Evangelio

Testigos de la Transfiguración. Transfiguración del Señor (B)

Joseph Evans comenta las lecturas de la Transfiguración del Señor y Luis Herrera ofrece una breve homilía en vídeo.

Joseph Evans·4 de agosto de 2024·Tiempo de lectura: 2 minutos

La importancia de la Transfiguración se refleja en el hecho de que se narra en los tres evangelios sinópticos. Mateo, Marcos y Lucas consideraron que se trataba de un acontecimiento notable en la vida de Cristo, que cada uno debía relatar a su manera. Este año, año B, se nos ofrece la versión de Marcos, que proporciona una serie de descripciones gráficas que sugieren precisamente lo que nos dice la tradición: que Marcos nos presenta la predicación de Pedro. Aunque algo tosco en su forma, y sin gran pulimento literario, Marcos da a menudo detalles que sugieren realmente a un testigo ocular.

Así, en este relato no sólo se nos dice que las vestiduras de Cristo parecían “blancas como la luz” (Mateo) o “brillaban de resplandor” (Lucas), sino que “se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlas ningún batanero del mundo”. Pedro debió de quedar muy impresionado por la blancura de las vestiduras de Cristo en aquel momento e intuyó que habían entrado en una dimensión totalmente nueva, celestial. También subraya más que los otros evangelios el miedo de los tres discípulos, en particular el suyo: “No sabía qué decir, pues estaban asustados”. Y sólo Marcos nos dice que los tres discípulos discutían entre ellos “qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos”.

Se trata de alguien que estuvo allí, que vio la extraordinaria blancura de las vestiduras de Cristo, que sintió un miedo intenso y que habló con Santiago y Juan sobre lo que sucedió en la montaña. En efecto, como nos dice la primera lectura, precisamente de la segunda epístola de Pedro: “Habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: ‘Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido’. Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada” (2 Pe 1, 16-18).

El Jesús que pronto se mostraría débil y despreciado, casi demasiado feo para ser mirado, como profetizó Isaías (cfr. capítulo 53), deja entrever aquí su gloria a sus tres discípulos más cercanos. Así como Dios Padre reveló especialmente a Pedro la condición divina y mesiánica de Cristo (cfr. Mt 16, 17), aquí le ayuda a comprender más profundamente la gloria preexistente de Nuestro Señor. Por Pedro, por el Papa, comprendemos mejor tanto la gloria divina de Cristo como cuánto se abajó para sufrir por nosotros. A través de la Iglesia nos adentramos más en la nube del misterio de Cristo, que es oscuro, aterrador y lleno de luz al mismo tiempo. Pedro es capaz de decir en su segunda epístola, con un plural que sugiere la voz de la Iglesia bajo la autoridad de los Papas: “Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien en prestarle atención” (2 Pe 1, 19).

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