Traducción del artículo al inglés
Próxima a Sevilla hay una antigua mansión señorial en cuyo jardín se conserva un insólito cementerio para perros.
Lo visité hace unos días y comprobé que los responsables de aquellos extravagantes sepulcros no los hicieron por pura neurastenia.
Sin duda era gente rica y ociosa, pero también dotada de cierto sentido del humor.
En el centro de la necrópolis perruna hay un pequeño monumento cuya inscripción proclama los siguientes ripiudos aunque graciosos versos:
“Felices los que aquí estamos en torno a este pedestal que viviendo bien o mal al morir aquí quedamos. Mas los hombres nuestros amos, con incierto porvenir en su segundo existir viven con la muerte atenta… pues les ‘ajustan la cuenta’ al momento de morir”.
Mitad en broma, mitad en serio, la filosofía de esta arenga es que hay varias clases de inmortalidad. Los animales tendrían que conformarse con una de segunda división: el recuerdo que dejaron en sus dueños, potenciado como máximo por estas sepulturas destinadas a rescatar de la falible memoria humana la anécdota de sus vidas e incluso la de sus defunciones.
Hay, en efecto, un azulejo recordatorio de una tal Nancy que “fue muerta por un Packard”. La inmortalidad humana es de otra pasta: no consiste meramente en que te recuerden, sino que permite que seas tú mismo quien te recuerdes, aunque —eso sí— después de “ajustar la cuenta”.
El que algo quiere, algo le cuesta. Mi amigo Francisco Soler acaba de publicar hace unos meses un libro con el oportuno título: Al fin y al cabo, donde explica que la esperanza de esa inmortalidad premium, lejos de ser una especie de bálsamo o consuelo que las almas piadosas buscan para escapar al horror de morir, supone un aviso a navegantes, porque cuando vayamos a cerrar los ojos por última vez, en lugar de pensar algo así como: “se acabó todo lo que se daba”, tendremos que tener muy presente el balance del “debe” y “haber”, para saldar cualquier deuda que haya quedado pendiente.
El poeta argentino Borges, que de joven coqueteó con la idea de tirar la toalla, se la quitó de la cabeza con esta elemental consideración: “La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome”.
Ahora bien, esperanzas las hay de muchas clases. Algunos se consuelan con bien poco: la perspectiva de verse convertidos en nadas impunes es sin duda la más minimalista de todas.
Le sigue en el ranking la expectativa de que quienes nos sobrevivan sólo recuerden los buenos momentos que con ellos vivimos, olvidando o perdonando las fechorías o incluso el hecho de que fuimos, sin paliativos, malas personas. Incluso hay quien no se conforma con haber estafado al prójimo y pretende engañar a la posteridad enterrando bajo su propio féretro cualquier prueba de pasadas iniquidades, o bien alquilando una pluma mercenaria para pergeñar una falsa biografía embellecida con toques hagiográficos.
Augusto Comte, en su Catecismo positivista, trató de impedir fraudes póstumos, estatuyendo un tribunal formado por sacerdotes de la “Religión de la Humanidad” que decidiría, a falta de instancias ultraterrenas, cuál debería ser el destino definitivo de los finados. Su salvación o condena constaría en un libro cuidadosamente custodiado. Pienso que tampoco así podría asegurarse del todo la aplicación irremisible de las sentencias, sobre todo si un cometa despistado tiene la ocurrencia de tropezar con nuestro planeta.
A mí, como soy cristiano, esas inmortalidades “pasivas” no dan frío ni calor. Que en mi funeral pueda oírse un coro de alabanzas me trae sin mayor cuidado, sin contar con que a lo peor ni siquiera eso obtengo.
Y que dentro de cien o doscientos años todavía haya quien tenga la ocurrencia de leer algo de lo que he escrito, ¿qué más da? La promesa que nos hizo Jesucristo de poderle ver “cara a cara” a Él, y al Padre, y al Espíritu Santo, hace palidecer el atractivo de cualquier otra recompensa post mortem.
Tampoco soy de los que gustan especular sobre qué haremos o cómo nos sentiremos cuando “estemos en el Cielo”. Algunas personas que comparten mi fe son más dadas a este tipo de cábalas y se inquietan con la idea de abandonar del todo seres queridos o vivencias a las que son muy afectos.
Aunque no sea especialmente novelero, me parece que preocuparse por tales extremos es vana faena. C. S. Lewis cuenta en Una pena en observación los últimos momentos que compartió con su esposa. Por lo que se refiere a él mismo fueron de particular intensidad, y logró tener con ella una comunicación espiritual extraordinaria. Sin embargo, agrega con un sentimiento distribuido al cincuenta por ciento entre la desolación y el consuelo: “pero ella ya estaba con la mirada puesta en la eternidad”.
Los que se quedan solos no son los que se nos mueren: somos nosotros. Algo enseña al cristiano el pescozón que dio el Maestro a los saduceos cuando le preguntaron de quién sería cónyuge en el más allá la que en vida fue viuda de siete hermanos.
No obstante, es comprensible el sentimiento que muchos tienen —tenemos— de que hay cosas en la existencia terrestre que sería una pena dejar por completo atrás cuando suene la trompeta anunciadora del paso de este mundo al otro. Sin perjuicio de mi nula afición a la especulación escatológica y de la firme voluntad de atenerme a las enseñanzas de la Iglesia, creo que algo se puede decir para apaciguar lo que de justificado haya en tales malestares.
Lo introduciré citando de nuevo unos versos de Borges, aquel gran descreído (¿o quizá no tanto?):
Sólo una cosa no hay. Es el olvido. Dios, que salva el metal, salva la escoria Y cifra en Su profética memoria las lunas que serán y las que han sido.
La memoria finita
Para una persona ya anciana, en quien los olvidos han dejado de ser anécdota para convertirse en hábito, nada puede haber más esperanzador que la existencia de una Memoria capaz de alojar bajo sus inmensas bóvedas nada menos que el infalible depósito de todos los recuerdos perdidos.
Lo entendemos particularmente bien quienes tenemos la escritura como oficio y con frecuencia sufrimos la paranoia de perder nuestros textos. Se me hacen presentes ahora las venidas a Sevilla de mi maestro Leonardo Polo. Al bajar del tren yo me ofrecía para llevarle la cartera, ocasión que aprovechaba para observar ceremoniosamente: “Ten cuidado, porque llevo inéditos…” ¡Los inéditos de Polo!
Él por lo menos tuvo una corte de discípulos dispuestos a preservarlos. Pero, ¿qué pasa con mi inéditos y los de Paco, Pedro, Carmen, etc., etc.? Hubo una época en que de vez en cuando grabábamos nuestras obras completas en CDs para que aquellos íntimos tesoros no se perdieran para siempre. ¡Qué chasco nos llevamos cuando supimos que la conservación de tales repositorios apenas está asegurada por unos pocos años! Hasta el papel resulta ser más duradero.
Ahora depositamos nuestra confianza en algo más espiritual, puesto que almacenamos la suma de nuestras ocurrencias en “la nube”. ¿De verdad creemos que la susodicha nube no se disipará en el aire como una neblina evanescente?
El físico Frank Tipler escribió un ilusionado libro titulado Física de la inmortalidad. La vida eterna que allí se oferta no la da Dios, sino la ciencia. Aún falta bastante para que esté disponible: pasado mañana como pronto, lo cual significa que no la veremos en vida, pero ¡tranquilidad!: puesto a prometer, promete también para ella efectos retroactivos.
O sea: que tendremos una resurrección tecnológica y de ese modo entraremos todos juntos de la mano en una nueva vida dentro de este mismo cosmos. Será volver a una vida virtual, porque tantos cuerpos no habría dónde meterlos, sobre todo si insisten en viajar a la playa los fines de semana. Aparte de esa y otras renuncias, para que la cosa dure indefinidamente habrá que ir superando —también con ayuda de los saberes del porvenir— todas las grietas que hacen perecedero este pícaro mundo. Poco a poco la cosa engorda y al final hay que comulgar con unas ruedas de molino del tamaño de la galaxia. Prefiero atenerme a la fe que me trasmitieron mis padres.
Pero, puestos a salvar, también hay algo recuperable en la alocada especulación de Tipler. Siempre me llamó la atención que hasta las más delicadas expresiones de un artista, las más sofisticadas armonías de un concierto, las más geniales inflexiones de un orador, puedan ser codificadas, guardadas y reproducidas en los altibajos de un disco de metacrilato o en ristras de ceros y unos grabados en un pendrive. El espíritu supera lo material, pero su huella corpórea es algo bien tangible. Tirando hacia lo alto, Tipler concluye que todos los avatares de una vida humana, por larga y rica que sea, podrían ser descritos con 1045 bits de información. Allí estarían recogidos hasta el último de nuestros suspiros, sentimientos, deseos y raciocinios, segundo a segundo, e incluso la película de la fabricación, evolución y destrucción de todas y cada una de las moléculas de nuestro cuerpo.
En definitiva: todo, absolutamente todo, lo material y lo espiritual, en la medida que esto último se traduce en palabras, gestos y vivencias descriptibles.
Como no soy materialista, tengo que añadir que en ese cúmulo de información no estaría incluida mi conciencia, ni mi yo, ni mi alma, etc. Pero sí en cambio la historia de la totalidad íntegra de las acciones y pasiones de mi espíritu, hasta la última coma o tilde. Se trata, por supuesto, de una magnitud fantásticamente grande, un 10 seguido de cuarenta y cinco ceros. Para hacerse uno a la idea de hasta qué punto es grande, diré que basta añadir treinta y cinco ceros más para contar hasta el último átomo que hay en el universo.
¿Y qué? No deja de ser un número finito que admite ser cumplidamente designado con una expresión cómicamente sucinta.
Dios en cambio es infinito. En cualquier perdido rincón de su Memoria (valga la impropiedad de la expresión) están contemplados no sólo hasta el último de mis cabellos (como soy bastante calvo, eso no tiene mucho mérito), sino hasta el último de los detalles, conversaciones, gestos, estornudos, golpes de hipo, arrebatos de rabia, malestares y bienestares indefinidos, momentos de gloria y de exaltación, o de ternura amorosa, etc., etc., etc., que hubo, hay y habrá en mi vida, la de mi mujer, la de mi hija, y la del último marciano que habite el último exoplaneta. Y esa Memoria permanecerá perfectamente conservada e indeleble por los siglos de los siglos.
Lo cual, dicho así, en principio y a priori, resulta más intranquilizador que otra cosa. Porque, desde que sacar fotos con el móvil sale gratis, uno de los mayores placeres que tenemos es borrar el 90% de las que obtenemos. Yo por lo menos no estoy tan pagado de mi existencia como para desear que se guarde incólume registro de todo lo que hay en ella. Es como para reírse de los dossiers que las agencias de detectives preparan para arruinar las carreras de los políticos.
No obstante, precisamente aquí viene lo mejor: he sido padre y domino la técnica de “hacer la vista gorda”; puedo olvidar sin necesidad de olvidarlos de verdad algunos episodios poco gloriosos de mi descendencia. No me cuesta por tanto aplicar la correspondiente regla de tres. Lo mejor no es que sea infinita e fidelísima, sino que por encima de eso la Memoria de Dios es amorosa.
Cuando volvamos a Él, podremos bucear en ella alegremente, sin necesidad de que se nos caiga la cara de vergüenza. ¡A paseo las recopilaciones, los diarios, los currículos exhaustivos! ¡Burlémonos de nuestros fallos de memoria, incluso de la amenaza de que nos diagnostiquen un alzhéimer!
Allá donde vamos reencontraremos (con un dorado tornasolado que ya quisiera el más romántico de los nostálgicos) todo lo que en nuestras risibles vidas merezca ser recordado… y bastante más: ni ojo vio ni oído oyó…
Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, profesor visitante en Maguncia, Münster y París VI –La Sorbona–, director de la revista de filosofía Naturaleza y Libertad y autor de numerosos libros, artículos y colaboraciones en obras colectivas.