El Evangelio de Mateo, escrito principalmente para evangelizar a los judíos, presenta a Jesús como el nuevo y gran Moisés. Moisés había sido el gran salvador y legislador de Israel, el instrumento de Dios para sacarlos de la esclavitud, que recibió de Dios una ley especial en el monte Sinaí. Pero Jesús es un Salvador mayor porque es Dios mismo, y no sólo recibe una ley de Dios, sino que da una nueva ley como Dios mismo.
Mateo muestra a Jesús subiendo a una montaña, como Moisés subió al Sinaí. Siendo él mismo el legislador, Jesús se sienta. Y mientras Moisés escucha, Jesús habla. Luego, para comenzar su Sermón de la Montaña, y como cima espiritual de la montaña, Jesús nos da las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas (del latín “beati”) son los caminos para recibir las bendiciones de Dios y, en última instancia, para compartir su bendición en el cielo. Son la planilla o pauta para la santidad. Aparentemente sencillas, cuanto más las consideras, más exigentes parecen.
La santidad comienza con la pobreza de espíritu. Esta es la puerta a las demás bienaventuranzas, porque sólo empezamos a recibir las bendiciones de Dios cuando apreciamos nuestra absoluta necesidad de ellas. Una persona rica piensa que no necesita a Dios. Luego viene la mansedumbre, que no tiene nada que ver con la debilidad. Moisés, “un hombre muy humilde, más que nadie sobre la faz de la tierra” (Núm 12, 3), llevó a su pueblo hasta la Tierra Prometida. Luego Jesús dice: “Bienaventurados los que lloran”, los que no se contentan con esta tierra, los que lamentan amargamente el mal y reparan por él.
La siguiente bienaventuranza es “tener hambre y sed de justicia”, que tiene un doble sentido: buscar la santidad personal, ser un hombre justo, como san José (cfr. Mt 1, 19), pero también la justicia social. En efecto, una cosa lleva a la otra: queremos que la ley de Dios se cumpla en nuestra propia vida y en la sociedad. La santidad no es nunca una forma de evasión, sino que nos lleva a transformar el mundo que nos rodea, a hacerlo más como Dios quiere que sea.
Luego viene la llamada a vivir la misericordia. No podemos esperar recibirla si no la practicamos con los demás. Nunca gozaremos de la bienaventuranza si no somos capaces de compadecernos y perdonar a los demás. Un corazón bienaventurado no es un corazón duro.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. La lujuria y el engaño nos ciegan a Dios. Sólo un corazón puro es capaz de amar, y la santidad es amar a Dios y a los demás. A continuación viene: “Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Qué difícil es promover la paz; pero cuanto más lo hagamos, cuanta más paz haya en nuestra alma, más seremos hijos de Dios.
La última bienaventuranza es como la conclusión de las otras: somos bienaventurados cuando encontramos persecución, porque esto nos llevará al cielo. Una vida de santidad provoca la ira de Satanás, y debemos contar con sus ataques. Pero si nos mantenemos firmes, nuestra “recompensa será grande en el cielo”.
La homilía sobre las lecturas del domingo IV del tiempo ordinario (A)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para las lecturas de este domingo.