“El traslado de Ratzinger de Münster (en 1969) a la ciudad universitaria protestante de Tubinga, es una de las decisiones más enigmáticas en la biografía del posterior Papa”, escribe Seewald en su biografía. Aunque en su libro Mi vida el mismo Ratzinger cuenta algunas razones.
Por un lado, le resultaba incómoda la deriva de su colega de Münster, Johan Baptista Metz, hacia una teología política, muy política. Por otro, le atraía la invitación de Hans Küng a formar parte de un equipo renovador de la teología en Tubinga. También le atraía, y mucho más a su hermana, acercarse a Baviera, su patria chica.
Ratzinger era entonces una figura emergente, después de destacar en el Concilio como perito de confianza e inspirador de muchas intervenciones del Cardenal Frings, de Colonia. Aunque al principio le interesaba Küng, pronto comprobó que sus horizontes no congeniaban. Küng llegaba a la universidad con un Alfa Romeo rojo, mientras Ratzinger en bicicleta con una boina.
Volverían a encontrarse en 1981, cuando Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tuvo que afrontar el “caso Küng”.
Tubinga difícil
Estaría en Tubinga solo tres años complicados (1966-1969). “La facultad tenía un cuerpo docente de altísimo nivel, aunque inclinado a la polémica”. Además, el ambiente intelectual de la facultad cambió por completo: “El esquema existencialista se derrumbó y fue sustituido por el marxista”.
Era una esperanza sin Dios, representada además por Ernst Bloch, famoso profesor marxista de la facultad de Filosofía y autor de un famoso ensayo sobre El principio esperanza. En aquel ambiente, recuerda Ratzinger: “He visto sin velos el rostro cruel de esa devoción atea”. Aquello era el famoso 68 ya en ebullición, y le tocó de cerca: “En el momento de mayor enfrentamiento, era Decano de mi facultad”, miembro de varios consejos y “de la Comisión encargada de elaborar un nuevo Estatuto para la universidad”.
Pero no solo hubo complicaciones. En el 67 le tocaba a Küng dar el curso de Dogmática, y Ratzinger se encontró con que “tenía libertad para realizar un proyecto que acariciaba en silencio desde hacía diez años. Osé experimentar con un curso que se dirigía a estudiantes de todas las facultades con el título Introducción al cristianismo”.
Por qué una Introducción al cristianismo
“En 1967” -cuenta en el prólogo de la edición del año 2000- “seguían en plena efervescencia los impulsos del reciente posconcilio: el Concilio Vaticano II quería justamente eso: dar de nuevo al cristianismo una fuerza capaz de configurar la historia […], se volvía a constatar que la fe de los cristianos abarca la vida entera”.
De alguna manera las amalgamas de marxismo y cristianismo y su proyección en la teología de la liberación querían realizar eso mismo, pero “la fe cedía a la política el papel de fuerza salvífica”. Y en paralelo, estaba el agnosticismo occidental: “¿No se ha llegado a considerar que la cuestión de Dios […] no sirve prácticamente para nada?”.
La estructura del libro
La Iniciación al cristianismo tiene una clara estructura de tres partes, que se corresponden con las tres grandes cuestiones: Dios, Jesucristo, y el Espíritu Santo y la Iglesia. Y también con las tres partes del Credo.
Asimiosmo también les antepone una amplia introducción, donde se explica lo que es creer, aceptar la fe. En el prólogo, escrito en el año 1967, describía así la intención del libro: “Quiere ayudar a una nueva comprensión de la fe como la realidad que posibilita ser auténticos seres humanos en el mundo de hoy”. Prescindiendo de “una palabrería que solo a duras penas puede ocultar un gran vacío espiritual”.
A aquellos estudiantes había que transmitirles una expresión de la fe viva e interpelante. No cualquier cosa, sino que vieran en ella el camino para la plenitud de su vida. Esto exigía tener muy claro tanto el punto de partida, la situación mental en la que estaban los alumnos, como el itinerario. Ese reto de 1967 es el mérito del libro.
La situación de la fe
El punto de partida es que la fe resulta irrelevante para los occidentales que viven al margen. En otros tiempos, la fe se apoyaba mucho en el apego a la tradición, pero eso mismo la convierte en algo superado para los que hoy ponen su confianza en el progreso.
Un teólogo recuerda hoy al payaso del cuento de Kierkegaard que acudía al pueblo para avisar del peligro del fuego. Se reían de él y no esperaban que pudiera decir nada que valga la pena. Tendría que cambiar de traje, como la teología. Pero además de que no es fácil, ¿acomodarse no será perderse? Ese es “el inquietante poder de la incredulidad”, porque las objeciones también afectan al cristiano, hijo de su época: ¿y si no hay nada? Lo interesante es que el descreído está en una situación paralela: ¿y si la fe es verdadera? Dios es esencialmente invisible. Por eso, la fe es “una opción por la que lo que no se ve [se considera] como lo auténticamente real”. Es una decisión y una “vuelta” o conversión. Pero es muy exigente, porque no es un vago creer que existe “algo”, sino que ha intervenido en la historia nuestra: “ese hombre de Palestina”…
Recorre los itinerarios del pensamiento moderno y las sucesivas dificultades de la fe, desde el positivismo de las ciencias modernas al marxismo. Y concluye que creer hoy significa aceptar vivencialmente como fundamento del propio existir la revelación cristiana.
Por eso, “la primera y la última palabra del credo –‘creo’ y ‘amén’- se entrelazan entre sí”. Y además es un “creo en Ti”, precisamente por lo que significan la encarnación y la historia. Creo en el Logos – razón de todo- encarnado. Y eso significa que en Él (y no en mí) me sostengo. Esa fe tiene, además, una dimensión eclesial, porque se cree con la Iglesia y con sus expresiones, los credos.
Dios
De entrada, profundiza en la palabra, para no trabajar solo con un nombre desgastado, sino advertir todo lo que implica, también en relación con el mundo y la materia. Recorre la historia de la revelación a Israel, donde Dios se muestra tan distinto a otros dioses, personal y único, y se prohíbe toda divinización del pan (de los bienes), del eros o del poder político. Partiendo de la escena de la zarza ardiente del libro del Éxodo, con la vocación de Moisés, recorre los nombres bíblicos de Dios (El, Elohim, Yahvéh) hasta el Dios de los Padres de Israel y el Dios de Jesucristo. Con la fuerza tremenda del Nombre que sugiere que solo Dios en verdad “es”. Y el eco del “Yo soy” en el Nuevo Testamento y en el propio Jesucristo. Con ese paradójico doble aspecto de la solemnidad absoluta del “soy” y, al mismo tiempo, la cercanía de un Dios para Israel, para todos los hombres. Y al final, Padre.
De ahí salta a la comparación clásica del Dios de la fe con el Dios de los filósofos. La antigüedad cristiana supo sintetizar su conocimiento del Dios bíblico con la reflexión de la filosofía clásica sobre el fundamento del universo. Y siempre, al mismo tiempo, Padre. En ese feliz encuentro se ilustró el papel tan importante que el pensamiento racional –la teología- juega en la fe cristiana. En la reflexión moderna, las dos dimensiones siguen siendo importantes: Dios como fundamento y Logos del cosmos, y Padre, como horizonte de todas las personas. Y de esa necesidad de relación parte un hermoso y amplio desarrollo de la Trinidad, que no es posible resumir aquí sin rebajar mucho. Pero allí está la clave para el sentido y la realización del ser humano.
Jesucristo
Esta segunda parte se divide, a su vez, en dos: la primera, el Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; la segunda, sobre los enunciados del Credo sobre Jesucristo: nació de Santa María Virgen, padeció…, resucitó… El punto de partida es “el problema de confesar a Jesús hoy”, de confesar, al mismo tiempo al Logos y a su encarnación, siendo siempre lo segundo más escandaloso: ¿cómo puede girar toda la realidad del cosmos y de la humanidad sobre algo sucedido en un momento de la historia? Esto no se puede alcanzar plenamente ni desde la física ni desde la historia. Además, la época moderna intenta separar a Jesús de Cristo, desmontando lo que se supone montado en la historia. Prescindir del Hijo permite quedarse solo con un Padre genérico, más aceptable en el terreno interreligioso. Y también quedarse con un modelo de Jesucristo aparentemente más cercano.
Pero Jesús es el Cristo y ese título de Mesías (confundido en su tiempo) se realiza sobre todo en la cruz. “Jesús es Cristo, es Rey en cuanto crucificado”, con la realeza del don de sí, del amor. Y “así convierte al amor en Logos, en verdad del ser humano”. Tema reforzado por la escena del juicio final, donde el Señor pide a los suyos que lo vean en los hermanos (cfr. Mt 25). La identidad de Jesús con el Cristo de la Cruz es también la identidad del Logos con el amor. A continuación, aborda largamente el misterio del Dios-hombre.
El Espíritu y la Iglesia
La última parte, mucho más corta, también se subdivide en dos. En primer lugar, aborda brevemente la unidad de los últimos artículos del Credo, alrededor de la confesión en el Espíritu Santo y de la Iglesia que Él anima.
Después, se detiene algo más en dos puntos “difíciles” para los que le oían entonces y para los que le pueden leer hoy: la santidad de la Iglesia y la resurrección de la carne. ¿Cómo se puede afirmar contra la evidencia histórica que la Iglesia es santa? Lo resuelve de una manera original. La Iglesia precisamente porque es salvadora, se junta con lo que es pecado, como Jesucristo mismo. No es un ente luminoso y trascendente. Está encarnada para salvar. “En la Iglesia, la santidad empieza soportando y acaba soportando”. Quien solo mira la organización y no los sacramentos no la entiende. Los verdaderos creyentes viven siempre de los sacramentos, mientras la organización cambia mejor o peor en la historia.
En cuanto a la resurrección final de los muertos, es una exigencia de la totalidad que es el ser humano con su dimensión corporal. Y conviene desprenderse de algunos aspectos de la dualidad antigua griega cuerpo/alma, porque la concepción de la fe cristiana del ser humano es unitaria. Y su plenitud no consiste en una simple pervivencia del alma, liberada del cuerpo, sino en una “inmortalidad dialógica”, una vida y una resurrección fundada en el amor de Dios por cada persona. El amor de Dios es lo que sustenta la personalidad humana y la resurrección es un acto salvador del amor de Dios que la lleva a su plenitud. Esto lo desarrollará más tarde en su Escatología.
Qué ha cambiado desde entonces
Volvemos a las puntualizaciones del prólogo, que el entonces cardenal Ratzinger añadió en 2000. Sobre todo después de 1989, al caer el comunismo, “todos esos proyectos […] tuvieron que retirarse en el momento en que quebró la fe en la política como poder de salvación”. Entonces “en la plomiza soledad de un mundo huérfano de Dios, en su aburrimiento interior, ha surgido la búsqueda de la mística”. En experiencias, sucedáneos orientales, etc. Y también apariciones. Mientras la gente “pasa ampliamente de las iglesias cristianas tradicionales. La institución molesta y el dogma también”.
Es la novedad con respecto a los años sesenta. En parte oportunidad, en parte confusión. Y exige de nuevo, pero de otra manera, mostrar las características del Dios cristiano, que obra en la historia, con un Hijo que se hace hombre, frente a la tendencia sincretista. Y a la difuminación de la idea de Dios, cada vez más impersonal, para que resulte aceptable no solo a otras religiones, sino incluso a los que no quiere creer.
Pero el centro no ha cambiado: es siempre mostrar a Cristo, el Hijo, como objeto de nuestra fe (creo en Ti), con esa doble dimensión de Logos, razón de todo, y de amor por nosotros, manifestado y entregado en la cruz. Necesitamos esa doble dimensión para encontrar el sentido de la vida nuestra salvación. Y desde entonces es una clave de la teología de Joseph Ratzinger.