La Iglesia sigue intentando convencernos de la misericordia de Dios, como si nos costara creer en su infinita profundidad. El Evangelio de hoy es el intermedio de tres Evangelios dominicales que nos muestran hasta dónde llega esta misericordia. El domingo pasado, como vimos, se describe a Dios como un viñador que no se atreve a cortar la higuera infructuosa. Quiere darle otra oportunidad. El próximo domingo es el episodio de la mujer sorprendida en adulterio: Jesús también quiere darle otra oportunidad. Y el Evangelio de hoy es el texto más famoso de todos sobre la misericordia divina: la parábola del hijo pródigo.
Podríamos decir muchas cosas sobre este texto (la misericordia de Dios es realmente infinita), pero limitémonos a destacar algunos puntos. El primero es la gravedad del pecado del hijo. No se trata sólo de su vida de libertinaje en una tierra lejana. Es el hecho de que pide su herencia por adelantado. Si se tiene en cuenta que normalmente las herencias sólo se transmiten a la muerte de alguien, es como si el hijo dijera al padre: “Por lo que a mí respecta, ya estás muerto”. Casi le está matando, al menos emocionalmente.
El siguiente punto a considerar es lo imperfecta que es la contrición del hijo. Regresa porque tiene hambre y los criados de su padre comen bien. “Recapacitando entonces, se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre’”. Y, sin embargo, ha entrado en razón y emprende el camino de vuelta a casa.
Esto es importante: cuando el hijo salió de la pocilga, ya estaba de camino hacia su padre. Todavía no estaba en sus brazos, pero iba hacia él. Sólo con salir de una situación de pecado, por imperfectos que sean los motivos, ya se está volviendo hacia Dios.
Y entonces vemos la misericordia del padre: “Cuando todavía [el hijo] estaba lejos” (probablemente más espiritual que físicamente), “su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr se le echó al cuello y lo cubrió de besos”. El padre corre hacia el muchacho como si fuera el inferior: no hay sentido de su propia dignidad.
El hijo ha preparado su discurso. Confesaría su pecado, reconocería que no era digno de ser llamado hijo del padre y pediría ser tratado como un siervo. Pero lo sorprendente es que no llega a decir lo tercero. Que sea simplemente un siervo, por grande que sea su pecado, sencillamente no es una opción para el padre. A continuación, se devuelve al muchacho toda su dignidad mediante una serie de actos simbólicos (recibir la túnica, el anillo y las sandalias) que necesitarían otra reflexión para explicarlos, así como la pregunta: ¿qué nos dice que el hijo no se volverá a ir?