En su viaje por el desierto hacia la Tierra Prometida, el pueblo perdió la paciencia y dio una interpretación negativa a todos los acontecimientos recientes que había vivido. Hablaron contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia”. Este es el diablo que agria y da un giro negativo a todo, como hizo desde los albores de la creación, haciendo que Adán y Eva se centraran únicamente en el árbol prohibido, y no en todos los demás de los que podían comer.
Dios se lo había dado todo a los israelitas. Los había salvado, los había llevado a través del mar que milagrosamente se abrió para ellos, había ahogado a los egipcios, les había dado a los israelitas agua, pan y carne en el desierto. Y ahora se quejan. Como resultado, Dios los castigó. “El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel” (Núm 21,6). Esas serpientes abrasadoras recuerdan a aquella primera serpiente del Jardín del Edén, Satanás, que vive en el fuego del infierno, aunque está activo en la tierra.
Cuando nos quejamos y nos dejamos llevar por la ira y la amargura, es como si serpientes ardientes se deslizaran dentro de nosotros. Es el diablo que nos hace enfocarnos en lo que no tenemos y así olvidar todas las bendiciones que Dios nos ha dado, en todo lo que está mal y nos hace olvidar todo lo que está bien.
¡Qué activas están esas serpientes dentro de nosotros! Necesitamos pisarlas y expulsarlas. Sobre todo, necesitamos invocar a Cristo, que es el gran aniquilador de serpientes: él hiere la cabeza de la serpiente (Gn 3,15). Pero antes Jesús debe permitir que la serpiente le muerda. Debe tomar todo ese veneno sobre sí, y en cierto sentido dentro de sí, para vencerlo. Cuando Satanás nos muerde, nos envenena. Cuando Satanás “mordió” a Cristo, él, Satanás, fue envenenado: con el “veneno” del amor y la humildad en Jesús, que son mortales para él. Jesús tomó todo ese veneno, el veneno del pecado, sobre sí y dentro de sí (aunque permaneciendo sin pecado) y se convirtió él mismo en el gran antídoto, la gran vacuna contra él. Sí, lo mató en cierto sentido, temporalmente.
Parte del veneno es la muerte y, para tomar todo el veneno, Jesús tuvo que sufrir también la muerte. Pero venció al pecado y a la muerte, venció al veneno. La fiesta de hoy nos invita a mirar una y otra vez la Cruz, al “levantado” por nuestra salvación, a verla, mirarla y contemplarla con los ojos del alma.