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La ética de las instituciones políticas

El artículo subraya la especificidad de la ética política respecto de la ética personal. Para la primera, el problema real no es el fin que se quiere alcanzar, sino los medios a emplear, con los recursos disponibles y teniendo en cuenta las condiciones reales.

Ángel Rodríguez Luño ·30 de diciembre de 2016·Tiempo de lectura: 10 minutos

Puesto que se me ha invitado de nuevo a escribir sobre los desafíos que la teología moral tiene hoy ante sí, querría proponer algunas consideraciones de orden general sobre la ética política, una rama de la moral que está bastante descuidada.

Ética personal y ética política

En el lenguaje ordinario, cuando se habla de ética se suele pensar en una reflexión que valora como bueno o malo el modo de vivir de las personas singulares según su conformidad u oposición al bien global de la vida humana. Con ese modo de pensar en realidad se está tomando la parte por el todo. Del modo de vivir de los individuos se ocupa la éti­ca personal, pero la ética tiene también otras partes como son, por ejemplo, la ética económica, la ética médica, la ética social o la ética política.

La ética política se ocupa de las acciones mediante las cuales los individuos reunidos en una comunidad políticamente organizada (el Estado, el municipio, etc.) dan forma a su vida en común desde el punto de vista constitucio­nal, jurídi­co, administrativo, económico, educacional, sanitario, etc. Es­tas accio­nes proceden de organismos legislativos o de gobierno, o bien de individuos que ejercen una función de gobierno, pero propia­mente son acciones de la comunidad política, que es la que, median­te repre­sentantes elegidos por ella, se da a sí misma una forma u otra. Así, por ejemplo, las leyes que regulan la ense­ñanza universitaria, o el sistema sanitario, o los impuestos, etc., son le­yes del Estado, y no de los diputa­dos Juan y Pablo, aunque estos hayan sido sus promotores.

El criterio por el que la ética política valora estas acciones de la comunidad es su mayor o menor conformidad con el fin por el que los individuos quisieron y siguen queriendo vivir juntos en una sociedad or­ganizada. A este fin se le llama bien común político (de modo más sen­cillo, pero mucho menos exacto, se le podría llamar tam­bién bienestar ge­neral). En pocas palabras, la ética política considera moralmente bue­nas las acciones del aparato público (estatal, autonómico, municipal, etc.) que son conformes y pro­mueven el bien común político, mientras que consi­dera moralmente malas las que dañan o se oponen a ese bien.

Na­turalmente se habla ahora de la moralidad política, que no coin­cide exactamente con la mo­ralidad de la que trata la ética perso­nal, aunque sí se relaciona con ella, a veces de modo muy estrecho. En efec­to, las acciones políticamente inmo­rales proceden a veces de la fal­ta de honestidad per­sonal… pero no siempre. Pueden ser también conse­cuencia de la simple incompeten­cia, o bien de catego­rías ideológicas, o de concepciones económicas poco acertadas que al­gunos sostienen de buena fe. Para la ética política lo determinante no es tanto la buena (o mala) fe, sino más bien la conformidad y la promoción del bienes­tar ge­neral.

De lo anterior se despren­den algunos principios de distinción entre la ética personal y la ética política. El más evidente es que cada una de estas ramas de la ética se ocupa generalmente de diferentes tipos de acciones: las individuales y las de la comunidad políticamente organizada (instituciones legislativas y de gobierno). Cuando una y otra parecen ocuparse de un mismo tipo de accio­nes, consideran en realidad dos dimen­siones de la moralidad formal­mente diferentes. Pensemos, por ejem­plo, que los dipu­tados que votan una ley en el parlamento están sincera­mente convencidos de que la nueva ley es conforme al in­terés general de su país. Pasado un año y medio, la experiencia de­muestra con toda eviden­cia que la nueva ley ha sido un mal. ¿Se pue­de decir que la aprobación de esa ley fue un mal moral? Pues depende. Desde el punto de vista de la ética personal, los que, después de haberse informado, votaron en buena fe carecen de culpa personal, y no se puede decir que obraran mo­ralmente mal. En cambio, desde el punto de vista de la ética política, ha surgido un mal ético: independientemente de lo que sucediera en la conciencia de quienes votaron a favor de aquella ley, su contrarie­dad al bien común es un hecho (y lo seguirá siendo cuando, con el transcurso de los años, todos los diputados que la votaron hayan pasa­do a mejor vida). La cuali­dad moral positiva o negativa de la forma que se da a nuestra vida en común y a nuestra colaboración –que es formalmente distinta del mé­rito y de la culpa moral personales– es el objeto específi­co de la éti­ca po­lítica.

El bien personal y el bien común político

El fin que se propone la ética personal es enseñar a los hombres a vivir bien; o, dicho con otras palabras, ayudar a cada uno a proyectar y vi­vir una vida buena. Esto suscita inmediatamente unas cuantas pregun­tas: ¿con qué autoridad puede “la ética” introducirse en mi existencia para decir­me cómo debo vivir?; ¿puede una instancia ex­terna a mí im­ponerme un modo de vivir?

En realidad, la ética no es una instancia externa que quiera impo­nernos algo, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Atendamos un momento a nuestra propia experiencia. Conti­nuamente pensamos qué nos conviene hacer y qué nos conviene evitar; trazamos nuestros pla­nes; proyectamos nuestra vida; decidimos qué profesión queremos ejercer, etc. A ve­ces, poco o mu­cho tiempo después de haber tomado una decisión, uno mismo se da cuenta de que se ha equivocado, se arrepiente, y se dice a sí mismo que, si fuese posible volver atrás, daría a la pro­pia vida un rum­bo bas­tante diferente. La experiencia del arrepentimiento nos hace ver la con­veniencia de reflexionar sobre los razonamientos interiores que prece­den y preparan nuestras decisio­nes.

Y esa reflexión es la ética. Esta, en efecto, no es otra cosa que una reflexión que trata de ob­jetivar nuestras deliberaciones inte­riores, examinándolas con la mayor objetividad posible, controlan­do críticamente nuestras in­ferencias, va­lorando las experiencias pasa­das y tratando de prever las consecuen­cias que un determinado comporta­miento puede tener para nosotros y para los que nos rodean. La ética personal es, por tanto, una reflexión que nace en una con­ciencia libre, y sus hallazgos se proponen a otras conciencias igual­mente libres.

Volviendo a la cuestión que estamos analizando, esto plantea a la ética política una difícil cuestión. Si, como ya hemos dicho, su punto de referencia fundamental es el bien común político, ¿qué relación existe entre éste y la vida buena a la que mira la ética perso­nal? No nos de­tendremos ahora en revisar las diversas respuestas que se han dado a lo largo de la historia. Vamos a poner de relieve sola­mente una especie de antinomia que plantea esta relación.

Por una par­te, si la vida buena es el fin que la ética propone a la libertad, y sólo puede hacerse realidad en cuanto querida libre­mente, ¿cómo podría ser también el principio regulador de un conjunto de instan­cias, como son las políticas, que usan la coacción, y que de la coacción tienen el monopolio? Si la vida buena de los ciudadanos fue­se también el fin de las instituciones políticas, ¿no sucedería que el Esta­do podría conside­rar obligatorio todo lo que es bueno, y prohibido todo lo que es malo? Y si entre los ciudadanos hubiera distintas concepcio­nes de la vida bue­na, ¿correspondería al Estado determinar cuál de ellas es la verdadera y por tanto la obligatoria?

Por otra parte, dado que vivi­mos juntos para hacer posible me­diante la colaboración social nuestro vivir y nuestro vivir bien, no cier­tamente nuestro vivir mal, ¿pueden las instituciones políticas no consi­derar en absoluto lo que es bueno para nosotros? Si se hiciera caso omiso de nuestro bien, ¿qué otros criterios podrían inspirar la vida de la sociedad políticamente organiza­da? Además, la idea de un Estado “éticamente neutro” no parece realista ni acertada, sencillamente por­que no es posible. En efecto, los ordenamientos jurídicos de los Estados civiliza­dos prohíben el homicidio, el fraude, la discriminación por moti­vo de raza, sexo o religión, etc. Tienen, por tanto, un contenido ético. Otra cosa es que no se considere lícito que la coacción política invada la conciencia y sus convicciones íntimas, pero esto es una exigencia éti­ca sustancial, ligada a la libertad característica de la condición huma­na, y no una ausencia de ética. Por esa razón, un ambiente político del que se hubiesen expulsado todas las consideraciones éticas en nombre de la libertad se volvería contra la libertad misma, pues el “vacío ético” generaría en los ciudadanos un conjunto de hábitos anti-sociales y anti-solidarios que acabarían por hacer imposible el respeto de la libertad ajena y el acatamiento de las reglas de justicia que permiten resolver de modo civil los conflictos que surgen inevitablemente entre personas libres. Terminaría imponiéndose el más fuerte. Ejemplos históricos no faltan.

¿Cómo hay que entender, entonces, la relación entre vida bue­na y bien común político? Ahora no disponemos de espacio para dar una respuesta completa. Pero es posible proponer dos consideraciones. La primera es que el bien común político ni coincide completamente con la vida bue­na, ni es totalmente heterogéneo respecto a ella. La segunda es que las instituciones políticas (el Estado) están al servicio de la cola­boración so­cial (la sociedad), y esta última existe en función de que las personas puedan li­bremente alcanzar su bien (no digo que efectiva­mente lo alcancen, sino que puedan li­bremente alcanzarlo). Para malvi­vir y hacernos miserables no buscaría­mos la ayuda de los demás.

De estas dos consideraciones se siguen importantes consecuen­cias. En primer lugar, permiten comprender que algunas exigencias del bien personal sean absolu­tamente vinculantes para la ética política. Así, por ejemplo, nunca sería ad­misible, desde un punto de vista políti­co, una ley que declarase positivamente conforme al dere­cho una ac­ción considerada por la mayor parte de la sociedad como ética­mente negativa (cosa bien diversa es la “tolerancia de hecho” o el “silen­cio le­gal”, que en ciertas circunstancias puede ser conveniente). Menos aún cabría admitir una ley que prohibiese de forma explícita un comportamien­to per­sonal que comúnmente se considera como éticamente obligato­rio, o que declarase obligatorio uno que la ge­neralidad de los ciudadanos piensa que no se puede realizar sin come­ter una cul­pa mo­ral.

A la vez, la no plena coincidencia entre la vida buena y el bien co­mún político comporta que, cuando se quiere argumentar que un deter­minado acto debe ser prohibido y sancionado por la ley, de poco sirve demostrar que constituye una culpa mo­ral. En efecto, se admite gene­ralmente que no todo lo que es moralmente malo para la persona ha de ser prohibido por el Estado. En pocas palabras, no todo pecado es –ni debe ser– un delito. Sólo deben ser prohibidos por el Estado aquellos comportamientos que inciden nega­tivamente de modo notable sobre el bien común. Es esto lo que se debe demostrar, si se quiere argumentar que tal o cual modo de obrar debe prohibirse.

En tercer lugar, la buena organización y el buen funcionamiento del aparato público son necesarios, pero no suficientes. La buena política establece instancias e instrumen­tos de control, divide el poder entre diversos organismos con el propó­sito de que el ejercicio del poder sea siempre limitado. Sin em­bargo, estas medidas –que podríamos llamar estructurales– necesitan del complemento de la virtud personal. No es difícil compren­der el porqué: por muchos sistemas de control y de división del poder que se establezcan, si la corrupción se introduce masivamente en todos los ni­veles de una estructura política, la corrupción prevalece, y en tal caso, como dijo san Agustín, sería imposible distinguir al Es­tado de una ban­da de la­drones.

La importancia del punto de vista políti­co

La experiencia enseña que a veces los problemas políticos se plan­tean y se tratan de resolver sin haber conseguido encuadrarlos debida­mente en lo que es el punto de vista específico de la ética política. A menudo se propone una u otra solución sobre la base de razonamientos que po­drían ser apropiados para la ética personal, pero que no rozan ni si­quiera la sustancia política del problema estudiado. Con más frecuen­cia todavía se insiste en la necesidad de obtener algunas finalidades, que se presentan como bandera de una posición ideológica, sin advertir que sobre ellas no existe ningún problema. Y no lo hay, sencillamente, porque sobre la mayoría de los fines que salen a relucir en los debates públicos estamos todos de acuerdo: todos queremos que desaparezca el paro, que ningún ciudadano carezca de una asistencia sanitaria de cali­dad, que haya crecimiento económico, que mejore el nivel de vida de las cla­ses económicamente débiles, que mejore el nivel medio de ins­trucción; por no hablar del deseo que haya paz en las regiones más conflictivas del mundo, que se encuentre una solución para el problema de los emi­grantes y de los refugiados procedentes de los países en gue­rra, etc. Sobre lo que no estamos tan de acuerdo es sobre el modo de alcanzar esas finalidades.

En pocas palabras, el problema real que la política debe resolver no es el del fin que se quiere alcanzar, sino el de los medios concre­tos que permitan resolver esas delicadas cuestiones, con los recursos disponibles, y teniendo en cuenta las condiciones rea­les en que nos en­contramos.

Por ello, mientras no se propongan solu­ciones concretas razonables para el problema de los medios, tanto quienes han de tomar las decisiones como los ciudadanos que les han de dar o negar su voto, se encontra­rán a la hora de la verdad sin saber qué hacer. Es como si el piloto de un avión no supiera adónde tiene que llevar a los pasajeros o, peor toda­vía, si ni siquiera estos últimos supie­ran adónde tienen que ir.

La ética política y los procesos sociales

Ya hemos dicho que la ética política se ocupa de la actividad de las instituciones políticas de diverso nivel (estatal, comunitario, munici­pal). Estas instituciones tienen las características típicas de las organi­zaciones: poseen una estructura jerárquica y están reguladas por un conjunto de normas precisas en función de los fines que buscan. Ahora bien, es necesario que estos últimos estén bien definidos, y no se pier­da de vista que, en último término, consis­ten en servir a la sociedad y los ciudadanos. De otro modo, lo que era un medio (la organización) se convertirá en algo importante por sí mismo. Eso es lo que sucede cuan­do, en lugar de favorecer la colaboración social, las instituciones políti­cas caen en la tentación de la autorreferencialidad: la tendencia a ali­mentarse a sí mismas y a aumentar de tamaño, a convertir lo inútil en necesario, y a obstaculi­zar burocráticamente los procesos sociales.

Los procesos políticos y los procesos sociales son muy diferentes. En los primeros hay una mente (puede ser también un grupo de exper­tos) que los dirige en función del fin que se busca: se concibe un orden y se dispone de la coacción para hacerlo respetar. Los procesos socia­les, en cambio, nacen de la libre colaboración entre los hombres y, ade­más, generalmente no responden a un designio intencional. Frente a la coacción y la previsión milimétrica, típica de los procesos políticos, los procesos sociales se caracterizan por ser espon­táneos. Tanto los ámbi­tos como los instrumentos de estos procesos –como pueden ser el mer­cado, el dinero y el mismo lenguaje– han surgido sin responder al or­den impuesto por una mente directiva. De igual modo, el conocimiento que los regula se forma en la mente de millones de hom­bres a medida que estos interactúan. Por eso, es un conocimiento disperso, difícilmen­te formalizable. En estos procesos se ponen en relación per­sonas que no se conocen, con intereses diferentes, pero que en un de­terminado momento pueden beneficiarse recíprocamente.

Desde el punto de vista de la ética política, es muy importante no sólo conocer, sino sobre todo respetar esta diferencia entre procesos políticos y procesos sociales. No es deseable controlar política­mente estos últimos. Y no es deseable, sobre todo, porque no es posible. Nin­gún experto o grupo de expertos puede poseer el conocimiento nece­sario para hacerlo. Los intentos de ingenie­ría social acaban en el más ro­tundo fracaso, dañan la libertad, inhiben la creatividad y desperdi­cian los recursos humanos y materiales. La idea de orden social como orden espontáneo, propuesta brillantemente por F.A. Hayek, me sigue pare­ciendo plenamente váli­da, aunque requiera tal vez algún ligero re­toque.

Incluso en el ámbito estrictamente político, que ya hemos conside­rado más afín a una organización, la idea de proyecto de ingeniería sus­cita dudas y temores. Querer alterar instituciones seculares sin la debida reflexión, sin que preceda un debate social sereno, reposado y profundo, sin tener en cuenta la sensibilidad y las convicciones de buena parte de los ciudada­nos, así como las dinámicas espontáneas de la libertad, únicamente porque se posee la mayoría parlamentaria para hacerlo, es signo de la presunción que suele acompañar a la poca inteligencia y a la ceguera ideo­lógica. Dos fenómenos que, por desgracia van casi siempre juntos. La política ha de res­petar y favorecer la libre colaboración social, sin pretender encorsetar­la o adecuarla a las intuiciones del “experto” que detenta el poder. Some­ter el conocimiento colectivo y secular a las ideas de un gobernante o grupo de gobernantes supon­drá siempre, cuando menos, un gran empobrecimiento de la vida so­cial, y, muchas veces también, un irrespe­tuoso e injusto atropello, sea cual sea la intención a la que responda. Atropellar y empobrecer es precisamente lo que la buena política nunca hace.

El autorÁngel Rodríguez Luño 

Profesor ordinario de teología moral fundamental
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

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