando a la nación un nuevo comienzo, sacándola del exilio- se convierte en realidad literal en el evangelio de hoy, cuando Jesús resucita a Lázaro de entre los muertos. Por supuesto, esto es sólo un signo de una resurrección mayor y más verdadera que ocurrirá poco después: Jesús que se resucita a sí mismo de entre los muertos, levantándose de la tumba por su propio poder.
Se podrían decir tantas cosas sobre este episodio, pero hoy podríamos centrarnos en el control total de la situación por parte de Cristo, en contraste con la impotencia de todos los demás. Desde el principio, como es habitual en el Evangelio de Juan, Jesús lo tiene tod o bajo control y sabe exactamente lo que hace. Así, cuando le comunican la enfermedad de Lázaro, precisamente por su amor a Lázaro, Marta y María, “se quedó todavía dos días donde estaba”. Declara su intención de ir a Judea y no se inmuta ante la respuesta de sus discípulos: “Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver de nuevo allí?”. Entonces “les replicó claramente: ‘Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su encuentro’”.
Cuando llega a Betania, la gente se mueve confusa y llora. Él aclara a Marta que tiene el poder de resucitar a Lázaro porque es “la resurrección y la vida”. El que es vida puede darla a los demás.
Cuando, en el sepulcro, la fe de Marta vacila – “Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días”-, Nuestro Señor insiste: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Y entonces, a su palabra, Lázaro sale vivo.
Pero, ¿por qué lloró el propio Jesús? ¿Por qué esta aparente muestra de debilidad en alguien que es tan consciente de su propio poder? Porque el verdadero poder no carece de corazón. Dios se hizo hombre para tener un corazón humano y compartir sentimientos humanos, y los humanos no podemos dejar de sentirnos turbados ante la muerte. Quizá también la muerte y resurrección de Lázaro le hicieron pensar en su propio misterio pascual, que estaba por llegar.
La Iglesia nos ofrece este evangelio hoy, en Cuaresma, para animarnos. Nuestro Dios, que tiene poder para resucitar a los muertos, también llora. Él, que es todopoderoso, conoce y, en cierta medida, en Cristo Jesús, comparte nuestra debilidad. Podemos estar muertos en nuestros pecados, podemos estar pudriéndonos en algún mal hábito o atados por las vendas hediondas de algún vicio, pero Cristo puede llamarnos a salir de nuestra tumba. No hay fragilidad humana que Jesús no pueda superar, incluida la muerte, y no hay fragilidad humana por la que Jesús, con su corazón humano, no sienta compasión.
La homilía sobre las lecturas del domingo V de Cuaresma (A)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.