Hace tres años, durante unas catequesis sobre la oración, afirmó Francisco: “Por favor, no caigamos en la soberbia de despreciar la oración vocal. Es la oración de los sencillos, la que nos ha enseñado Jesús: Padre nuestro, que estás en el cielo…”.
Alcance
Cuando nos planteamos qué se entiende por oración vocal, no es difícil que la mente se vaya de primeras al Padre nuestro, al Avemaría y a ese espléndido maridaje de ambas oraciones que, junto con el Gloria a la Trinidad, constituye el Santo Rosario.
Luego quizá caemos en la cuenta de que entran también en la categoría desde el signarse y santiguarse, el Señor mío Jesucristo, la Salve o el Angelus hasta tantísimas otras fórmulas orantes, ya sean más breves, como las jaculatorias y las letanías, o más largas.
Entre las cuales se incluyen el Oficio divino y la Misa entera, con su Yo confieso, el Gloria, el Credo, la consagración de las especies eucarísticas y todo lo demás.
En suma, la oración vocal es la elevación del alma a Dios expresada con palabras, ya sean de adoración, de alabanza, de gratitud, de arrepentimiento, de desahogo, de lamento, de queja, de sumisión, de súplica o de cualquier otra expresión verbal de trato o relación filial con Él.
Y aún hay más, según señala el n. 2700 del Catecismo de la Iglesia Católica, ya que las palabras abarcan tanto a las proferidas como a las mentales.
Todo lo cual equivale a decir que la oración vocal comprende la plegaria personal y grupal; la más popular y la menos notoria, ya sea pública o privada, exterior o interior; la leída y la espontánea; la de autoría propia y la compuesta o formulada por otros; la rezada, salmodiada o cantada y, por supuesto, la litúrgica.
Descubrimos así un amplísimo y riquísimo panorama espiritual. ¡Como para pretender despreciarlo!
Tradición nativa
La tradición cristiana de la oración vocal tiene claros antecedentes en los salmos judíos. En el Evangelio de la infancia es patente en los sucesivos cánticos de María (Lc 1,46-55), Zacarías (Lc 1,68-79) y Simeón (Lc 2,29-32).
Cristo potenció dicha tradición. Si el ruego o la súplica es una de las primeras y más clásicas manifestaciones de oración vocal, narra el Evangelio que Jesús instó repetidas veces a sus discípulos a que, ante cualquier necesidad, acudieran con prontitud, reiteración y firme esperanza a su Padre celestial: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).
Además, los Evangelios recogen ejemplos vivos, prácticos y maestros de Jesús mismo, que ilustran diferentes modos de oración vocal. He aquí una muestra.
Desde luego el Padrenuestro, plegaria densa con la que enseñó a sus inmediatos y futuros seguidores a dar en primer término gloria a Dios, y después a pedirle con entera confianza cosas útiles y cotidianas, perdón de las ofensas y fortaleza frente al pecado, así como esperanza frente a la adversidad física y moral.
Constan también frecuentes oraciones personales de alabanza y agradecimiento de Cristo, como ésta: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25).
O su filial aceptación de la cruda voluntad divina: “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú” (Mt 26,39).
O su lastimosa queja pendiente de la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), que oyeron los circunstantes y algunos interpretaron a su manera. En aquella tesitura mortal, constituye sin duda una verdadera oración, probablemente emitida a ritmo entrecortado de asfixia, que coincide con la frase inicial del largo salmo 22, el cual ‒no olvidemos‒ culmina con el reconocimiento de la sabia grandeza de la acción de Dios, a veces incomprensible para los hombres.
Engañosa imagen del Rosario
Hace años, un estudiante universitario me confió:
—Yo antes no entendía el Rosario. Hasta que empecé a rezarlo.
Y por lo que me contó a continuación el asunto tenía que ver conmigo, pues por lo visto, tiempo atrás, le había dicho algo así como:
—Déjate de rollos, Juan, y empieza a rezar un misterio al menos.
No lo recordaba yo. Pero él sí había cogido la onda (del Espíritu Santo), comenzó a rezarlo y feliz, muy feliz por entenderlo y gozarlo, fue ampliándolo paulatinamente. Tanto que ahí estaba al cabo de unos meses desgranando ya cinco misterios.
El Rosario integra diversos planos orantes, todos ellos de gran valía meditativa y contemplativa, y de los que el más evidente es la repetición de padrenuestros, avemarías y glorias.
Ante esto, hay quienes recalcan la dificultad de mantener la atención. No les falta razón. Pero eso tampoco justifica dejar de rezarlo, pues las cosas solo cuadran cuando se armonizan todos los factores.
Y, si no, ¿dónde queda la intención, el rumiar los misterios, el tiempo invertido y robado a otros menesteres, el hecho mismo de rezarlo, la historia del 98 por ciento de los santos canonizados desde la Edad Media o la sabiduría de María Santísima al pedirlo desde entonces a hoy?
Al final, el Rosario es cariño, cariño a Ella como vía hacia Dios. Y para captarlo hay que rezarlo, como descubrió mi amigo Juan.
En ese sentido, nada más lejos de la realidad de un varón o mujer meditativo y/o contemplativo que desdeñar la oración vocal. Entre otras razones, porque se sirve de ella numerosas veces al día como excelente recurso para cultivar su vida interior, tanto al celebrar o asistir a Misa, rezar el Rosario y otras muchas plegarias, o como combustible inequívoco de trato filial con Dios.
Sencillez
Afirma el Papa Francisco que la vocal “es la oración de los sencillos”.
Ser sencillo no equivale a ser simple, lelo, insustancial. La sencillez es una de las virtudes más simpáticas. No denota inconsciencia ni puerilidad, sino carencia de doblez, engaño y artificio. Es lo que Jesús pondera en Natanael cuando se conocen a orillas del Jordán (Jn 1,47). El sencillo es honrado, fiable. De ahí que a su vez se fíe de Dios y le rece con esperanza y perseverancia. Como niño, cuando niño y, más adelante, con la madurez oportuna en cada ocasión.
Con oraciones vocales se empieza a rezar en la infancia y, si no se dan mayores crisis, con ellas se prosigue a lo largo de la vida, al tiempo que se crece de forma efectiva en el trato y el diálogo personal con Dios.
Así lo señalaba san Josemaría: “Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra.
Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡Oh Señora mía, oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón… ¿No es esto –de alguna manera– un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono?” (Amigos de Dios, 296)
En la edad adulta, con tales oraciones hay quienes comienzan o recomienzan, según que el tipo de conversión a Dios sea ex novo a la Iglesia, o a la fe abandonada desde época juvenil.
En tal caso, los confesores tenemos nutrida experiencia de penitentes que vienen a reconciliarse al cabo de cinco, diez o más años y que, al preguntarles si en ese período han rezado algo, por poco que sea, aseguran que sí, que ante una dificultad o bien movidos por un impulso repentino a veces se han encontrado rezando una o más Avemarías. A lo que sale espontáneo glosar:—¿Ves? Por esa oración a la Virgen estás tú hoy aquí.