Marcel Le Guillou nació el 25 de diciembre de 1920 en Servel, pueblecito de Bretaña (Francia), hoy incorporado al municipio de Lannion. Su padre era suboficial de intendencia de la marina (furriel) y su madre servía de costurera por las granjas del entorno. Fue un estudiante brillante (salvo en gimnasia), y ganó una beca para los estudios secundarios. Cuando la familia se trasladó a París, pudo acceder al famoso Lycée Henri IV de esa ciudad, y prepararse para la École Normale Supérieure, centro top del sistema educativo francés. Es fruto, por tanto, del premio al mérito, que es una de las mejores cosas de la República francesa.
Con la guerra y la ocupación alemana (1939), comenzó a dar clases en el seminario menor de Lannion, donde estudiaba su hermano pequeño. Y allí se gestó su vocación, que atribuye, sobre todo, a la piedad de su madre. Decide hacerse dominico. Su padre quiere que termine la carrera, y obtiene la licenciatura de Letras clásicas (gramática y filología). En 1941 comienza a estudiar teología en Le Saulchoir, famosa facultad de los dominicos en París. Allí obtiene la licenciatura de filosofía en 1945 y la de teología en 1949; y enseña Teología moral.
Vocación y trabajos ecuménicos
Desde el primer curso en Le Saulchoir, había asistido junto con Yves Congar a reuniones con teólogos y pensadores ortodoxos. Le interesa muchísimo. Por ese motivo, sin dejar Le Saulchoir, se incorpora (1952) a un instituto que desde 1920 promovían los dominicos, y que se renueva entonces con el nombre de “Centro Istina”. El centro renueva también su revista sobre Rusia y cristiandad (Russie et chrétienté) y le pone el mismo nombre (1954). Probablemente Istina es la revista católica más conocida sobre la teología y espiritualidad oriental (cristiana). Le Guillou colabora con entusiasmo mientras prepara su tesis doctoral en teología, que será al mismo tiempo, de eclesiología y ecumenismo.
En la primera parte estudia la historia del movimiento ecuménico en el ámbito protestante, y las posiciones ortodoxas, hasta la constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Le interesan la génesis de ese esfuerzo y la naturaleza teológica de los problemas que surgen. En la segunda parte, estudia la historia de las divisiones y de las controversias confesionales hasta el inicio del diálogo. La Iglesia católica ha debatido para conservar su identidad, pero también pertenece a su identidad y a su misión intentar reconciliar las divisiones. Es preciso estudiar cómo se ha entendido la Iglesia a sí misma en este sentido en la historia. En ese contexto, destaca noción la comunión, que será una de las clave de la eclesiología conciliar.
Tras el Concilio, el término “comunión” será el más usado para definir la Iglesia y como forma de compendiar lo que dice el número 1 de Lumen Gentium: “La Iglesia es en Cristo, como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Pero entonces no era así. Ese término, que tiene un valor canónico, teológico y espiritual, se pone en primer plano como consecuencia del diálogo ecuménico. Le Guillou es uno de los que contribuyen a difundirlo. Obtiene el doctorado (1958) y la tesis se publica en dos volúmenes: Misión y unidad. Las exigencias de la comunión (1960).
Desde 1952, enseña teología oriental en Le Saulchoir, y en 1957 pasa varios meses en el monte Athos, república monástica ortodoxa en Grecia. Allí se hace querer y contempla la ortodoxia en vivo. Todo esto le permite publicar un pequeño libro El espíritu de la Ortodoxia griega y rusa (1961) en una interesante colección de pequeños ensayos (Enciclopedia del católico del siglo XX), traducida al castellano por Casal i Vall (Andorra). El libro, breve y acertado, gustó a los teólogos ortodoxos de París, que se reconocieron en él. Todavía es muy útil (como otros títulos de aquella sorprendente “enciclopedia”).
La teología del misterio y el rostro del resucitado
A Le Guillou le llegan por un lado los ecos de la renovación teológica litúrgica y bíblica; y por otro, el contacto con la ortodoxia. Esto le impulsa a hacer una teología que refleje mejor el sentido del misterio revelado en la Escritura, celebrado en la Liturgia y vivido por cada cristiano. Emprende entonces un gran ensayo de síntesis Cristo y la Iglesia. Teología del Misterio (1963), donde, partiendo de San Pablo, hace un largo recorrido histórico sobre la categoría de “misterio”, para terminar con el misterio en Santo Tomás de Aquino. La verdadera teología no es especulación, es parte de la vida cristiana.
Son años emocionantes. Sigue con interés el desarrollo del Concilio Vaticano II, y asiste como asesor de algunos obispos. Además, da numerosas conferencias. El trabajo de síntesis que acababa de hacer sobre el misterio cristiano le permite contemplar la teología del Concilio con una gran unidad, y prepara un ensayo de conjunto: El rostro del resucitado (1968). El subtítulo refleja lo que piensa: Grandeza profética, espiritual y doctrinal, pastoral y misionera del Concilio Vaticano II. Para Le Guillou, Cristo es el rostro de Dios en el mundo; y la Iglesia lo hace presente; transparentar el rostro de Cristo es un reto y una exigencia para cada cristiano. Todo lo que ha dicho el Concilio se inserta allí.
Años difíciles
Con todo, algo no marcha. Durante el mismo Concilio, observa que hay quien se lo apropia invocando un “espíritu del Concilio”, que va a acabar sustituyendo a la experiencia eclesial y a la misma letra del Concilio. Le disgustan también las celebraciones interconfesionales, donde no se respeta la identidad de la liturgia recibida. Observa la tonalidad fuertemente política e ideológica de algunos. Y con Olivier Clément (teólogo ortodoxo) y Juan Bosch (dominico) escribe Evangelio y revolución (1968).
La “revolución” callejera y estudiantil del 68 viene seguida de la contestación eclesiástica a la encíclica de Pablo VI Humanae vitae; y al disenso teológico europeo se añade la tendencia revolucionaria latinoamericana. Pero el misterio de Cristo no es el de un revolucionario sino el del “Siervo sufriente”: por eso, con cierto tono poético, reivindica la figura de Cristo en El inocente (Celui qui vient d’ailleurs, l’Innocent): la revolución salvadora de Cristo es su muerte y su resurrección. Se apoya en testimonios literarios para mostrar las intuiciones de la salvación (empezando por Dostoievsky), y recorre la Escritura para rescatar la figura de un salvador que ha encarnado la enorme paradoja de las bienaventuranzas.
Urgencias teológicas
En 1969, Pablo VI le incluye en la Comisión Teológica Internacional que acaba de crear. Esto le permite departir con grandes amigos (De Lubac), aunque alguno le sorprende (Rahner). Además le obliga a estar enterado de todos los temas debatidos. A él, que había alcanzado una visión sintética, se le hace patente que está irrumpiendo una transformación del misterio cristiano. Lo ve como una nueva gnosis, una profunda contaminación ideológica.
Y lo siente especialmente, cuando es llamado a preparar el sínodo de los obispos de 1971, dedicado al sacerdocio. Trabaja incansablemente en la preparación de los documentos, hasta dañarse la salud. Y sale convencido de que es necesario contrarrestar la nueva gnosis. Intenta poner en marcha una revista (Adventus) que sirva de contrapeso a Concilium, a la que también había pertenecido, pero se tropieza con la resistencia de los alemanes (von Balthasar) y se pliega. Después, tiene la generosidad de sumarse a la edición francesa de la revista Communio, promovida entre otros por Von Balthasar.
Escribe un apasionado ensayo El misterio del Padre. Fe de los apóstoles, Gnosis actuales (1973). Allí, por un lado, presenta el misterio cristiano como había hecho en El Inocente; y por otro, discierne el carácter ideológico de muchas desviaciones, especialmente las que proceden de la contaminación marxista. Frente a hermenéuticas que disuelven la fe reafirma la “hermenéutica del testimonio cristiano”, presentada por los Padres y los teólogos cristianos (aunque simpatiza poco con la soteriología de San Anselmo). Está seguro de que va a escandalizar, pero más bien queda orillado, porque se considera de mal gusto mencionar que la situación es mala. Todo esto se refleja en sus diarios y anotaciones; en parte publicados (Flashes sur la vie du Père M.J. Le Guillou, 2000).
Espiritualidad
Sin abdicar de ese esfuerzo titánico, no abandona lo ordinario, que para él es la predicación. Desde que se hizo dominico ha tomado conciencia de que su vocación es predicar. Lo menciona muchas veces en sus notas. Da numerosos cursos y empieza a atender a la comunidad de benedictinas del Sacre Coeur de Montmartre. Entre otras cosas, hay que notar un ciclo completo de predicaciones para el año litúrgico (ciclos A, B y C), que también se ha traducido al castellano.
Entiende que la fuerza de la Iglesia es la espiritualidad y que la situación no puede arreglarse sólo en el plano doctrinal o disciplinar. Por eso escribe Los testigos están entre nosotros. La experiencia de Dios en el Espíritu Santo (1976), en la línea de la “hermenéutica del testimonio” de que había hablado. Recorre la Escritura para mostrar que con el Espíritu Santo se nos abre el corazón del Padre, su amor y su verdad: atestiguado por los Apóstoles y los mártires y los santos; experimentado en la Iglesia como fuente de agua viva y ley del amor e impulso de caridad y de discernimiento de espíritus. A veces, se considera este libro junto con el de El Misterio del Padre y El inocente como una trilogía trinitaria.
Últimos años
Desde 1974, con sólo 54 años, se le ha manifestado una enfermedad degenerativa (Parkinson), menos conocida entonces que ahora, que le va limitando poco a poco. Se intensifica entonces su relación con las benedictinas del Sacre-Coeur, a quienes predica y redacta sus constituciones. Con el permiso de sus superiores, se retira finalmente a una de sus casas (Prieuré de Béthanie). Así tiene la fortuna de que su archivo y su documentación quede perfectamente guardada.
Y se crea una asociación de amigos. Con su ayuda, se han podido publicar póstumamente muchos textos de carácter espiritual que tenía guardados. El profesor Gabriel Richi, de la Facultad de teología de San Dámaso, ha puesto en orden ese archivo; y se ha ocupado de la reciente edición castellana de muchas de sus obras. A los prólogos de esos libros y a otros de sus estudios hay que agradecer muchos datos que aquí se recogen.
• El rostro del resucitado. 423 páginas. Encuentro, 2015. Le Guillou ofrece un ejemplo de la hermenéutica de la renovación planteada por Benedicto XVI.
• El inocente. 310 páginas. Montecarmelo, 2005. Presenta el misterio de Cristo: su revolución es su muerte y resurrección.
• Tu palabra es el amor. 232 páginas. BAC 2015. Meditaciones y homilías para el circo C, tomando el misterio de Dios como punto de partida.