La fiesta de hoy celebra a los muchos santos desconocidos que no han sido declarados formalmente santos ni beatos por la Iglesia. La primera lectura habla de “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas”. De hecho, cualquiera en el cielo es santo.
Hay muchos santos anónimos, personas santas en camino hacia el cielo, conocidas solo por sus allegados. Puede que conozcas a algunos: lo que el Papa Francisco llama “los santos de la puerta de al lado”. Ese santo podría ser tu abuela, que tanto reza y solo piensa en ayudar a los demás. Podría ser un tío maravilloso que es un verdadero hombre de Dios y trabaja duro para ayudar a los pobres y necesitados. O un buen trabajador católico que prefiere perder su trabajo antes que traicionar su conciencia haciendo algo que sabe que está mal. Puede ser una profesora católica que intenta preparar sus clases lo mejor que puede por amor a Dios y llevar algo de ese amor a su enseñanza. Se trata de personas que realmente intentan buscar a Dios, rezar, vivir bien, hacer buen uso de sus talentos y dar testimonio de Cristo. La fiesta nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad, cada uno de nosotros, para estar ante el trono de Dios compartiendo el triunfo del Cordero, porque la victoria de los santos es ante todo la victoria de Cristo en ellos. La santidad no hace distinciones y es de cualquier raza, edad y condición social. La santidad no es algo opcional. De hecho, si no intentamos ser santos, estamos malgastando nuestras vidas en el egoísmo, porque la santidad es vivir para Dios y para los demás, no para nosotros mismos. La santidad es alcanzar todo nuestro potencial como seres humanos. Es dejar que Dios nos lleve a las alturas del amor, volar como águilas en lugar de arrastrarnos como gusanos en el barro.
Ser santo es intentar volar: proponerse hacer el bien a los demás, dejar que Dios nos hable en la conciencia y nos diga: “Vamos, hijo mío, hija mía, ¿no puedes hacerlo un poco mejor? ¿No puedes apuntar un poco más alto?”. Y el Evangelio de hoy nos ofrece el modelo de la santidad. Es el comienzo del Sermón de la Montaña de Nuestro Señor, cuando esboza las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu…”. Las Bienaventuranzas pueden parecer poco impresionantes, pero, cuanto más las analizamos, más nos damos cuenta de lo exigentes que son. Qué difícil es ser verdaderamente pobre de espíritu, confiar solo en Dios y no en las cosas creadas. Qué difícil es ser manso, ser puro de corazón, ser siempre misericordioso, luchar por la rectitud personal y la justicia social, ser pacificadores (recordando que los pacificadores a menudo pueden quedar atrapados en el fuego cruzado), ser perseguidos a causa de la justicia. La fiesta de hoy nos invita a renovar nuestra lucha por la santidad, considerando que realmente es “el cielo o la ruina”. Si no llegamos al cielo, nuestra vida en la tierra habrá sido un completo desperdicio.