Tras su Resurrección, Jesús envía a sus discípulos, diciéndoles: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. No es una orden fácil: “discípulos a todos los pueblos”. Nosotros estamos entre ellos. Y bautizarlos a todos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
La Iglesia lo hace así desde entonces: cualquier otra fórmula o redacción no sería válida. Bautizar es sumergir, ser lavado, participar en la vida y muerte de Cristo. Cuando Santiago y Juan pidieron a Nuestro Señor los primeros puestos en su reino, pensando que iba a instaurar uno terrenal y político, Jesús respondió con estas misteriosas palabras: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” (Mc 10, 38). Aquí, por “bautismo”, Jesús entiende su pasión y muerte. En otras palabras: “Así como yo me sumerjo en las profundidades del sufrimiento humano, ¿estás dispuesto a sumergirte tú también? ¿Estás dispuesto a compartir mi bautismo, mi sufrimiento, mi muerte?”.
Cuando nos bautizamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, también entramos en la vida de la Trinidad. Cuando bautizamos a un bebé -o a un adulto- y lo sumergimos en el agua o vertemos agua sobre la cabeza del niño, estamos sumergiendo a ese niño en la propia vida de la Trinidad, podríamos decir que estamos vertiendo la Trinidad sobre y en ese niño.
El misterio de la Trinidad nos abre al misterio de la vida interior de Dios, que está claramente más allá de nuestra comprensión. Si pudiéramos comprender a Dios, no sería Dios. Dios es por definición infinito, y nosotros somos finitos. Siempre hay algo más por descubrir. Como escribió santa Catalina de Siena en el siglo XIV: “Eres un misterio tan profundo como el mar, en el que cuanto más busco, más encuentro; y cuanto más encuentro, más busco”.
Orar es como zambullirse en Dios, en la vida divina. No necesitamos oxígeno, o mejor dicho, la fe es nuestro oxígeno y los ángeles y los santos nos guían. El mar es a la vez oscuro y lleno de luz y no hay peligro de ahogarse. Se nos ofrece la oportunidad de sumergirnos en una forma de vida superior. Necesitamos conocer individualmente a cada persona de la Trinidad. Podemos rezar a Dios en general, como Dios, pero nuestra relación con Dios será más profunda tratando con cada persona. Y hagamos todo lo posible por sumergir, zambullir, a los demás en la vida de la Trinidad a través de nuestro testimonio. Ahora somos enviados a hacer discípulos de todas las naciones, empezando por la nuestra.