En este año jubilar de la esperanza, puede ser útil ver la Cuaresma a través del prisma de esta virtud. ¿Cómo podría ser esta Cuaresma un tiempo de mayor esperanza para nosotros? En su bula para el año jubilar, Spes Non Confundit, el Santo Padre cita la Sagrada Escritura con estas palabras: “diste a tus hijos una buena esperanza, pues concedes el arrepentimiento a los pecadores… para que… al ser juzgados esperemos misericordia” (Sabiduría 12, 19-22). Y en la segunda lectura de hoy escuchamos a San Pablo citando al profeta Isaías: “En el tiempo favorable te escuché, en el día de la salvación te ayudé”. Y Pablo insiste: “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación”.
La misma realidad de la Cuaresma con su llamada a la conversión nos habla de esperanza porque nos dice que Dios sigue llamándonos y que la conversión es posible. No se llamaría a alguien si no hubiera esperanza de que pudiera responder de manera eficaz. Estamos llamados a la conversión porque Dios nos ofrece realmente la salvación y la conversión es posible.
En el Evangelio, Jesús señala diversas formas ostentosas de piedad practicadas por los “hipócritas”. No debemos dar limosna ni rezar ni ayunar para ser vistos, “como hacen los hipócritas”. Y Nuestro Señor concluye: “en verdad os digo que ya han recibido su recompensa”.
Buscar la alabanza terrena demuestra falta de esperanza. Buscamos el breve soplo de la alabanza humana porque no confiamos en que Dios nos dé una recompensa eterna. Nos aferramos a un premio inmediato porque no esperamos en uno a largo plazo. En cada caso -en la limosna, en la oración y en el ayuno- Jesús insiste en que, si hacemos las cosas con discreción, sin buscar la adulación humana, “tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará”. Debemos creer y esperar en esta recompensa, aunque no la veamos en la tierra. Por eso, la Iglesia nos invita a intensificar nuestras obras de misericordia, nuestra oración y nuestro sacrificio voluntario en este tiempo santo, con vistas a una recompensa eterna. Pensar en esta recompensa puede incitarnos a vivir estas prácticas. Merece la pena dedicar más tiempo a la oración y a las obras de caridad; merece la pena negarnos a nosotros mismos, porque todo lo que demos en la tierra nos será devuelto con infinita generosidad en el Cielo. Como dice san Josemaría Escrivá: “Está bien que sirvas a Dios como un hijo, sin paga, generosamente… —Pero no te preocupes si alguna vez piensas en el premio” (Camino 669).